El Magazín Cultural

Oscar Wilde: el retrato de un hedonista cautivo

Antes de que termine el 2018, rescatamos “Letras encadenadas”, uno de los especiales publicados durante el año en El Magazín de El Espectador. A continuación presentamos un texto sobre el escritor Oscar Wilde.

Laura Camila Arévalo Domínguez. @lauracamilad
29 de diciembre de 2018 - 04:14 p. m.
Oscar Wilde en versión de Maria Camila Quiceno.
Oscar Wilde en versión de Maria Camila Quiceno.

Después de la oscuridad viene la calma. La esperanza que se mantiene en cada situación adversa es que después del aluvión de desgracias llegará el amanecer, el buen tiempo, la claridad, la felicidad, el momento en el que se voltee hacia atrás y pueda decirse “valió la pena”. Tal vez de ahí pueda explicarse la tendencia al sacrificio y al sufrimiento que, sobre todo, las religiones refuerzan. Cuanto más padecimiento se acumule, más posibilidades hay de asegurar un lugar en el paraíso, pero para Oscar Wilde esto nunca tuvo sentido ni, mucho menos, dio resultado. Para él llegó primero el brillo. Después de una temporada en que la admiración, el placer y el reconocimiento le fueron fieles, llegó una época que lo disminuyó. Para Wilde, la temporada en la cárcel fue un golpe del que no pudo recuperarse. Lo encerraron por amar, lo sometieron por sentir, lo aprisionaron por “ultrajar la moral” de quienes no soportaban la diferencia. A Wilde lo enterraron en un hueco profundo del que no pudo salir.

“Fue en 1891 cuando coincidí con él por primera vez. Wilde poseía entonces lo que Thackeray llama ‘el don fundamental de los grandes hombres’: el éxito. Su ademán, su mirada exultaba. Su éxito era tan seguro que parecía preceder a Wilde y que este no tenía sino que ir avanzando tras él. Sus obras teatrales hacían correr a todo Londres. Era rico; era grande; era hermoso; estaba colmado de dichas y de honores. Unos lo comparaban con un Baco asiático; otros, con algún emperador romano, y otros aun con el mismo Apolo… y la verdad es que resplandecía”. Así describió André Gide, escritor francés ganador del Premio Nobel de Literatura en 1947, la primera vez que vio a Oscar Wilde. Desde que le hablaron de aquel irlandés que dominaba magistralmente el francés e iluminaba con su elegancia y rasgos nobles cada lugar que visitaba, Gide se esforzó por conocerlo. Lo logró en una cena a la que acudieron dos personas más. Ese día descubrió que lo sensacional de Wilde no era su gracia al conversar, sino su soltura para contar. Era despacioso y estratégico con sus cuentos, en los que “fingía buscar un poco las palabras que deseaba hacer esperar”. Tampoco se le percibía el acento, pero tenía claro que lo que pronunciara con cierta torpeza podía resultar exótico. Si se cruzaba la palabra scepticisme él decía: skepticisme, y así, con el resto de sus charlas, su obra y su vida. Como bien lo dijo al final de sus tiempos: “He puesto todo mi ingenio en mi vida y solo mi talento en mis obras”.

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Un par de meses después de que se publicara El retrato de Dorian Gray, Wilde conoció a un joven poeta que, según le aseguró, había repasado su novela más de diez veces seguidas. Lord Alfred Douglas conquistó en muy poco tiempo el amor del escritor, quien debido a sus sentimientos tuvo que soportar al padre de Douglas, el marqués de Queensberry. El hombre repudió el romance y se dedicó a perseguir a Wilde. No descansó hasta conseguir que su reputación quedara por el suelo, las autoridades se fijaran en él y fuera sentenciado a dos años de trabajos forzados en la cárcel de Reading por sodomía. En mayo de 1895 se inició el tiempo en el que Oscar Wilde dejaría su abrigo de piel para vestirse con las ropas del preso C-3.3, quien durante esos dos años (1895-1897) fue encadenado por un sistema homófobo.

Douglas y Wilde tuvieron un romance tóxico e intenso. Cuando se conocieron, el autor de El retrato de Dorian Gray estaba casado con Constance Lloyd y tenía dos hijos. El otro era un joven atractivo y mimado que estaba interesado en que le fuesen costeados sus caprichos. Su insolencia no pudo alejar a Wilde, quien desembolsó para satisfacer muchas de las peticiones de Douglas. La ingente ambición e insolencia del hijo del marques de Queensberry no lograron alejar a un Wilde apasionado y ciego. Cuando el padre de Douglas comenzó a sospechar que el lazo de estos dos hombres sobrepasaba las fronteras de la amistad, comenzó una persecución constante y despiadada contra Wilde, quien lo demandó por calumnia a causa de una carta en la que decía: “Para Oscar Wilde, aquel que presume de sodomita”. Lo que ocurrió en la sociedad victoriana no fue extraño. El marques no fue sentenciado, pero Wilde sí. Lo condenaron por “grave indecencia”.

