A 30 años de la firma del acuerdo de paz con el M-19

Justo hace tres décadas, el gobierno de Virgilio Barco firmó un histórico acuerdo con el M-19, en cabeza de su comandante, Carlos Pizarro. El politólogo Darío Villamizar, considerado uno de los biógrafos de la guerrilla, así como Diego Arias, excombatiente, rememoran una transición histórica a favor de la paz.

Redacción Política - politicaelespectador@gmail.com
09 de marzo de 2020 - 03:00 p. m.
El hito que supuso la firma del acuerdo para dar fin al conflicto y propender por la reconciliación, dio paso a hechos del calibre de la Constitución de 1991. /Fotos: Archivo El Espectador
El hito que supuso la firma del acuerdo para dar fin al conflicto y propender por la reconciliación, dio paso a hechos del calibre de la Constitución de 1991. /Fotos: Archivo El Espectador

M-19: pioneros en la paz

Por: Darío Villamizar *

“¡Oficiales de Bolívar, rompan filas!”, fue la última orden de Carlos Pizarro Leongómez en el campamento de Santo Domingo, una vereda del municipio de Toribío ubicada al norte del Cauca. Eran las 4:45 de la tarde del jueves 8 de marzo de 1990 y en ese momento cientos de guerrilleros del M-19 habían dejado voluntariamente sus armas en presencia de periodistas nacionales y extranjeros.

Con ellos, en calidad de testigos y veedores, se encontraban varios militares en retiro, que fueron delegados por la Internacional Socialista, así como representantes de los gobiernos de Ecuador, Perú y Bolivia. La ocasión lo ameritaba: por primera vez en América Latina se cumplía un proceso de negociaciones para alcanzar la desmovilización de un movimiento político-guerrillero e iniciar la reincorporación de sus miembros a la vida civil. 

Al día siguiente —viernes 9 de marzo— se llevó a cabo el acto oficial en Caloto, hasta donde se trasladaron integrantes de las comunidades vecinas, personalidades, periodistas, exguerrilleros y funcionarios del Gobierno Nacional y de gobiernos locales.

En horas de la tarde, en el Palacio de Nariño, se firmó el denominado acuerdo político entre el Ejecutivo, los partidos, el M-19 y la Iglesia católica, en calidad de tutora moral y espiritual del proceso. Los protagonistas fueron el presidente Virgilio Barco y el mismo Carlos Pizarro, quien lucía su característico sombrero blanco como símbolo de paz: “Precisamente no es este el traje de protocolo, no somos nosotros expertos en el arte del protocolo, pero sabemos que aquí hemos sido recibidos con calidez y respeto. Pienso que todos hemos llegado con satisfacción al final de un proceso intenso que ha tenido dificultades, pero donde se ha puesto a prueba la capacidad de unidad de los colombianos”, fueron sus palabras al firmar el acuerdo.

Llegar a este punto no fue fácil. Requirió más de un año de trabajo directo entre las partes, en medio de la incomprensión histórica desde las élites, de zancadillas que significaron hechos tan graves como el asesinato de Afranio Parra, dirigente del M-19, y de maniobras en el Congreso de la República que dieron al traste con una reforma constitucional, que se tramitaba desde junio de 1988, y con el pacto político por la paz y la democracia, firmado el 2 de noviembre de 1989.

Dos días después de la firma del acuerdo en el Palacio de Nariño, se celebraron elecciones en todo el país para alcaldes, concejales, diputados, senadores y representantes a la Cámara; se votó también una consulta interna del Partido Liberal y se depositó, además, una séptima papeleta para aprobar o rechazar la convocatoria a una Asamblea Constituyente. En esta ocasión, Carlos Pizarro participó como candidato a la Alcaldía de Bogotá y obtuvo cerca de 70.000 votos. El M-19 comenzaba, así, su tránsito de guerrilla a partido político; los resultados alcanzados en las elecciones presidenciales de mayo siguiente y la alta votación obtenida el 9 de diciembre para escoger a los integrantes de la Asamblea Nacional Constituyente confirmarían que el paso a la paz había sido una decisión acertada.

El texto del acuerdo firmado entre el M-19 y el Gobierno recogió aspectos fundamentales para aportarle a la reconciliación nacional: administración de justicia, narcotráfico, reforma electoral, inversiones públicas en zonas de conflicto y, por supuesto, paz, orden público y normalización de la vida ciudadana. Algunos de ellos, como establecer una Circunscripción Nacional Especial para la Paz, conformar una comisión para la reforma a la justicia o integrar una comisión no gubernamental para investigar las dimensiones de la producción y el consumo de estupefacientes, nunca se cumplieron.

