El Magazín Cultural

Roberto Burgos Cantor o cómo no ser devorado por el monstruo

El pasado 16 de octubre murió en Bogotá el escritor cartagenero, autor de siete novelas y seis libros de cuentos. Una aproximación a su legado.

NELSON FREDY PADILLA
21 de octubre de 2018 - 02:00 a. m.
Roberto Burgos Cantor con Gabriel García Márquez: amistad y respeto mutuo. / Cortesía de Alberto Abello Vives
Roberto Burgos Cantor con Gabriel García Márquez: amistad y respeto mutuo. / Cortesía de Alberto Abello Vives

Antes de las 7 de la mañana de un lunes llegó al campus de la Universidad de la Sabana, en las afueras de Bogotá, para la clase de narrativa literaria a la que fue invitado especial una vez cada semestre durante cinco años. Dio las gracias al chofer del automóvil que lo llevó y apenas se bajó dijo, para asegurarse de que la imagen no se le escapara: “Sabes que gracias al trancón acabo de ver la sonrisa femenina más exultante que recuerde. La muchacha venía en moto, se quitó el casco y se despidió de su novio, supongo. Parecían humildes y felices”.

Roberto Burgos Cantor trabajaba en el libro de cuentos Una siempre es la misma (2009) y su vida, apagada por un infarto el martes pasado, era la de un pescador de imágenes. Buscaba “otras formas de mirar y, por lo tanto, de sentir”. Cautivaba a los jóvenes estudiantes, en especial a las mujeres, por la fuerza de los personajes femeninos que creaba. Sus alumnos de las universidades Nacional y Central exhibieron ahora sus cariñosos autógrafos y prometieron no olvidar sus páginas.

Su mejor amigo, Eligio García Márquez (1947-2001), recomendaba leerlo, porque después de su hermano "Gabito", Burgos y Germán Espinosa eran sus escritores colombianos predilectos. A Gabriel García Márquez le insistió hasta que leyó El patio de los vientos perdidos. Luego el nobel le dio la razón: “Yo hubiera querido escribir algunos de estos capítulos”, y autorizó a que esa frase promocionara dicha novela de 1984.

Esto para decir que, justamente, Burgos Cantor (1948-2018) pasa a la historia de la literatura nacional e hispanoamericana por construir una gran obra con una voz y una poética únicas en la misma era de García Márquez. Lo explicó el año pasado en El Espectador: “Conviví con un monstruo sin ser devorado”. (Lea: La vida es corta y el arte largo).

Nos deja siete novelas y seis libros de cuentos —el último, Historias de trastienda, lo entregó a su sello editorial Seix Barral para ser publicado en 2019—, que serán objeto de estudio empezando por la Universidad Central, donde hasta esta semana era el director del Departamento de Escrituras Creativas y este año inauguró la Cátedra García Márquez, y en la Nacional, de la cual era abogado y fue conferencista de la Maestría de Escrituras Creativas.

Su aporte a la literatura lo reconoció el jurado del Premio Casa de las Américas de Narrativa, al concederle en 2009 el Premio José María Arguedas por la que se considera su máxima novela, La ceiba de la memoria (2007), finalista del Premio Iberoamericano Rómulo Gallegos, la obra que mejor documenta la Cartagena de Indias del siglo XVII, con la esclavitud de una sociedad colonizada como eje narrativo, su "gran árbol de las palabras".

¿Cómo llegó hasta allí? Las claves están en el libro menos conocido, Señas particulares, un testimonio de la vocación literaria publicado en 2001. Su testamento. Supo que la ficción era un impulso vital desde que su homónimo padre, fundador de la Facultad de Humanidades de la Universidad de Cartagena, le habló, satisfecho, luego de descubrir lo que escribía producto de las lecturas clásicas que el ilustrado abogado y maestro le dejaba en la gran biblioteca de su casa.

