Solo él es capaz de hacer realidad la más terrible de nuestras pesadillas y prolongarla hasta el despunte del alba. Hitchcock nos conoce muy bien. Sabe llevarnos al límite del terror y convertirnos en cómplices de sus más oscuras perversiones: ¿qué sería de nosotros si somos confundidos con alguien más y tenemos que pagar las facturas de los pecados no cometidos? Es la pesadilla en la que se sumerge el publicista neoyorquino Roger Thornhill. Empieza en el prestigioso Hotel Plaza, cuando levanta la mano para pedirle un favor al mesero en el instante mismo en que están preguntando por el señor George Kaplan. Su gesto es malinterpretado y cuando las explicaciones llegan, ya es demasiado tarde: se ha convertido, sin proponérselo, en Kaplan; es decir, en un agente del servicio secreto del gobierno estadounidense buscado por los chicos malos que trabajan para una organización de espionaje.
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Una vez más, equívoco y fatalidad se escriben con la misma letra en la obra hitchcockiana y se convierten en los motores que nos hacen vivir un drama ajeno como si fuera propio. En los zapatos de Thornhill, los espectadores queremos respuestas ante un misterio que se acrecienta a cada paso, convirtiendo a Con la muerte en los talones (cuyo nombre original es más misterioso que obvio) en una película que se desliza entre el suspenso, la aventura y el romance.
El azar, que juega de manera caprichosa con el atormentado publicista, solo se compara con el rigor con el que su director asume una obra perfecta en su técnica y riesgo. Sus esfuerzos se verían bien recompensados y nos regalarían una soberbia secuencia que marcaría un hito en la historia del cine. Aquella que acontece en medio de un campo desolado, cuando Thornhill intenta ponerse a salvo de una avioneta de fumigación que dispara sobre él a discreción. Con esta película, el maestro del suspenso marcaría el camino por el que habrían de transitar tantas sagas cinematográficas de agentes y espías que han inundado las pantallas por décadas y que tanto emocionan al público.
Como ahora, también entonces Con la muerte en los talones fue aclamada por el público. Hitchcock, que un año antes había dirigido Vértigo, enfiló sus esfuerzos con certeza y le pidió al guionista Ernest Lehman que abandonara la idea de una adaptación que ya venían trabajando y le propusiera otra historia; una cuyo final fuera sorpresivo y terminara en el Monte Rushmore, que era uno de sus lugares favoritos. Sus deseos fueron acatados por Lehman, quien dejó para lo último una gran persecución en la que el protagonista tiene que jugarse la vida entre los rostros esculpidos de los presidentes en la montaña.
Por su parte, Hitchcock, que no era amigo de contener sus manías y obsesiones, se encargó de acrecentar sus palabras con una generosa puesta en escena que incluía grandes escenografías y una acertada banda sonora. Lejos de las tibiezas, eleva a su héroe a la mejor categoría de galán y ¿por qué no? hasta lo perfuma con las puras fragancias inglesas del naciente James Bond. En su papel de Thornhill-Kaplan, el actor Cary Grant evade a los espías malos y ejerce su encanto frente a las chicas a las que ayuda con astucia y enamora con galantería. Junto a él, Eva Marie Saint dispara, corre, engaña y se ofrece como víctima a favor de la causa, sin perder jamás la sensualidad y la elegancia que caracterizaron a las divas de sir Alfred.
Aunque algunos no la consideran parte de las películas top del director, esta es, sin duda, una de las más completas. No solo contiene todos los elementos y la cadencia de thriller convencional, sino que además, como cereza del pastel, nos obsequia algo de comedia y romance. En Con la muerte en los talones Hitchcock no solo daría cuenta de su destreza como narrador del suspenso, sino que también afinaría muchas de las herramientas con las que después esculpiría obras como Psicosis y Los pájaros.