El Magazín Cultural

Un canto que huele a guerra

“La sembradora de cuerpos” (Planeta) es la nueva novela de Philip Potdevin. Las Brisas, lugar en el que se narra la historia, es el símbolo de los pueblos que vivieron múltiples tipos de violencia en Colombia.

Andrés Osorio Guillott
14 de marzo de 2019 - 12:00 p. m.
Philip Potdevin ha publicado novelas como “Y adentro, la caldera” y “Metatrón”. / Cortesía Editorial Planeta
Philip Potdevin ha publicado novelas como “Y adentro, la caldera” y “Metatrón”. / Cortesía Editorial Planeta

El canto de las aves se había silenciado en aquel momento en que las lágrimas de los nubarrones caían incesantemente en las copas de los árboles, en las ventanas nostálgicas de las casas y en el asfalto, que se había convertido en un reflejo del gris del cielo. Philip Potdevin llegaba bajo la lluvia, con una sombrilla en la mano y una maleta que colgaba bajo su hombro, resguardando los libros que lo han guiado a lo largo de su vida y que ahora llegan a las manos de sus estudiantes en la Universidad Central de Bogotá.

Con un tinto en la mano y un lenguaje locuaz, Potdevin habló sobre La sembradora de cuerpos, su nueva novela. Las brisas, un pueblo que es el símbolo de lo rural en Colombia, es el escenario en el que Frida, una niña de 12 años, surge de las raíces de una tierra que siembra cuerpos y entierra esperanzas.

Nutriéndose de la tragedia griega, Frida se hace consciente de su destino y asume las vicisitudes de un territorio en el que se siembran los cuerpos violentados como una metáfora del tiempo cíclico, de la guerra que no perece. Ese territorio canta a través de las aves sobre aquellos cuerpos que no fueron respetados en vida y que mucho menos en muerte, pues cada pulgada yace en los aposentos de tierras desconocidas, de tierras que se condensan con las preguntas de los familiares que no saben qué pasó con sus seres queridos.

Una frase que puede destacarse y que lo invita a uno, como lector, a imaginarse al hombre en los linderos del pueblo con su sabiduría popular y también un tanto mística es: “Traer muertos a la orilla es de mala suerte”. ¿Esa afirmación de dónde proviene?

Para escribir la historia hubo una necesidad de meterme muy de lleno en la vida de los personajes. En Frida, en Coronado y en el pueblo en general. Colombia tiene ocho millones de víctimas contabilizadas en el conflicto. Ocho millones que encuadran en 23 categorías de víctimas, de secuestros, abusos, desplazamientos, etc. Y en las víctimas, violencia forzada, violencia sexual. Las poblaciones desplazadas tienen una historia pavorosa, porque son arrancadas de su terruño, de donde nacieron, donde se criaron, donde conocieron todo su modo de vida y que sean arrancadas de ahí de un momento a otro en términos de 24 horas, como eran las amenazas de los paramilitares, es terrible. El tema de traer los muertos a la orilla es de mala suerte representa una paradoja, porque mientras no sea conmigo que siga ocurriendo la violencia, pero yo no me quiero ver involucrado ahí. Si los muertos bajan por el río, déjenlos que continúen, que alguien se ocupará de ellos, que el mar se ocupará de ellos y es pavoroso. Si bien no lo menciona la novela, entre líneas está todo el mito de Antígona. Frida es una especie de Antígona y lo mismo Coronado. A la muerte hay que darle sepultura, al muerto no se le puede dejar expuesto a la carroña de los buitres. Esa fuerza que tienen Coronado y luego Frida de ir por los muertos y traerlos a la orilla y enterrarlos va en contravía del sentido común. Esa frase de los muertos es: “Déjelos pasar, alguien más se ocupará. Si usted los trae acá es un mal agüero, algo nos va a pasar”. Y fíjese que sí, que algo les pasa. Se confirma la profecía.

Pasa lo mismo con las aves... ¿Cómo es ese ejercicio de narrar la violencia desde la naturaleza?

Hay dos partes ahí: la primera, podemos decir que la novela se inscribe dentro de una corriente que últimamente ha cogido mucha fuerza y es la ecocrítica. Es cómo a través de la literatura se puede fijar una posición frente al asalto contra la naturaleza y contra el ambiente. Y se puede hacer literatura diferente a la crónica, al periodismo investigativo, al artículo de denuncia. Yo me identifico mucho con eso y por eso la novela de El palabrero, que es sobre La Guajira, también tiene un río de por medio que quiere ser desviado por la minera, y la comunidad wayúu es la que se enfrenta a la minera para impedir que el río sea desviado. Por eso aquí el río también es un protagonista que sirve, por una parte, de comunicación, de puente, pero también es utilizado por el ser humano para arrojar los despojos de toda la sevicia. Una parte, entonces, es esa: rendirle un homenaje a la naturaleza, que es una de las víctimas del conflicto, no solamente la población como tal. Y, por otra parte, el elemento de las aves es el que le da el aspecto sobrenatural a la novela. A mí me interesaba mucho eso desde el comienzo. La historia de la novela es tan despiadada, tan cruda, que el ser humano necesita un elemento sobrenatural para poder sobrevivir, conllevar y soportar eso. Y encontré que dado que es en una población, en una selva tropical, las aves me producían una posibilidad muy bonita de ponerlas en diálogo con Frida. Ella se inscribe, de cierta manera, con una tradición antiquísima de los místicos del medioevo, de la época antigua, que son aquellas personas que a través de su crecimiento espiritual logran una comunicación con las aves. Esa es una tradición de la poesía, pero también de la filosofía, incluso de las mismas leyendas de los nibelungos. El famoso Sigfrido es el personaje que después de matar al dragón Fafner, cocina el corazón del dragón y una gota de sangre del dragón salpica en la boca de Sigfrido y a partir de ese momento él logra entender el canto de las aves. No es casualidad que Sigfrido derive en Frida, y Fafner, el dragón, es una variación de Farfán. A mí me interesa es cómo en medio de tanta violencia y de tanta sangre e inconsecuencia del ser humano en nuestro conflicto podamos apelar a lo sobrenatural para encontrar una dimensión diferente a la guerra. Más que hacer algo escatológico en la narración, que es lo que no quise hacer, porque si bien se cuentan las masacres no hay una descripción detallada. Lo más horrible ocurre fuera de escena, como en la tragedia griega; allí nunca hay asesinatos en escena, siempre ocurren por fuera y yo en la novela quise hacer algo parecido en ese sentido, para no regodearme en la descripción de la violencia gratuita, porque ese no es mi interés.

 

Por Andrés Osorio Guillott

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