El Magazín Cultural

Rodolfo Walsh: “Una máquina de escribir puede ser una pistola o un abanico”

Antes de que termine el 2018, rescatamos “Letras encadenadas”, uno de los especiales publicados durante el año en El Magazín de El Espectador. A continuación presentamos un texto sobre el escritor Rodolfo Walsh.

FERNANDO ARAÚJO VÉLEZ
29 de diciembre de 2018 - 04:58 p. m.
Rodolfo Walsh en versión de la ilustradora María Camila Quiceno. / María Camila Quiceno
Rodolfo Walsh en versión de la ilustradora María Camila Quiceno. / María Camila Quiceno

Era un hombre que sabía que lo iban a matar, y sabía quiénes lo iban a matar, y sabía por qué, y aun así, o precisamente porque sabía muchas cosas, escribió y no dejó de escribir. Escribió con su nombre, Rodolfo Walsh, con un seudónimo o sin firma. Escribió cuentos policiales, libros que eran denuncias y a la vez literatura, escribió noticias, investigó lo que estaba detrás de las noticias, logró descifrar los códigos secretos de los enemigos, fueran los que fueran, y se inventó mil maneras de romper con la censura, con las noticias y los hechos que emanaban de los periódicos oficiales, que eran casi todos, y de las agencias internacionales que terminaban bordeando la complicidad. Escribió porque tenía que decir lo que ocurría y lo que había ocurrido. Él era ese alguien que debía, que tenía que decirlo.

Su arma, desde la adolescencia, fue una máquina de escribir, y esa arma podía “ser un abanico o una pistola”, dependiendo de quien la usara. “Con cada máquina de escribir y un papel podés mover a la gente en grado incalculable. No tengo la menor duda”, escribió Walsh alguna vez, atormentado por su papel en el mundo, por la importancia real de la literatura o del periodismo, por su activismo político, por los críticos, por la burguesía literaria y el poder. “En nuestra literatura, no tenemos una lucha obrera claramente representada; no hay ningún cuento, aunque debe haber alguno, que hable sobre una huelga o una revolución o sobre la resistencia o sobre lo que está pasando ahora, no tenemos nada”, le dijo una tarde a un reportero. Sus palabras fueron retomadas luego por el periodista irlandés Michael McCaughan en su libro Rodolfo Walsh.

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“Habrá una justificación para el novelista en la medida en que se demuestre que sus libros mueven, subvierten”, escribió otro día, y se fue lanza en ristre contra el Boom latinoamericano y sus autores, describiéndolo como un bumerán, en palabras de McCaughn, “que colocaba en un pedestal al escritor y a la producción literaria misma y que neutralizaba el potencial de rebeldía mediante los elogios rituales, la retribución financiera y el acceso al poder”. Walsh, que había concursado en algunos premios literarios de Buenos Aires, e incluso había ganado uno cuyo jurado había sido Jorge Luis Borges, fue desencantándose del mundo que rodeaba los libros, y de muchos escritores, esencialmente, porque habían perdido su capacidad de denuncia. Su antigua rebeldía. Él, como en el título del libro de McCaughn, fue escritor, luego periodista, y más tarde, revolucionario. Y jamás pudor separar ninguno de sus oficios.

Walsh era delgado, callado, algo taciturno, e incluso estoico. Solía ponerse una camisa blanca, y solo tenía un par de pantalones. Sus zapatos eran casi siempre los mismos. Había aprendido a vivir con lo mínimo desde sus tiempos en el Instituto Fahy, y luego, en la editorial Hachete, donde traducía y corregía novelas policíacas y donde, recordaría McCaughan, alguna vez tuvo que inventarse la trama de dos capítulos de una novela de William Irish, La novia de negro, porque se habían perdido los manuscritos originales. Él creaba sobre lo creado, porque desde que empezó a trabajar con la escritura fue consciente de que lo importante era la obra. La obra lo sobreviviría. Estaba tan seguro de ello que el día que lo masacraron a tiros en Buenos Aires, en marzo de 1977, había enviado por correo varias copias a distintos medios del exterior de una larga carta a la Junta Militar que se había tomado el poder en la Argentina un año antes.

