“Escribe con sencillez, por favor; yo también quiero entender”, le dijo alguna vez Tosca Cantini a su hija, Oriana Fallaci. Cantini no gozó de una educación formal, pero fue una mujer inteligente. Pobre, pero con cerebro. “¿En qué son distintos los poderosos a nosotros?”, se preguntó Fallaci en el prólogo de su libro Entrevista con la historia, pero esa inquietud le rondaba la cabeza desde los días en los que se convirtió en partisana. Se hizo miembro de la resistencia antifascista y se inició en lo que sería una vida dedicada a la confrontación del poder y las diferencias entre los que lo ostentaban y las personas como su madre. Entre los abusadores que con armas, cargos, apellidos o educación se autoproclamaron superiores y se dedicaron a someter a los que simplemente nacieron con la capacidad de su cerebro. “Detesto las palabras difíciles, complicadas e impenetrables”, dijo muchos años después, cuando con su nombre conseguía entrevistar a los dueños de los destinos de las guerras, las naciones y las vidas de los que combatían en esas guerras y en esas naciones. Sin duda recordaba a su madre y al resto. Posiblemente se dedicó a escribir textos claros y precisos para los que a ella le interesaba que entendieran y un día se sublevaran ante la imposición, la vanidad y la tiranía.
La Fallaci, nacida el 29 de junio de 1929 en Florencia (Italia), quería ser escritora. Su tío, Bruno Fallaci, le dijo que para llegar a las letras tenía que tener dinero. Convencida, comenzó a estudiar Medicina. Después entendió que con el periodismo y la escritura, el dinero y sus anhelos podrían combinarse. Su primer trabajo lo consiguió en un diario italiano, al que entró gracias al texto que escribió durante nueve horas en una máquina de escribir que no sabía usar. Sus enfoques fueron diversos: judicial, crónica, costumbres, farándula y cine, fuente con la que convivió muchos años, sobre todo cuando de Florencia viajó a Milán, y de ahí se trasladó hasta Nueva York, ciudad en la que comenzó a entender la dinámica de la industria de los brillos, las drogas y los reflectores. Se preparó y habló con propiedad de películas, actuación y premios. Cubrió estrenos de filmes y entrevistó a sus protagonistas, puliendo las que serían sus herramientas más fuertes para quitar máscaras y revelar verdades: las preguntas. Habló sobre la condición de la mujer en Medio Oriente y trabajó con astronautas. En 1967 se inició como corresponsal de guerra. Viajó a Vietnam y se reencontró con la pregunta de su infancia. La del destino que condenó a los que fortuitamente nacieron desprovistos de lujos a vivir bajo el yugo de los que decidieron que las tierras tenían dueños, que debían acumularlas y que la soberanía de sus posesiones se defendía por las buenas o por las malas. Durante los viajes a Vietnam en los que, por ejemplo, aprendió que cuando un helicóptero iluminaba el suelo con luces de bengala verdes tenía que correr para salvarse de los bombardeos, recordó la miseria de la condición humana.
Se escondió de las balas que sí alcanzaron a los soldados sudvietnamitas, norvietnamitas, norteamericanos y a los miles de civiles que convivían con la posibilidad de morir destrozados a causa de un bombazo de los enemigos, los aliados o su propia nación. ¿Cómo saberlo?, si la guerra era la guerra y “en la guerra la muerte no cuenta”, como se lo dijo a Fallaci el general Giap, ministro de Defensa de Hanoi, comandante en jefe de las Fuerzas Armadas y viceprimer ministro de Vietnam del Norte, quien más adelante se arrepintió de recibirla, ya que después de que Fallaci abandonó el Ministerio de Guerra de Hanoi, donde lo entrevistó, el general envió tres folios que autorizaba a publicar como registro del encuentro con él. Pidió que se le dijera a la periodista que no reconocería ningún otro texto. “Esos folios no eran nada de lo que yo le había oído decir al general Giap. No era la respuesta a la pregunta sobre la ofensiva del Tet, no era la respuesta sobre la conferencia de paz en París y ni siquiera la que comentaba el fin de la guerra. No decía nada, salvo una serie de frases retóricas y vagas”, dijo la periodista, que publicó el texto que exigió el general junto al auténtico. Giap y los norvietnamitas nunca se lo perdonaron.
Los datos sobre su estatura y su peso varían, pero medía aproximadamente 1,50 y no llegaba a los cincuenta kilos: la más menuda de los soldados. Ella también combatió. Lo hizo con sus crónicas y sus entrevistas a personajes como Giap, Kissinger, Hussein o Thieu, con los que logró reunirse gracias a su prestigio. Casi todos le concedieron encuentros con reservas, reglas, poco tiempo y evasivas. Ella siempre logró respuestas certeras, reveladoras, crueles, vanidosas y cínicas.