La charla ocurrió “en la oscuridad improbable de la madrugada, la Dodge 55 llevaba las luces altas encendidas… estábamos a 27 kilómetros de Cartagena de Indias, avanzando en una carretera que conducía a Turbana, un antiguo poblado de aborígenes y brujas”. Quien le había revelado el secreto fue Constancia Cantor, la madre y cómplice. Desde entonces Roberto Eliécer, bautizado así por su papá y por Jorge Eliécer Gaitán, pues nació en “el año de la ira” (1948), persistió en “la obstinada lealtad de un escritor a su oficio”, en “los trabajos forzosos de la vocación”.

Asumió también el compromiso de estudiar derecho en la Universidad Nacional, al tiempo de la revolución estudiantil de finales de los años 60, de la influencia francesa y cubana, del caso Camilo Torres, de lecturas subversivas y ateas. Abandonó Cartagena de Indias, “mi querencia, la esquina de la cual salí”, agradecido con el novelista Manuel Zapata Olivella por los consejos, por enseñarle la historia oculta de la cultura negra, que reivindicó, y por publicarle el primer cuento en la revista Letras Nacionales.

Traía tatuados los personajes de su barrio popular del Pie de La Popa que transitan sus libros, del malecón de El Cabrero; desde prostitutas, pasando por boxeadores fracasados, carpinteros, hasta san Pedro Claver. Los usó como arcilla creativa en Bogotá, “en un tiempo en que todo parecía conspirar a favor de la ilusión. Como si la felicidad estuviera a la vuelta de la esquina”.

Sus primeros cuentos, premiados en concursos universitarios y nacionales, trataban sobre “la espiral de violencia, que jamás se ha detenido”, porque andaba en la etapa “inocente” de “textos experimentales”, en “la incertidumbre moral de si había que escribir y echar tiros al tiempo”. Luego tuvo claro que su mejor arma era la pluma y ratificó que sus protagonistas serían, siempre, “los excluidos”. Ese camino lo emprendió de la mano de una de las mayores influencias literarias: el argentino Ernesto Sabato. Fue su escritor de cabecera desde que “la fortuna” le mostró la novela El túnel en la compraventa de libros de J. Emilio Marulanda, en los límites de la ciudad amurallada, a donde llegó atraído por el aviso “Venza la ignorancia”.

Esto sin olvidar, del otro lado, a Shakespeare, Kafka, Proust, Baudelaire, Camus, Sartre, Benjamin, Cavafis, y de este lado a Hemingway, Borges, Cortázar, Rulfo, Carpentier, Roa, Arguedas, García Márquez, Cepeda Samudio. “Los venenos sin antídoto”. Entre ellos, interpretaba a Sabato como el autor integral. Aparte de miradas al ser humano, por ejemplo las de Sobre héroes y tumbas, “una seductora reflexión sobre la vocación, el pensamiento, la cultura, la política, la ciencia”.

Sacó conclusiones en la tertulia del sótano de la librería Buchholz de la avenida Jiménez, junto a Eligio García Márquez y R. H. Moreno-Durán, entre “el olor a papel sin abrir y a madera recién cortada”. Aprendieron de su “elegancia irreverente” para tratar temas filosóficos conectados con “meditaciones” de la época, “poniéndolos bajo la luz de una ironía sutil”. Encarnaba sus aspiraciones: “Era, sin duda, un testigo, y para quienes vivíamos este tiempo en la complicidad del deseo de cambiar cuento existía, qué mejor que este mirón insobornable que no se complacía”. Sin embargo, sufrió para encontrar la prosa poética que lo caracteriza, fracasó con su primer intento de novela. Él, tan sereno, se volvió “desgraciado, con frecuencia agresivo”.

Corría 1968 cuando decidió, junto a Eligio, escribirle a “don Ernesto” y días después tenían en sus manos un reportaje con él, que, por agudas, les respondió cuantas preguntas pudo en hojas mecanografiadas y en fotocopias de fragmentos de sus libros con anotaciones manuscritas. Se publicó en la edición dominical de El Espectador, dirigida por Isaías González.