De su paso por la cárcel no quedó nada. Gide lo describe muy bien mencionando que quienes no lo conocieron en sus tiempos de fortuna, no lograrán nunca imaginar al prodigioso hombre que fue. Que su manera de hablar era superior a sus letras y sus formas físicas eran apenas una señal del universo complejo que albergaba su mente. En la cárcel de Reading dejaban salir a los presos una hora al día. Solo les permitían caminar por el patio y tenían que hacerlo en círculo. Paseaban uno detrás del otro, pero tenían prohibido hablar entre ellos. A los que sorprendían desobedeciendo las reglas, los privaban de la hora de luz diaria. Quedaban confinados al encierro y la comida podrida. Se identificaba fácilmente a quienes llevaban un buen tiempo privados de la libertad porque podían hablar sin mover los labios. Los dueños del mundo de ese entonces sabían que las conexiones eran vitales y que privar a un humano de coexistir era sepultarlo vivo. Era una lápida aquella imposición, tanto que Wilde, después de mucho tiempo de no pronunciar palabra alguna, quiso matarse. Le salvó la vida la frase: “Oscar Wilde, le compadezco, porque usted debe sufrir más que nosotros”. Se la dijo otro prisionero, quien se atrevió hablarle tal vez para aliviarle el alma o aliviársela él mismo. Ese día Wilde entendió que en ese lugar todos sufrían por igual y sintió piedad. En la cárcel no era el luminoso y agraciado escritor de obras teatrales y poemas, solo era el C-3.3 y convivía con humanos que también se identificaban por un número. Cuando comprendió que sus compañeros también eran cifras, los compadeció y dejó de resistirse a las alianzas. Era como si el uno sufriese por el otro. De la muerte se escapó por piadoso.

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A Wilde lo quebró la sordidez. La suciedad de su espacio que contagió su alma. Cuando le permitieron leer libros, se obsesionó con Dante y una obra que lo confrontó con la idea del purgatorio o el infierno. El lugar descrito en ese libro no era para él, no podía imaginarse ahí. Su infierno era la cárcel.

Cuando salió de prisión volvió a Francia. Cambió su nombre a Sébastien Melmoth y en Berneval, un pueblo chico, encontró un lugar para vivir. Allí intentó producir una obra de arte que lo sacara del estigma en el que lo encasillaron. El perseguido, el inmoral, el débil, el preso, el obsceno, el indecente. Añoraba sus días de “el grandioso”, pero allí jamás volvió. Uno de sus últimos textos fue De profundis. Lo escribió en la cárcel y lo dirigió a su amor: Alfred Douglas. Fue una larguísima carta que redactó entre enero y marzo de 1897.

“Ciertamente mi ruina no se debió al exceso de individualismo, sino a su ausencia. El único acto ignominioso, imperdonable y para siempre despreciable de mi existencia fue haberte permitido que me forzaras a pedir la ayuda y protección de la Sociedad. Como es natural, en cuanto puse en movimiento las fuerzas de la Sociedad, la Sociedad se volvió contra mí y dijo: ‘Has vivido mucho tiempo desafiando mis leyes ¿y ahora las invocas para que te protejan? Te serán estrictamente aplicadas. Tendrás que someterte a lo que has convocado’”. Con estas letras reflexionó e identificó las verdaderas causas de su encierro. La cárcel lo confrontó con la pérdida de control a la que el amor lo condujo.

Nunca se arrepintió del placer, ni de las razones por las que la sociedad victoriana lo sentenció “Henchí de placer mi vida hasta el borde, como se llena hasta el borde una copa de vino”.

A Wilde le devolvieron la libertad cuando ya no tenía fuerzas para usarla. Lo lanzaron al exterior con los brazos y el alma rotos. Le doblegaron el ingenio. A pesar de todo esto lo intentó. Peleó por recuperar lo que fue. Luchó por reconocerse. Aunque no lo logró, sí supo cómo cuestionar a las categorías humanas con las que sentenciaron el amor y la diferencia. Con su vida, obra y muerte estrelló a una sociedad que lo culpó, lo encerró y, ya muerto, lo extrañó.

Por Laura Camila Arévalo Domínguez. @lauracamilad

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