El Magazín Cultural

“Rojo”: la historia de un pueblo que es un mal recuerdo

Congregación Teatro, dirigida por Johan Velandia, estrenará en una corta temporada su nueva creación.

Moisés Ballesteros
12 de diciembre de 2019 - 02:47 p. m.
Diez actores en escena dan vida a la historia de Rojo, donde se destacan las actuaciones del director Johan Velandia, Ana María Sánchez y Diana Belmont.  / Congregación Teatro.
Diez actores en escena dan vida a la historia de Rojo, donde se destacan las actuaciones del director Johan Velandia, Ana María Sánchez y Diana Belmont. / Congregación Teatro.

En la Casa del Teatro Nacional será la cita de los espectadores bogotanos con el equipo creativo de la Congregación, una compañía cuyas apuestas nos ha regalado ya varias experiencias significativas para la escena nacional y que cada vez son más pedidas fuera de nuestro territorio. El Libro de Job, El ensayo y Camargo darán paso a una pieza que pretende instalarse en la retina del público para situar el foco nuevamente en nosotros, el pueblo. Rojo es la historia de un pueblo que calza un solo zapato.

Recurriendo a los procedimientos dramáticos, como la narraturgia, en la que la construcción de los paisajes se da a través de la palabra literaria, y contando con un equipo de una gran diversidad disciplinar, el montaje de Rojo hace gala de bellas imágenes compuestas a partir de danza y movimientos que dan cuenta de cómo un pequeño pueblo abandonado y sin acceso a grandes vías siempre es mejor que un pueblo al que pretenden politizar y organizar. La voz de la compañía es cada vez más sólida, y aunque la situación del país sigue siendo su contenido más explorado, Velandia y su equipo siempre encuentran una nueva capa que explorar sobre las tablas.

Rojo es el nombre de uno de sus personajes, ¿el protagonista? Ese pueblo en el que todos llevan con suerte nombres tan extraños como posibles en el folclor de la sociedad colombiana: Domingo, Challinger, Llovizna, entre otros. Nos encontramos con figuras corales que van y vienen, y que dan cuenta de la historia de un pueblo, de un barrio, de un país, que parecen un mal recuerdo, parecen, sí, porque en Colombia siempre nos olvidamos de no repetir y siempre volvemos al lugar de la desgracia. Parece que el acontecer de nuestra patria es siempre un mito en el que la realidad siempre termina siendo superior a la ficción. Con el nuevo texto de Velandia somos llevados por hechos que simplemente debían estar en la escena, casi sin ningún tratamiento.

“Están ellos, estamos nosotros y somos los mismos”, reza al principio uno de los habitantes, pero el pueblo no ha sido siempre amigo del pueblo, todo lo contrario, y en este cuento donde la gente mata por el zapato del otro, en donde las misas se dan en medio de la cancha de fútbol y en donde las brujas no vuelan, pero dan hijos fuera del matrimonio, el gran golpe que debemos recordar es que el enemigo más grande del pueblo siempre ha sido el pueblo, que se divide, que se traiciona, que se mata.

La construcción narrativa de la pieza desarrolla un tejido magistral muy similar al de un Macondo que va evolucionando a través de sus personajes. Aquí no es el ferrocarril el que llega, es un helicóptero y posteriormente un extraño hombre en una avioneta. Los hombres y las mujeres de este pueblo también tienen una historia que va dialogando hábilmente con la del pequeño caserío. Rojo (el personaje) representa un sector de la sociedad que debe convivir con el abandono de esta, su estado permanente de desadaptación nos va conduciendo por esta epopeya en la que vamos volviendo siempre a la tesis de que el peor enemigo del ciudadano es otro ciudadano indiferente o, peor aun, antagonista. Al final hay un apocalipsis para esta diminuta sociedad.

La nueva obra de la Congregación es ante todo un golpe que debemos aprender a recibir; nosotros somos culpables de cada una de las gestas que no se luchan en este país: responsables, sí, de cada vez que doblan las campanas, por indiferentes o por cómodos. Rojo es otra vez nuestra historia, la que se repite, la que parece que no terminamos de contar. A la que debemos volver siempre.

Por Moisés Ballesteros

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