La búsqueda infatigable de la paz, que en 1980 había iniciado el comandante Jaime Báteman, fundador y dirigente histórico del M-19, tendría, semanas después de la firma del acuerdo, una primera prueba de fuego, la más dura de todas: el asesinato de Carlos Pizarro Leongómez cuando adelantaba su candidatura a las elecciones presidenciales de mayo de 1990. Sin embargo, la decisión tomada en la X Conferencia —en octubre de 1989— era irreversible. El pueblo colombiano despidió a Pizarro y eso refrendó el mandato de paz.

*Politólogo e investigador. Autor del libro “Aquel 19 será”.

Ni vencer ni morir: ¡Mejor la paz pactada!

Diego Arias *

La vergüenza mía no pudo ser mayor. Estábamos en una formación militar previa a realizar una gran operación contra una base estratégica del ejército salvadoreño, ubicada en el oriental departamento de Usulután, en la que además estaban alojados asesores norteamericanos. Se trataba de una acción compleja y de alto riesgo asignada a lo que dábamos en llamar “Agrupación de Fuerzas Especiales” de las cuales yo era uno de sus miembros. Estaba particularmente orgulloso, no solo de hacer parte de esa fuerza élite, sino de ser el único extranjero en este frente de guerra.

Ya poco antes de romper filas y habiéndose dado las instrucciones precisas para el ataque nocturno, el comandante de la guerrilla del Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN), en la zona suroriental de El Salvador, tomó la palabra y en referencia a la gran ofensiva final que estaba en preparación anotó, dirigiéndose a toda la tropa: “Nosotros vamos es por el poder. Aquí la consigna es vencer o morir, y no vamos a hacer como esos compañeritos de Samuel (ese era mi nombre de combate) del M-19 allá en Colombia, que parece que se cansaron de la guerra y ahora dizque van a firmar la paz”.

Yo había ingresado dos años atrás a El Salvador. Llegaba de haber librado otras guerras en Colombia (al lado de Carlos Pizarro en las montañas del Cauca), en África (al lado del ejército libio) y en Nicaragua (como parte de las Tropas Especiales que combatían a la contrarrevolución). Para un revolucionario como yo, el ideal de luchar por un mundo mejor, en cualquier lugar que se requiriera (como predicaba Ernesto Che Guevara), era un imperativo, así que estaba cierto de estarlo honrando ¡y de qué manera!

Pero además, la larga travesía por varias guerras tenía un fin último: traer esa experiencia a Colombia para algún día lograr tomarnos el poder.

Al Salvador llegaban por supuesto las noticias de que el M-19 y el gobierno del entonces presidente Virgilio Barco estaban en conversaciones de paz, pero poco sabía yo del contexto en que estaban teniendo lugar y de cuál era la apuesta realmente estratégica de mi organización en esa búsqueda. Había conocido de primera mano el intento fallido de una paz negociada cuando se firmaron los acuerdos de Corinto en tiempos de Belisario Betancourt, que derivaron en el intento de asalto del Ejército al campamento del M-19 en la llamada Batalla de Yarumales y condujeron, final y dolorosamente, a los trágicos hechos de la toma del Palacio de Justicia en 1985.

Que yo recuerde, antes de iniciar mi periplo internacional, la idea era continuar la guerra. De un hecho crucial para la paz futura, como lo fue el secuestro de Álvaro Gómez Hurtado, ni siquiera pude darme cuenta. Así que cuando escuchaba a través de un pequeño radio las noticias sobre el proceso de paz en Colombia, no sabía qué pensar.

Igual asumí mis responsabilidades en la construcción y la ejecución de la ofensiva final en El Salvador. Fue una gesta militar sin antecedentes. Nos tomamos las cinco ciudades capitales de departamento y buena parte de la zona más importante de San Salvador (la Colonia Escalón), pero al final no hubo la victoria planeada ni prometida. Con todo, ese hecho abrió las puertas a una negociación de paz que se selló posteriormente con el Acuerdo de Paz de Chapultepec (1982).

Salí de El Salvador en el inicio de las negociaciones de paz entre el gobierno y el FMLN, con el apoyo de la ONU. En ciernes de acabarse esa guerra y ya terminándose la del M-19, no había para mí otra qué librar, así que me fui a recuperar una preciosa historia de amor que había dejado suspendida en Nicaragua con una oficial del ejército sandinista.

Luego de terminada la ofensiva final, y hecho el anuncio internamente entre las filas del FMLN sobre el inicio de negociaciones de paz, me crucé varias veces con el comandante guerrillero responsable de haberme expuesto a la vergüenza. Evadía sistemáticamente encontrarse conmigo y nunca quiso hablar de nuevo sobre el tema. En su mirada confundida entendía yo que apenas si podía digerir que entre la consiga radical de “vencer o morir” siempre habrá otra opción que no es derrota sino, incluso, grandeza: ¡La de la paz pactada, que es la mejor de las paces posibles!

*Promotor de Paz y Reconciliación en Valle del Cauca. Autor del libro “Memorias de abril”, sobre su experiencia como combatiente del M-19.

Por Redacción Política - politicaelespectador@gmail.com

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