Fallaci tenía fama de témpano. Por la osadía con la que cuestionaba a “los poderosos de la Tierra”, como los llamaba, se construyó la imagen de mujer huraña con nervios de acero. En su profesión los tuvo, debía tenerlos, pero además de periodista fue mujer. Amó hasta que se cansó. A ella la eligieron, la soñaron, la dejaron y la volvieron a encontrar. Soportó relaciones tormentosas como la de Alfredo Pieroni, un periodista que cedió a los halagos de la Fallaci y decidió tener una aventura con ella. No quería nada más y ella lo quería todo. La italiana toleró las otras parejas de Pieroni, lloró e intentó suicidarse. Después juró no volver enamorarse. Años después se encontró con Alexandros Panagoulis, o Alekos, un personaje que vivió entre celdas, torturas, luchas, ansiedades, risas y lágrimas. Todo un revolucionario que respiraba por la libertad de su Grecia sometida a la tiranía de Georgios Papadopoulos, a quien intentó matar más de una vez. Las batallas físicas e idealistas de Alekos eran las periodísticas de Fallaci. En una entrevista ella le preguntó: “Alekos, ¿qué significa ser hombre?”, a lo que él le respondió: “Significa tener valor, tener dignidad. Significa creer en la humanidad. Significa amar sin permitir que un amor se convierta en un ancla. Y significa luchar. Y vencer. Mira, más o menos lo que dice Kipling en aquella poesía titulada: ‘Sí’. Y para ti qué es ser un hombre?”, y ella le dijo: “Diría que un hombre es lo que tú eres, Alekos”. Según Fallaci, Alekos era ella en hombre.
Sus embarazos nunca prosperaron. Tuvo más de un aborto espontáneo y escribió de sus frustraciones como madre un texto que título Carta a un niño que nunca nació. Conoció y reconoció la muerte a lo largo de su vida. Primero la vio impoluta y desinfectada en los hospitales. La volvió a encontrar en la guerra. “Es sucia, sola y está llena de sangre”, dijo. La enfrentó en cada cubrimiento de cada guerra: Segunda Guerra Mundial, Vietnam, India y Pakistán, Irak, campos palestinos o la matanza de los estudiantes y civiles en la Plaza de las Tres Culturas en México, hecho que la hirió con tres balazos a los que sobrevivió. Su registro fue uno de los pocos que se alejó del que dieron el gobierno de Díaz Ordaz y los medios censurados, que reportaron solamente diez muertos entre estudiantes y civiles. La cifra real se acercó a las 300 víctimas.
“Las preguntas son brutales porque la búsqueda de la verdad es una especie de cirugía, y las cirugías duelen”, dijo, cuando le preguntaron sobre la forma en la que cuestionaba a los poderosos. Dijo que ser periodista implicaba enlodarse en el lugar y el tiempo en el que se vivía y criticó sin consideración a cuanto dirigente, guerrilla, secta o ideología estuvieron en contra de la humanidad que tanto defendió. Nunca se atrevió a empuñar un arma y calificaba las guerras de absurdas e inútiles. “Estoy dispuesta a dejarme matar si es preciso, pero nunca a matar”, aseguró, y se dedicó a enfrentarse a los que decidían sobre la muerte y la vida.
Se encontró con Henry Kissinger, exsecretario de Estado de los Estados Unidos, y lo examinó sin ser vista, se adelantó a su inteligencia y lo incomodó con dardos que disfrazó de dudas. Le preguntó lo políticamente incorrecto a Nguyên Van Thieu, presidente de Vietnam del Sur, y lo indispuso recordándole que hasta en Estados Unidos lo llamaban “fantoche”. Lo llevó a que le confesara que alguna vez había rezado para que sus tropas se tomaran Quang Tri “sin derramar demasiada sangre”. Contradijo e interrumpió al general Giap, y con la mirada fija en sus ojos le preguntó por cuánto tiempo más se le pediría al pueblo que se sacrificara, sufriera y muriera por la guerra, a lo que él respondió: “Por el tiempo que sea necesario”. Se encontró cuatro veces con Golda Meir, ex primera ministra de Israel, uno de los pocos personajes que según Fallaci se podía tomar en serio. Conversó con ella y supo cómo transportarla a una intimidad que revelaría la humanidad, tenacidad y feminidad de “la mujer de acero” de Israel. Meir le habló de guerras, territorios, cargos, sus hijos, su esposo y su retiro. Le dijo todo lo que se había callado.
Oriana Fallaci convirtió sus entrevistas en relatos y todos los escribió en primera persona. “En mis entrevistas no solo uso mis opiniones sino también mis emociones. En todas mis entrevistas hay drama. Soy yo quien interpreta los hechos”, y defendió como un toro la libertad que para ella no existía, pero que había que buscar costara lo que costara. La Fallaci se reconoció como uno de los personajes más importantes de sus cubrimientos, sus entrevistas y sus crónicas. La protagonista de su vida y la periodista de su siglo.