“La censura de prensa, la persecución a intelectuales, el allanamiento de mi casa en el Tigre, el asesinato de amigos queridos y la pérdida de una hija que murió combatiéndolos, son algunos de los hechos que me obligan a esta forma de expresión clandestina después de haber opinado libremente como escritor y periodista durante casi treinta años”, comenzaba su texto, que tituló Carta abierta de un escritor a la Junta Militar. Más adelante, Walsh denunció que en un año los militares habían desaparecido a 15.000 personas, encarcelado a 10.000 y asesinado a 4.000. “Son la cifra desnuda del terror”, escribió. Ahondó en la política de exterminio, y acusó a los militares de implantar una política económica dictada por el Fondo Monetario Internacional, “que solo reconoce como beneficiarios a la vieja oligarquía ganadera, la nueva oligarquía especuladora y un grupo de monopolios internacionales encabezados por la ITT, la Esso, las automotrices, la U.S. Steel, la Siemens”.

Su carta pasó de mano en mano después de su muerte, aunque muchos no supieran que estaba muerto, que lo habían asesinado, pues como a tantos miles, lo desaparecieron. Fue reproducida poco a poco en distintos medios independientes de América y Europa. Los que miraban hacia otro lado, tuvieron que empezar a mirar hacia adentro y destapar sus cartas: o cómplices o enemigos. Los de afuera comenzaron a comprender lo que ocurría. Y a tener miedo. Rodolfo Walsh había logrado decirle al mundo lo que ocurría, lo que había ocurrido, aunque ya no pudiera hablar. Sus textos eran imborrables, y con los años, serían parte de la memoria de la época más negra de la historia en Argentina. Walsh se conjugaba con memoria y viceversa. Esa conjugación había empezado a darse muchos años antes, en diciembre de 1956, cuando iba y volvía de Buenos Aires a La Plata y un sábado, jugando ajedrez, su contrincante, amigo, compañero, Enrique Dillón, le dijo: “Hay un fusilado que vive”.

El fusilado que vivía se llamaba Juan Carlos Livraga. Walsh lo conoció pocos días más tarde. Lo vio con los restos de los disparos de bala en la cara y el cuello, lo vio casi ido del mundo, de la vida, y empezó a preguntarle. Y escribió. Investigó. Se jugó la vida para decir lo que había ocurrido. Y fue llegando hasta el presidente de facto de la nación, el general Pedro Eugenio Aramburu, quien había firmado un decreto de exterminio contra los peronistas que hubiera en el país. Sus segundos cumplieron la orden. Los fueron eliminando. A veces de a uno, a veces en grupo. A Livraga lo llevaron a un campo despejado en las afueras de una gran ciudad. Y lo bajaron de un camión, junto a otros 12 hombres, todos acusados de peronistas. Iban en fila. Los faros de las luces del camión iluminaban el campo. Los militares dispararon. Él logró salvarse porque los faros de los camiones no lo captaron. Corrió, se tiró al piso, se escondió, se perdió por varios días para que no lo hallaran, hasta que le contó su historia a un amigo, y de amigo en amigo llegó a Walsh.

Un año más tarde, salió por entregas y en forma de libro Operación Masacre, la historia de Livraga y los fusilados por orden de Aramburu. El país no lo creía, o no lo quería creer, pero los datos eran incontrastables. Pesaban. Laceraban. Dolían, y dolían porque eran más que datos, más que helados informes. Walsh se había conmovido y había conmovido. La palabra era su arma. Y la disparó. Con el tiempo, aquel librito sería la piedra fundacional sobre la que unos muchachos idealistas crearon un grupo subversivo al que llamaron Montoneros, un montón de gente que peleaba, que luego dispararía y que rompería la historia de la Argentina. Aquel librito, como diría su hija Patricia Walsh treinta años después del asesinato de su padre, era un libro que “actuaba”. Actuó. Estremeció. Walsh ya no pudo ignorar lo que ocurría, y mucho menos, ignorarse. A finales de los 50 escribió un relato sobre la desaparición del cadáver de Eva Perón, Esa mujer. Sin nombrarla, relataba todo lo que había ocurrido. El protagonista, un militar que se había hecho cargo de su cuerpo, decía al final: “es mía, esa mujer es mía”. No necesitaba decir nada más.

