El Magazín Cultural

Sobre la película "Los tiburones"

La película dirigida por Lucía Garibaldi se estrenó el 5 de septiembre de 2019.

Pablo Román
31 de octubre de 2019 - 01:00 a. m.
Romina Bentancur, Antonella Aquistapache, Fabián Arenillas, Valeria Lois y Federico Morosini participan en este filme dirigido por Lucía Garibaldi.  / Cortesía
Romina Bentancur, Antonella Aquistapache, Fabián Arenillas, Valeria Lois y Federico Morosini participan en este filme dirigido por Lucía Garibaldi. / Cortesía

Los tiburones pertenece a esa clase de películas en las que la actuación del protagonista pareciera sostenerlo todo. Lo que sigue resonando en los sentidos al salir de la sala de proyección y lo que con el tiempo quedará impreso en la memoria es el rostro y los gestos de Romina Betancur en el papel de Rosalia, una niña que a veces parece estar entrando en la adolescencia y a veces saliendo de ella: la ligera inclinación de su cabeza, su manera de bajar la mirada, las casi imperceptibles modulaciones de sus párpados, el modo en que se apoya sobre los pedales de la bicicleta cuando está perdiendo impulso, su cara ante el espejo mientras se pasa la seda dental entre los dientes, la tensión de la piel de la axila mientras se depila. Pero, la fuerza de la actuación en Los tiburones no se reduce al efecto hipnotizante de un rostro de gestos afables o al de una cámara obsesionada con el cuerpo de una actriz. Esta es una película que se configura de modo tal que la vitalidad de su universo y el despliegue de su narración son inseparables de la actuación de su personaje principal.

En el pueblo de Rosalia no hay mucho que ver ni mucho que hacer, como en cualquier otro pueblo de provincia donde todos se conocen y cuya economía languidece año a año a la espera de la afluencia de turistas veraniegos a la playa. La gente que rodea a Rosalia ­–un joven algo mayor que le gusta, pero que la deja fría cuando tratan de convertirse en amantes, ­un padre seco y gruñón, una madre que parece pensar únicamente en la venta de cosméticos, una hermana mordaz y exigente cuyas amigas hablan de sexo con una desenvoltura que raya en la impostura– ni siquiera intenta entablar con ella ese mínimo de empatía sin el cual las palabras y las caricias carecen de sustancia.

La película no da muchos giros antes de romper este tedio pueblerino (u adolescente) con el rumor de la presencia de tiburones cerca de la playa, un rumor que amenaza con ahuyentar a los turistas y así condenar al pueblo a la escasez y la estigmatización. Cuando nos damos cuenta de que la única persona que ha visto o ha creído ver la aleta puntiaguda de un tiburón es la misma Rosalia, ya no podemos dejar de preguntarnos si lo que estamos viendo en la película es la realidad tal y como la vive Rosalia subjetivamente, o si en verdad la fuerza de los deseos inconfesados y truncados de un adolescente es tal que puede producir efectos extraños que ponen en vilo el orden del mundo exterior. Sí, Rosalia es víctima compulsiva de sus pasiones (le roba al chico que le gusta su perra, que está a punto de tener cachorros, y la esconde en un bosque, o escribe "putos" en la playa cuando se siente humillada por él y sus amigos), pero al mismo tiempo parece tener el poder de hacer que el mundo se pliegue a sus deseos o perezca: ¿son reales o imaginarios reportes cada vez más alarmantes de escasez de pescado y de cuerpos destrozados que aparecen en la costa? En fin, ¿hay tiburones o no? No lo sabemos, como tampoco lo sabe ni puede saberlo Rosalia. Y es que esa es precisamente la condición de la adolescencia, en la que la sensación de omnipotencia sólo es comparable a la de impotencia, en la que ninguna certeza está libre de duda y en la que los actos parecen no tener consecuencias.

Al final de la película, Rosalía, como protegida por un manto de invisibilidad, se sube al barco de su enamorado, cuelga de uno de sus lados un gran trozo de carne y pone en marcha el motor, de modo que él debe nadar para que no se le escape. Rosalia observa desde la playa y parece debatirse entre hacer que los tiburones se hagan realidad o no. Puesto que ella los ha imaginado (o los ha visto), ella los puede materializar. En sus manos está el que enamorado sea despedazado, con lo cual se condenaría a hacer de su deseo algo inconfesable para siempre, o que vuelva a la playa, para después confesarle -ya no con un engaño como el del barco-, que se siente atraído por él. Confesar el deseo, asumir las consecuencias del deseo, tal es es justamente el rasgo de quien ha dejado de ser adolescente (y no la iniciación sexual como tal, que es un fiasco en la película). Tal vez por eso Rosalia sea tan inolvidable, porque nos recuerda al adolescente que llevamos dentro y que a cada momento debe decidir qué realidad va a crear: la del deseo franco o la del deseo soterrado.

Por Pablo Román

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