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“Profe: Andrés (Escobar) tiene una pena la berraca": Luis Carlos Perea

Veinticuatro años atrás, el 2 de julio, fue asesinado Andrés Escobar Saldarriaga, defensa central de la Selección Colombia, que acababa de ser eliminada en el Mundial de Estados Unidos. Un autogol suyo ante Estados Unidos, en la derrota dos por uno en el segundo partido, influyó en el desenlace de los acontecimientos. Este es el recuento de su vida y sus últimos días.

Fernando Araújo Vélez
02 de julio de 2018 - 12:00 p. m.
El futbolista colombiano tenía 27 años cuando fue asesinado en el parqueadero  del restaurante El Indio, en Medellín.  / Archivo
El futbolista colombiano tenía 27 años cuando fue asesinado en el parqueadero del restaurante El Indio, en Medellín. / Archivo

Quedaron las imágenes de una multitud herida que llevaba banderas de un equipo de fútbol, y un ataúd con fotos de un hombre muerto, acribillado, que más que un hombre, era un ídolo. Quedaron los recuerdos de miles de pancartas que decían Andrés Escobar, y el llanto de su hermano, Santiago, y el dolor sin fin de su amigo, Eduardo Rojo, y el suplicio de su familia. Quedaron cientos de preguntas sin respuesta, un asesino en la cárcel que dijo llamarse Humberto Muñoz Castro, que sólo pagó 11 de los 43 años de condena que le habían impuesto; sus jefes, los hermanos Gallón, intocados e intocables; el país, conmovido, y el fútbol, una vez más, salpicado de sangre. Quedaron las eternas declaraciones de los eternos funcionarios: “Fue un hecho aislado”, y el pacto de la familia del fútbol, nuevamente sellado, hasta que la muerte los separara. Quedaron los gritos, el “tendrán que pagar” en coro, las “exhaustivas investigaciones” sobre el fútbol colombiano, las vestiduras rasgadas de los dirigentes, los lamentos de los periodistas. Quedaron los recortes de periódicos, la indignación. 

Sin embargo, todo volvió a ser como antes, y el fútbol, sobre todo el fútbol, cubrió con un manto el ataúd de Escobar y siguió. El show debía continuar. 

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***

Era sábado 2 de julio de 1994. En la madrugada, un tipo asesinó de seis balazos a Andrés Escobar. Pocas horas más tarde, las distintas autoridades dieron su veredicto. “Un hecho circunstancial”, declaró el general Octavio Vargas Silva, director de la Policía Nacional. “Un hecho lamentable”, dijo monseñor Pedro Rubiano Sáenz, presidente de la Conferencia Episcopal Colombiana. “Un hecho aislado”, comentaron las autoridades. Circunstancial, lamentable y aislado, esos fueron los adjetivos para el crimen. Porque era “circunstancial” que un hombre se despertara de su sueño a las tres y media de la mañana, viera a su jefe discutiendo con un desconocido, éste le pareciera peligroso y decidiera dispararle seis balazos. Lamentable… Porque era “lamentable” que esto ocurriera, como ocurría todos los días del año en toda Colombia. (Ese día, en Medellín hubo 40 muertes violentas). Y aislado… Porque era un caso “aislado”, dentro de la cultura de violencia que se vivía, que cualquiera anduviera con un revólver marca Llama calibre 38 largo por la  ciudad.

Según ese “hecho aislado o circunstancial”, Humberto Muñoz Castro, el homicida, era el único ser humano con revólver en Medellín ese día; por eso fue tan casual el crimen. También fue casual o circunstancial que Humberto Muñoz Castro hubiera trabajado años atrás para José Guillermo Gallón Henao (recluido en la cárcel Modelo desde 1993, acusado de narcotráfico y lavado de dólares) y que el día del crimen estuviera a órdenes del hermano de éste, Santiago Gallón Henao. Ese hecho, también circunstancial o aislado, hizo que, circunstancialmente, estuviera armado en la madrugada del 2 de julio.