En abril del 59, Walsh recibió un llamado de Jorge Masetti, un periodista que había estado con Fidel castro y el Che Guevara en la Sierra Maestra, antes de que se tomaran el poder y pasaran a ser el sueño cumplido de una generación desencantada. Le propuso que se fuera a trabajar con él y otra gente en una nueva agencia de noticias que se llamaría Prensa Latina, y diría lo que las agencias típicas no querían decir. Walsh respondió que sí. Siempre que sí. Siempre el riesgo, la revolución, el cambio. En Prensa Latina trabajó con García Márquez, entre otros, y allí, una noche, se quedó mirando perplejo un cable de noticias. Lo arrancó de la máquina y leyó. Tachó, apuntó en una libreta, sacó libros y mapas, y a la madrugada del día siguiente fue adonde Masetti y le dijo que los cables estaban cifrados, que los números que habían escrito eran códigos, y que el mensaje que transmitían era que en Guatemala se estaba formando un grupo de exiliados cubanos que invadiría Cuba en pocos meses. Masetti habló con Fidel Castro y con el Che Guevara. Cuba se preparó para la invasión. Cuando la CIA y los cubanos exiliados desembarcaron en bahía de Cochinos, en abril de 1961, los esperaban los barbudos cubanos con todo su nuevo ejército. Los invasores fueron abrumadoramente derrotados.

Desde sus tiempos en Cuba, Walsh iría y volvería a La Habana en varias ocasiones. Se debatía entre la fe por aquel nuevo proceso, y el hastío por las vanidades humanas. Sin embargo, su compromiso por los “ninguneados” era cada vez mayor. En los 60 y los 70 creó periódicos, una agencia clandestina de noticias para revelarle al mundo lo que ocurría en su país, y se volvió Montonero, más allá de que no creía mucho en Perón. En el 76, plena época de muerte y de tortura, supo de la muerte de su hija mayor, Victoria. Escribió: “En el tiempo transcurrido he reflexionado sobre esa muerte. Me he preguntado si mi hija, si todos los que mueren como ella, tenían otro camino. La respuesta brota desde lo más profundo de mi corazón y quiero que mis amigos la conozcan. Vicki pudo elegir otros caminos que eran distintos sin ser deshonrosos, pero el que eligió era el más justo, el más generoso, el más razonado. Su lúcida muerte es una síntesis de su corta, hermosa vida. No vivió para ella, vivió para otros, y esos otros son millones. Su muerte sí, su muerte fue gloriosamente suya, y en ese orgullo me afirmo y soy quien renace de ella”. Su hija fue emboscada por un grupo de guerra del ejército. Resistió varias horas, hasta que sintió la derrota. No quiso entregarse. Subió a una azotea, les dijo a los militares que ellos no la iban a matar, que ella moría por su cuenta, y se pegó un tiro. A Walsh lo mataron al año siguiente, el 25 de marzo y a sangre fría, como el título de la novela de Truman Capote. A sangre fría se llevaron su cuerpo a la escuela de Mecánica de la Armada, en Buenos Aires, y a sangre fría lo desaparecieron.

***

Walsh según Walsh (Fragmento)

Me llaman Rodolfo Walsh. Cuando chico, ese nombre no terminaba de convencerme: pensaba que no me serviría, por ejemplo, para ser presidente de la República (...). Nací en Choele-Choel, que quiere decir “corazón de palo”. Me ha sido reprochado por varias mujeres. Mi vocación se despertó tempranamente: a los ocho años decidí ser aviador. Por una de esas confusiones, el que la cumplió fue mi hermano. Supongo que a partir de ahí me quedé sin vocación y tuve muchos oficios. El más espectacular: limpiador de ventanas; el más humillante: lavacopas; el más burgués: comerciante de antigüedades; el más secreto: criptógrafo en Cuba.

Escribir para Walsh

'Operación masacre’ cambió mi vida. Haciéndola, comprendí que, además de mis perplejidades íntimas, existía un amenazante mundo exterior (...). En 1964 decidí que de todos mis oficios terrestres, el violento oficio de escritor era el que más me convenía (...). Soy lento, he tardado quince años en pasar del mero nacionalismo a la izquierda; lustros en aprender a armar un cuento, a sentir la respiración de un texto; sé que me falta mucho para poder decir instantáneamente lo que quiero, en su forma óptima; pienso que la literatura es, entre otras cosas, un avance laborioso a través de la propia estupidez.

Por FERNANDO ARAÚJO VÉLEZ

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