El Magazín Cultural

Silvina Ocampo y Adolfo Bioy Casares: Los que aman, odian (Entre camas y comas)

Él, uno de los grandes escritores de la literatura argentina; ella, la gran cuentista de su generación. Juntos escribieron “Los que aman, odian” y el título, como una premonición oscura, fue el único que hicieron los dos.

Ángela Martín Laiton
31 de agosto de 2019 - 12:31 a. m.
Ilustración: Tania Bernal
Ilustración: Tania Bernal

“Y para siempre soñaré con vos en las largas noches de mi exilio. Y aquí en el agua me muero sin esperanzas de encontrar algo mejor que el agua, soy una exiliada. The only thing I love, A.B.C. The rest is lies”. Dejó la pluma y se quedó viendo lo que escribía. Prosiguió: “Y aquí me quedaré como un ángel que vive de los otros, que vive de un mundo ajeno, incomprensible [...] Quisiera escribir un libro sobre nada”. Se hastió, quería huir, pero estaba enferma y sola como todas las tardes, esperando al hombre que amaba, al que amaba y la engañaba. 

La primera vez que lo vio fue en 1933. Ella era la más pequeña de las Ocampo o el etcétera, como decía. Era una mujer de treinta años, estaba de visita en casa de una de sus amigas más íntimas, Marta Casares de Bioy. Mientras conversaban se les atravesó, vestido de blanco y con el aire puro como un antiguo dios, Adolfito, el hijo de su amiga. La belleza homérica del muchacho se clavó como un alfiler en la mirada de Silvina. No podía soportar el desamparo de esos ojos hundidos bajo las cejas tupidas y despeinadas por un viento de antaño. Siete años más tarde, la menor de las Ocampo, once años mayor que Adolfo, enviaba un telegrama a dos de sus hermanas: “Cásenme con Adolfito”. Meses después daba el sí frente a sus íntimos amigos: Óscar Pardo, Enrique L. Drago Mitre y Jorge Luis Borges.  

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Adolfo la engañaba; ella nunca lo culpó. Le repitieron hasta la saciedad su fealdad, conminaron su crianza a la servidumbre y la juzgaron por sentirse fascinada con la pobreza y la miseria. ¿Cómo se había fijado en ella un hombre como Bioy? Él la encontraba encantadora, elegante, graciosa y refinada. Ella, frente al espejo, veía a esa mujer madura, poco grácil y opacada por el brillo y la belleza de sus hermanas. La verdad es que en el fondo los juntaba una oscura pasión, una razón más que carnal que podía contener el mundo de los dos: la literatura. Sin embargo, Adolfo la engañaba y ella sentía cada engaño como una sangrante herida. Les quedaba la literatura sí, pero Adolfo tenía a Georgie, y aunque Georgie era encantador, cada noche durante la cena le robaba con su ingenio a Silvina el único resplandor con el que sentía que podía brillar en la vida de Bioy. 

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Él había ganado fama y respeto con la madurez de su literatura. Todas las noches cenaban con Borges; el par de niños genios hacían bromas brillantes de las que Silvina sentía hastío. A su derecha en la mesa se sentaba su suegro; no se dirigían la palabra porque la amistad de Silvina Ocampo y Marta Casares había sido más íntima de lo que él hubiera deseado. Lo único que compartían solidariamente era el gesto reacio durante las bromas infantiles de los escritores, que absortos ignoraban la sombra que los rodeaba. Una noche, Borges comentaba que “al final de su vida a Coleridge sólo le importaba hablar. No le importaba el interlocutor, ni nada”. Y Silvina clavándole los ojos a Borges interrumpió: “Hay mucha gente así…”.

Antes del declive de Ocampo con su enfermedad, juntos escribieron una novela. Él, uno de los grandes escritores de la literatura argentina; ella, la gran cuentista de su generación. Silvina quería conquistar terreno ahí donde Borges tenía la victoria. Pero el experimento no fue agradable. Aunque ella era la primera lectora de lo que su marido escribía, al enfrentarse al reto de una novela conjunta se sentía presionada por mantener los ritmos de suspenso y misterio a los que Bioy estaba acostumbrado. Salió el policial Los que aman, odian y el título, como una premonición oscura, fue el único que hicieron los dos.

Todas las noches lo esperaba desvelada, angustiada por si esta vez el amorío había sido serio y él no regresaría. Se sentaba en una silla cerca de la puerta a contemplarla, con su tapado de piel y la calefacción ardiendo. Esperaba ansiosa el regreso de Adolfito. Pasaban uno o dos días, ella era una vigía incansable. Para espiarlo con algo de dignidad trancaba la puerta principal del domicilio en la calle Posadas con una silla; así, cuando su marido volvía, la silla se movía estruendosamente y ella tenía tiempo para fingir que dormía. Se callaba la rabia, los celos que la carcomían. Un par de veces obtuvo su venganza, cartas febriles y apasionadas llegaban al buzón de Silvina; una Alejandra Pizarnik firmaba los versos amorosos. Silvina la quería, veía en ella el reflejo horrendo de una criatura fea y cautiva del miedo con una pluma mágica que convertía jaulas en pájaros devoradores.

Una noche después de la cena, Adolfito y Georgie salieron al salón de café para continuar sus charlas ingeniosas. Silvina, más pálida de lo habitual, se desvaneció en la mesa. El médico de la aristocrática familia llegó rápido y anunció lo peor: meningitis. Abrazado a Borges, Bioy lloró con desgarro: “Pero yo qué voy a hacer si Silvina se va, qué voy a hacer sin Silvina”. Después, viajaron a Pau para buscar la hija que Bioy engendró con una costurera. Marta viajó a la Argentina como la hija legal de los Bioy. Silvina la amó toda su vida como a su propia hija. Pasaron diez años de la enfermedad de la menor de las Ocampo, su salud deteriorada estaba al cuidado de enfermeras que el mismo Bioy buscó. Silvina lo sintió como un abandono. Nunca le perdonó ese gesto y no volvió a dirigirle la palabra. Él rogaba arrodillado: “Silvinita, por favor, contéstame”.

En diciembre de 1993, Bioy y Marta caminaron juntos hacia el cementerio de Recoleta para despedir a Silvina. Él estaba atorado por el silencio tortuoso de su mujer durante los últimos meses. Veinte días después recorrería el mismo camino fúnebre para despedir a Marta, víctima de un accidente de tránsito. Sin Georgie, ni Silvina, ni Marta, Bioy era una sombra vestida de traje que deambulaba por su casa y las calles de Buenos Aires. Esperaba que la muerte viniera con suerte.

***

Silvina Ocampo

Durante gran parte de su vida, su figura fue opacada por las de su hermana Victoria, su esposo, Adolfo Bioy Casares, y su amigo Jorge Luis Borges, pero con el tiempo su obra ha sido reconocida y pasó a ser considerada una autora fundamental de la literatura argentina del siglo XX. Su primer libro fue “Viaje olvidado” (1937) y el último, “Las repeticiones”, publicado póstumamente en 2006.

Adolfo Bioy Casares

El mundo imaginario de Bioy Casares consiste en fantasías y acontecimientos inexplicables, aunque también aluda a menudo al ambiente intelectual porteño. Cultivó un estilo depurado y clásico y su literatura se caracteriza, en parte, por ofrecer una versión paródica del relato fantástico o policíaco tradicional, consistente en observar lo irreal bajo lentes humorísticas. Es considerado uno de los escritores más importantes de Argentina y de la literatura en español.

Por Ángela Martín Laiton

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