Está dicho ya. A Andrés Escobar, defensa central de la Selección Colombia de Fútbol y del club Atlético Nacional, lo asesinaron en Medellín, en el parqueadero del restaurante El Indio, durante la madrugada del 2 de julio de 1994. Seis balazos, provenientes de un revólver marca Llama, calibre 38 largo, fueron hallados en su cuerpo. El asesino, según las autoridades, Humberto Muñoz Castro, conductor de una camioneta Toyota de propiedad de Santiago Gallón Henao, confesó su culpa el 6 de julio, después de haber dado distintas versiones. “Fue que me secuestraron durante siete horas unos sicarios que utilizaron la camioneta que yo manejaba para matar a Escobar”, dijo cuando lo arrestaron. “Pensé que de pronto era un tipo muy peligroso o algo así. Entonces me asusté y le disparé. Pero no sabía que era él (Andrés Escobar)”, declaró luego, ya recluido en la cárcel Modelo de Bogotá. 

Jesús Albeiro Yepes, fiscal del caso, contaría con los años que “Andrés estaba esa noche con Juan Jairo Galeano y dos amigas en la discoteca. Desde la mesa de Pedro y Santiago Gallón, quienes estaban con un grupo de amigos, le empezaron a gritar ‘Autogol, Andrés, autogol’. Lo provocaron una y otra vez. Él pidió respeto y se alejó. Luego le gritaron ‘Leo, pantaloncillos Leo’. Andrés estuvo incómodo toda la noche. Cuando salió del lugar, ya en su carro, se dio cuenta de que los que lo molestaron estaban en el parqueadero El Indio e ingresó allí. Volvió a pedirles respeto. Ahí discutió con Pedro Gallón y luego llegó Santiago, el mayor, y lo recriminó. Después le dijo: ‘Usted no sabe con quién se está metiendo’. En esas el chofer de los Gallón, Humberto Muñoz, escuchó esa frase, se bajó del carro apurado y mientras Santiago le repetía a Andrés esa frase: ‘usted no sabe con quién se está metiendo’, como para demostrar que Andrés realmente no sabía con quién se estaba metiendo, se arrimó a su carro y le descargó el revólver en la cabeza. Seis tiros”. Muñoz fue detenido en la tarde del 2 de julio. Fue llevado a la Modelo, en Bogotá, para que no lo lincharan en Medellín. Fue condenado a 43 años de cárcel, pero a los 11 salió libre por buen comportamiento, y ahí terminó la historia. 

El camino 

Entonces hay que desandar el camino. Volver al comienzo de Andrés Escobar, a aquellos años pueriles de patear piedritas e imaginar que son balones que revientan redes; al comienzo, a aquellas idas al Atanasio Girardot de la mano de don Darío, su padre; a aquella emoción sin fin de gritar los goles de Tito Gómez, de Víctor Campaz, de Hugo Horacio Lóndero… Eran goles de Nacional, sí, pero eran goles suyos también. Poco importaba que la radio dijera que habían sido de Moncada o de Palavecino o de cualquier otro. En realidad eran suyos, se los robaba a la tarde; con ellos le alcanzaba para vivir la semana y retornar el domingo siguiente ansioso de fútbol. Así, de domingo en domingo y de gol en gol se hizo pasión aquello de lo que tanto se hablaba en casa.

Él los escuchaba a todos en la mesa. A sus hermanos José Darío, Juan Fernando y Santiago. A su padre, claro. Y a doña Beatriz, su madre, que de vez en cuando soltaba alguna opinión sobre el juego anterior. Los escuchaba con devoción y a cada palabra imaginaba una acción. Él con el balón, con la franela de Nacional, en el estadio… A veces no se aguantaba y se largaba a la calle a jugar a la pelota. Con otros niños o con rivales imaginarios, pero siempre con la pelota. Allá, en el barrio de su colegio, El Calasanz de Medellín, Andrés Escobar y sus hermanos eran sinónimo de fútbol. “Para mí la vida se dividía entre las obligaciones, que eran todas, y el fútbol, que era lo único que se salía de aquellas obligaciones”, decía.

“Me acuerdo muy bien de él. De pequeñito era introvertido, muy callado. Un poco tímido quizás. Y muy buena persona, como todos ellos (los Escobar Saldarriaga). En sus comienzos se caracterizaba por ser muy liviano. Lo molestábamos bastante por la flacura, sobre todo sus hermanos mayores, y los míos. Incluso, cuando nos íbamos a jugar picaditos por ahí, no lo teníamos demasiado en cuenta por pequeño y flaco. Le decíamos que no lo íbamos a dejar jugar y se ponía serio, triste. Después la  rompía… Era como si las negativas le dieran fuerza para luchar más y más. Más tarde lo tuve en las selecciones del Calasanz. En especial, recuerdo un intercolegiado en Medellín. Al principio era volante, actuaba de ‘ 10’. Algunas veces lo coloqué de puntero izquierdo. Pero su físico no aguantaba tanto entrenamiento y tanto esfuerzo… Un día lo puse de central y le gustó. Ahí se quedó para siempre”. El recuerdo era de Carlos Restrepo, Piscis, como lo llamaron siempre en el mundo del fútbol.