Un año después, Sabato fue invitado al Festival de Teatro de Manizales como presidente de honor y los encargados de todos los detalles fueron Roberto y Eligio, quienes lo acompañaron en un angustiante vuelo que, en el primer intento, no pudo aterrizar  —“la avioneta quedó presa en una tormenta que la zarandeaba, inmisericorde, y el agua desatada golpeaba con el furor de un látigo el fuselaje y las ventanillas”— y debieron regresar a Bogotá, asustados y en medio de chistes sobre la muerte. Después volvieron y todo salió perfecto. Lo contó Burgos como enviado especial de este diario. (Una de sus últimas entrevistas).

Desde entonces intercambiaron cartas sobre todo, incluso política y tangos. Después lo visitó en su casa de Santos Lugares, afueras de Buenos Aires, en un viaje en tren que describió como uno de los instantes más emocionantes que regala la vida. Burgos aseguró que Sabato le impuso una escritura a otro nivel: “Hacer del estilo un dominio de la crítica, corregir las versiones oficiales de lo histórico, denunciar el pasado, subvertir el orden, mejorar las ideas, proponer otro pensamiento luego de tropezar con las certezas”. Un “testimonio de resistencia”.

Esa narrativa se desataría con el libro de cuentos Lo Amador, escrito entre Bogotá, Barranquilla y Cartagena y publicado apenas en 1980, porque no dejó de ejercer como abogado en “el orden injusto que el derecho regulaba”, a pesar de que entraba en conflicto con “hacer dinero con la búsqueda de esa apariencia de justicia”. Dilema que también se lo resolvió “la ética de don Ernesto”, “una conciencia moral con la fuerza de un huracán solitario”.

También fue “fundamental” asimilar el impacto nacional y global de Cien años de soledad y del realismo mágico. La mayoría de los autores que buscaban su lugar en medio del Boom latinoamericano terminaron agobiados, mientras Burgos lo vio como una oportunidad: “Yo sentí al leerla que nada como esta obra hacía tanto por la literatura y resolvía la mayor parte de los problemas”. Atrás quedaban el indigenismo, el costumbrismo, el naturalismo, la denuncia, el panfleto, lo rural. Le abrió su territorio, la mirada a la condición humana desde lo urbano, y le “aligeró el debate estético”.

Esa visión, esa convicción disciplinada —“día tras día escribí lo mejor que pude a sabiendas de que escribir era lo único que quería hacer en la vida”—, le permitió consagrarse en el siglo XX y mantenerse vigente y activo hasta este 2018, cuando le otorgaron el Premio Nacional de Novela por Ver lo que veo, su enigma sobre la ruina y el azar en la vida de un hombre que sobrevive en medio de un coro de voces anónimas de la sociedad del siglo XXI. (Lea por qué le dieron el premio).

La dimensión de Roberto Burgos Cantor la completa su propia humanidad, de la que no dejan de hablar su esposa —“mi puerto sagrado”—, la profesora de física Dora Bernal, sus hijos, familiares, amigos y alumnos. Había que verlo pleno, trabajando en su apartamento biblioteca, oírlo en clases o conferencias, compartir con él mientras guardaba silencio, dejando que sus invitados hablaran y le iluminaran ideas en construcción. ¿Por qué tan reservado?, le preguntaban. “Para un escritor su silencio es voz”, dejó por escrito. Por eso no volvió a vivir en Cartagena, aún extrañando “las charlas de mecedora al atardecer”. En Bogotá adoptó la estrategia huraña de los cangrejos inmemoriales de su tierra.

El homenaje que hoy le hace El Espectador no es solo al escritor admirable, sino al amigo de esta redacción. Todos los días madrugaba a leer el diario y muchas veces enviaba comentarios, sugerencias y artículos. Su viuda contó que el lunes pasado regresó feliz tras una semana en Cartagena, donde escribió las primeras ocho páginas de una nueva novela. Resultó su punto final.

En la última página de Señas particulares aparece la pregunta: ¿de qué murió? Y él responde: “La parte de la vida que a cada quien corresponde se agota. Y ella, poderosa, invencible, continúa desbocada. Se asoma por doquier, para que no se olvide nuestra provisionalidad”.

Por NELSON FREDY PADILLA

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