El Magazín Cultural

Roberto Burgos Cantor y su “Ver lo que veo”

El escritor cartagenero festejó sus 70 años con una novela de amor desgarrado a su ciudad y, con ella, obtuvo el Premio Nacional de Novela.

Julio Olaciregui
27 de julio de 2018 - 01:59 a. m.
 El cartagenero también ha sido reconocido con el Premio Jorge Gaitán Durán y el Premio de Narrativa José María Arguedas  /Gustavo Torrijos
El cartagenero también ha sido reconocido con el Premio Jorge Gaitán Durán y el Premio de Narrativa José María Arguedas /Gustavo Torrijos
Foto: GUSTAVO TORRIJOS

Mientras leía Ver lo que veo, la última novela de Roberto Burgos Cantor, sentía que este libro es una suerte de enciclopedia de la antigua capital de la provincia de Cartagena, en la que encontramos múltiples datos y alusiones a la historia de la ciudad amurallada y a otras poblaciones del departamento de Bolívar, en una diacronía vertiginosa y carnavalera, desde los indios turbacos hasta los llamados barrios de invasión, pasando por la época de los ingenios azucareros, Rafael Núñez, el auge del boxeo, el béisbol, los casinos, la poesía del “Tuerto” López, los piratas, la esclavitud, los músicos, las ‘maríamulatas’ y el mar, “el mar que limpia los pensamientos”.

Si La ceiba de la memoria, la novela que le dio dimensión internacional —traducida al francés, premiada en Cuba, finalista en el Premio Rómulo Gallegos y estudiada en universidades de África y Europa—, se refería sobre todo al siglo XVII, a los cantados años mil seiscientos, a Benkos Biohó, al padre Claver y a los miles de voces etíopes-negras, allá en Cartagena, Ver lo que veo trata del siglo XX y sobre todo del XIX, después de la Declaración de Independencia.

Roberto Burgos Cantor gana Premio Nacional de Novela 2018

Se suele hablar de la decadencia de Cartagena tras el fasto colonial hispánico —a costa, por supuesto, de indios, afros esclavizados y blancos pobres— y esta nueva novela de Burgos Cantor se puede leer como una “crónica del tiempo muerto”, como se titula uno de los libros del chocoano Oscar Collazos, quien justamente vivió y escribió en sus últimos años en las playas de Marbella.

Tejida y construida con una prosa que recuerda la filigrana de las joyas momposinas, Ver lo que veo es una cartografía, un mapa sentimental levantado por este escritor cartagenero que en mayo cumplió sus 70 primaveras, en plena producción (12 libros y miles de artículos y notas periodísticas) y desde hace algún tiempo director de la maestría de escritura creativa en la Universidad Central.

Algunas ciudades engendran novelas que las identifican: Dublín por Ulises de James Joyce, el San Petersburgo descrito por Dostoievski en Crimen y castigo, la Barranquilla de Marvel Moreno vista en la obra En diciembre llegaban las brisas. Ahora quien desembarque en Cartagena tendrá que leer Ver lo que veo, si quiere sentir esa profundidad temporal, ese aguaje, esa luz cartagenera captada por Burgos Cantor y presente también en Manuel Zapata Olivella, Gustavo Ibarra Merlano, Héctor Rojas Herazo, Gabriel García Márquez, Germán Espinosa y el propio padre del escritor, don Roberto Burgos Ojeda.

Es admirable la destreza narrativa que se siente en esta novela. El narrador se mete en la piel, en los zapatos, de sus personajes —una anciana, un ladrón, un boxeador, un hombre arruinado— echando mano de la primera persona. Admirable también la minuciosidad de las descripciones de la naturaleza —“ostiones devueltos a la sombra de los mangles, a sus raíces anudadas, a la salinidad apacible de los cuerpos de agua”— y la memoria visual para evocar no solo a Cartagena, sino también a París o La Habana.

Sentimos que, como dice Flaubert, Burgos Cantor ha bebido océanos de libros y de películas, y ha sabido luego aliviarse, quizá contra las murallas. Él es un contemplador, una suerte de asceta, de monje o santo parrandero, con una mirada penetrante, pícara, tierna, sabia, serena, igual a la que se ve en sus fotografías. Un maestro en oír el lenguaje popular y en plasmarlo, esa actitud que las palenqueras resumen con una expresión: “Velo, ve”, como quien dice: “Veánlo, dichosos los ojos que te ven”.

También analiza, como quien no quiere la cosa, la desidia estatal en la construcción de lo público, la organización social que ha sido dejada “a la bulla de los cocos”. En esta gran novela reaparecen de alguna forma muchos de los temas y juegos de sus libros anteriores, frutos de su entusiasmo, su disciplina, su dedicación y su consigna: morirse o salvarse escribiendo, “deseo puro de vida”. El erotismo, “los movimientos de vértigo de las morenas y negras timbas, su picardía de abrazar y soltar, la levedad de las faldas, descalzas, inalcanzables y los hilos de sudor que se deslizaban por la piel de poros cerrados, tambor nuevo, superficie de caricias desconocidas”.

Vuelven más maduros, más hechos, los boxeadores, los rateros que quieren ser cantantes, las aspirantes a reinas del barrio de su libro de cuentos Lo amador, y las muchachas de los bares de Tesca, “la alegría del sexo sin mentiras”, donde debutó el Joe Arroyo, protagonistas de El patio de los vientos perdidos. Y las modistas y también aquellos que emigraron a Venezuela en la época de la bonanza petrolera.

“¿Qué será la memoria?: un mar, un lago, un desierto; ¿qué serán los recuerdos?: un río, un arroyo, un manantial. Y lo que salga dónde lo pongo, a quién se lo confío”, se pregunta la anciana que desde las primeras páginas está contándonos lo que ella ve en su barrio, “en el barrio de relleno y esperanza padecíamos la incertidumbre de no saber qué sigue, qué hago, para dónde voy”.

Al tiempo que narra con mucha eficacia y humor, Burgos Cantor también expresa su perplejidad de escritor desnudo ante los interrogantes que nos planteamos día a día, “asumir los desencantos de la realidad, allí, como el mar, sin ofertas. Estar sin esperas en el día a día, sin anuncios”. Hay reflexiones sobre lo que significa escribir para él, algunas veces sacar tesoros de una mina o echar canalete, remar. Y pensar nuestro destino, la historia, pensar Cartagena, reinventar palabra a palabra esa ciudad tan emblemática de Colombia, estudiada por su gran amigo, el historiador Alfonso Múnera.

Entre lo más novedoso y entrañable de Ver lo que veo está la crónica familiar e histórica sobre el auge y decadencia de los ingenios azucareros en el departamento de Bolívar, que entre otras cosas nos dejaron, como herencia, gracias a los cubanos, la música de los sextetos, entre ellos los palenqueros de Tabalá.

Por Julio Olaciregui

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