Acababa de cumplir 18 años cuando llegó a Nacional. Por aquellos tiempos, abril de 1985, un hombre de fútbol llamado Pedro Pablo Álvarez dirigía las divisiones inferiores del equipo.  “Lo conocí cuando jugaba en la Primera B. Era dirigido por ‘Piscis’ Restrepo y se desempeñaba como volante de primera línea. Santiago, su hermano, que ya estaba en Nacional, habló un día conmigo para que le diera una oportunidad. Yo le dije que me lo enviara. Y cuando Andrés se presentó, le sugerí que volviera dos días después a los entrenamientos. Cuando llegó lo vi muy delgado y lo primero que hice fue mandarlo donde el doctor Hernán Darío Salazar. Tres meses más tarde ya era otro, mucho más fuerte y resistente. Se le notaba la calidad. Era un muchacho muy bien fundamentado, sobre todo en la pierna izquierda. Con la derecha empezamos a trabajar, pero aunque aprendió, en los partidos parecía que sólo le sirviera la izquierda. Confiaba ciegamente en ella”.

Un día Álvarez se lo recomendó a Francisco Maturana, que dirigía la Primera B. Y a los dos meses Escobar ya alineaba con el equipo titular. “Recuerdo mucho que después de actuar en dos juegos como inicialista, Maturana me llamó y me dijo que el muchacho iba a ser en poco tiempo uno de los mejores defensas centrales de Colombia”. Ese año, Escobar fue campeón de la categoría. Después, Gustavo Zapata lo llamó para la Juvenil de Antioquia. Y, luego, en 1987, apareció por la primera de Nacional y también por la Selección Colombia de mayores. “Yo siempre creí en él y siempre lo quise. La última vez que hablamos me dijo que lo esperara el fin de semana, que me había traído algunos detalles de Estados Unidos”. Andrés Escobar no fue a la casa de don Pedro Pablo. Ese fin de semana lo mataron.

Veinte años no es nada

A los 20 años de edad se estrenó con el Atlético Nacional. Francisco Maturana no sólo creyó en el talento de Escobar. Creyó en su personalidad, en su confianza. “Lo que siempre admiré en Andrés fue su seguridad… Recuerdo cuando lo convocamos por primera vez  a la formación titular del Nacional. Hugo (Hugo Gallego, asistente de Francisco Maturana en ese entonces) había tenido problemas con Nolberto Molina y entonces decidimos darle la oportunidad a ese joven que teníamos en las divisiones inferiores. Cuando lo llamamos para darle la noticia, lo agradeció con esa sonrisa de niño bueno que siempre lo identificó y esperó el debut sin muchas emociones. Jugó su partido con la tranquilidad y seguridad de un veterano… “. Ya nunca más volvió a salir de la línea titular del cuadro verde. Sólo dejó de jugar con Nacional cuando fue contratado por el Young Boys de Suiza, en 1990.

En la Selección, el puesto se lo fue escriturando con cada partido y cada calificación. Debutó el 30 de marzo de 1988 en Armenia, enfrentando al conjunto de Canadá. Colombia ganó dos por cero esa tarde y Andrés Escobar rindió, como era su costumbre. “Uno estaba en la Selección Antioquia y miraba a Juan Jairo Galeano o a Alexis (García) o al Pibe y los veía muy lejos. De un momento a otro estar con ellos, codo a codo, se hacía raro. Pero ya superé ese impacto y me siento un compañero más”, dijo ese día. Dos meses más tarde, en el césped de Wembley inscribió su nombre en la historia al marcarle a Peter Shilton, portero de Inglaterra, el tanto del empate de Colombia. Su primer gol con el equipo colombiano.

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Esa noche no durmió. Y con Juan Jairo Galeano, amigo hasta sus últimas horas y compañero de Selección y de habitación en aquella oportunidad, se quedó hablando del partido hasta el amanecer. Escobar jugó 48 partidos con la franela número dos de Colombia. Las Copas América de 1989 y 1991, las Eliminatorias para el Campeonato del Mundo de 1990 y los Mundiales de Italia y Estados Unidos. Fue capitán en varias ocasiones y referencia obligada para rivales y compañeros. 

“Hay cosas que te dejan marcado -decía-. No sé… los primeros años en el colegio, los amigos de infancia, el primer amor, la primera pelota de fútbol, los goles, los campeonatos… Tantas cosas que es imposible decir que esto en especial fue determinante en mi vida. No me faltó nada, pero tampoco me sobró nada. Y esa fue una enseñanza que jamás olvidaré: aprender a valorar lo que uno tiene y luchar por lo que a uno le falta. Es fácil salirse del camino, sobre todo en este medio y dejarse marear por el dinero y la fama y las mujeres y la prensa. Tenés que ser fuerte para no dejarte arrastrar. Saber para dónde vas y de dónde vienes. Yo tengo el fútbol, por fortuna". 

Sus amigos -Eduardo Rojo, Juan Jairo Galeano y Santiago Escobar, su hermano- decían que era el hombre más disciplinado que habían conocido. “Entrenaba desde las seis de la mañana y luego salía al gimnasio a hacer ejercicios y levantar pesas. Tuviera partido o no, se cuidaba mucho”. Fuera del fútbol era como en el fútbol. Era imposible imaginar a un Andrés Escobar marrullero y tramposo. Era imposible encasillarlo en el grupo de los que hacen cualquier cosa por llegar. Su elegancia, su calidad, se contradecían con esa clase de gente.

El 2 de julio del 94 estaba con Rojo,  con unas amigas y con Juan Jairo Galeano. Cada uno había salido por su lado desde las tres de la tarde. En el ‘Niágara’, una especie de restaurante de El Poblado, se encontraron y pasaron la tarde. Luego se separaron. Ya de noche volvieron a verse en ‘La Padova’, en la vía Las Palmas, una de las carreteras que conducen al aeropuerto José María Córdova de Ríonegro. Tomaron cerveza, después aguardiente e hicieron bromas. Bailaron. Y, entre trago y trago, algún autógrafo, algunas palabras para el hincha, para la niña que quería conocerlo… Escobar había dicho que quería regresar a Colombia para “dar la cara”. Por eso no aceptó una invitación a quedarse en Estados Unidos y otra a pasar una semana en Coveñas. También quería retornar a la rutina de los entrenamientos y los ejercicios. Olvidar con ella lo que había ocurrido en el Mundial de Estados Unidos. Volver a su mundo, tomarse una revancha de lo que había ocurrido.

A las dos de la mañana salió con la esposa de Rojo, María Clara, a comerse un ‘chuzo’. Y alguien le dijo: “Andrés, iqué autogolazo te hiciste!”. Él respondió con una sonrisa. Hasta se animó a contestar la broma con otra broma. “Estaba de muy buen genio. Se reía y hacía chistes”, dijo un testigo. Luego, con el tiempo, algunas versiones hablarían de que en el restaurante lo habían provocado varias veces y que él había respondido.  Que estaban algunos de los Gallón, que el ambiente se había calentado. Escobar salió. Discutió. Uno de los Gallón le gritó. Entonces salió Muñoz Castro de su camioneta.

Cuatro días antes, se había visto con sus compañeros de equipo y con la prensa, y habló por última vez con Maturana en la sala de espera del aeropuerto de Los Ángeles. “Esperábamos el vuelo de regreso en un rincón v conversamos largamente. Le dije que en la vida muchos capítulos se terminaban y que ese era mi caso con la Selección. Y le recordé su compromiso con la Selección, pues al marcharse hombres como Valderrama, pensando en el próximo Mundial, él era el heredero natural de la banda de capitán por todo lo que significaba para el grupo, como persona, como profesional, como modelo de comportamiento. Andrés me escuchaba en silencio y se sentía de vez en cuando. Él, como el resto del plantel, estaba abrumado por todo lo que había pasado. Recuerdo que antes de esa charla se me había acercado Luis Carlos Perea para decirme: ‘Profe, Andrés tiene una pena la berraca’".

Por Fernando Araújo Vélez

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