Álvaro Gómez Hurtado: el hombre de lo fundamental

Hace cien años nació el líder conservador y fundador del Movimiento de Salvación Nacional. Aspiró tres veces a la Presidencia y su tesis de la necesidad de un “gran acuerdo sobre lo fundamental” sigue vigente hoy más que nunca.

Redacción Politíca
08 de mayo de 2019 - 11:12 p. m.
Álvaro Gómez Hurtado: 8 de mayo de 1919-2 de noviembre de 1995 / Archivo El Espectador
Álvaro Gómez Hurtado: 8 de mayo de 1919-2 de noviembre de 1995 / Archivo El Espectador

Una pregunta suelta, entre colombianos menores de 35 años ajenos al acontecer nacional, sobre quién fue Álvaro Gómez Hurtado, ofrece una respuesta general: “Un político conservador que fue varias veces candidato a la Presidencia de la República y que murió asesinado”. Pero las nuevas generaciones deben saber que fue mucho más que un simple aspirante a la Casa de Nariño. Sin duda alguna, fue uno de los protagonistas del siglo XX en Colombia y sus debates dejaron testimonio de un hombre que fue visionario de grandes luchas y desafíos del presente.

Nacido el 8 de mayo de 1919 en Bogotá, desde su infancia no pudo ser indiferente a la controversia. En ese momento su padre, Laureano Gómez Castro, ya oficiaba como un aguerrido congresista conservador en tiempos en los que ese partido hegemonizaba el poder. Luego se hizo diplomático y por eso Álvaro Gómez y sus hermanos alternaron sus años de colegio entre Argentina, Francia, Bélgica y Alemania, con algunos recesos en el país. Cuando ingresó a la Javeriana a estudiar Derecho, su visión de la cultura universal lo distinguía como un educador en ciernes.

Su otra escuela de formación fue el periodismo. Laureano Gómez fundó el diario El Siglo en 1936 para fortalecer su oposición al gobierno liberal de Alfonso López Pumarejo, y allí trazó sus primeras líneas de pensamiento. En 1942, ya oficiaba como director del periódico, misión que interrumpió a finales de esa década, cuando su padre dio el salto definitivo a la Casa de Nariño. Su distancia fue la diplomacia y mientras este era protagonista de tensos momentos de dura confrontación partidista, con ecos de violencia rural en varios departamentos, él representó al país en Suiza e Italia.

El 13 de junio de 1953, con el apoyo de un sector del conservatismo y algunos liberales, el general Gustavo Rojas Pinilla depuso el gobierno de Laureano Gómez. Un mes antes, en un accidente de aviación, había muerto su hijo Rafael. Por eso, Álvaro Gómez estaba en Colombia y además de la tragedia familiar tuvo que acompañar a su padre en su marcha al exilio. El primer destino elegido fue Nueva York y después España. Fueron años difíciles, pero también de estudio. En ellos nació su obra La revolución en América, alertando sobre la proliferación de ideas en contra del sistema democrático.

Con el paso del tiempo, cuando el gobierno de Rojas Pinilla derivó en dictadura, se eternizó el Estado de sitio y se cerraron los periódicos, liberales y conservadores avizoraron la necesidad de unirse y Álvaro Gómez fue testigo de los acuerdos históricos. En Benidorm y Sitges, territorio español, Alberto Lleras Camargo y Laureano Gómez sentaron las bases de la resistencia contra Rojas, y al lado de su padre, Álvaro Gómez vivió los acontecimientos que llevaron al 10 de mayo de 1957 con la caída de Rojas y después al plebiscito que patentó el Frente Nacional.

Cuando la familia Gómez regresó a Colombia y Alberto Lleras comenzó a gobernar, América Latina dio un vuelco político. En enero de 1959 triunfó la Revolución Cubana, y Estados Unidos entendió la amenaza continental. Entonces lanzó su programa ‘Alianza para el Progreso’, enfocado a neutralizar el avance del comunismo por vías pacíficas. Uno de esos retos fue el tema agrario y Álvaro Gómez intentó trazar objetivos comunes con el gobierno. Pero el debate político pudo más que la unidad y el asunto terminó en confrontación armada y alianza militar con Washington.

Fue el momento en que Álvaro Gómez acuñó un apelativo que pasó a la historia: “las repúblicas independientes”. Desde su condición de congresista, así denominó aquellas zonas donde proliferaban grupos armados de inspiración comunista. El Pato, Marquetalia, Río Chiquito, Guayabero o Sumapaz, zonas donde la falta de Estado o los dilemas de la tierra permitieron la formación de núcleos guerrilleros. Cuando llegó el gobierno conservador de Guillermo León Valencia, la suerte estaba echada. Llegó la ofensiva militar y luego las Farc, el Eln o el Epl.

Nunca fue ministro de Estado y, en cambio, hasta el final del Frente Nacional se mantuvo entre el Congreso y su tribuna en las páginas de El Siglo, apoyando directrices democráticas sin renunciar a su talante conservador heredado de sus mayores o criticando el agrarismo que consideraba errado por fomentar la lucha social. Ya para entonces era un líder nacional y su corriente de pensamiento trataba de encauzar a su colectividad hacia un frente común para superar la división trazada por quienes también fueron opositores históricos de su padre.

Desde entonces se habló de “alvarismo” y de “ospino-pastranismo”, para significar dos líneas conservadoras en discrepancia, que en parte fueron la causa de que en 1970 vieran amenazada la continuidad de la política del Frente Nacional por la candidatura de Gustavo Rojas Pinilla y la Anapo. Al final de ese cuatrienio, marcado por las denuncias de fraude, la expansión del secuestro, el crecimiento de la inflación y la amenaza subversiva, Álvaro Gómez Hurtado logró la unidad de su partido para ser el candidato oficial del conservatismo a la Presidencia de Colombia.

Fue su primera candidatura fallida. Como él, enfrentó a dos delfines políticos. El liberal Alfonso López Michelsen, al final ganador en los comicios de 1974, y María Eugenia Rojas, la hija del general. Más que debate político y económico, prevaleció la consigna de cerrarle el paso al hijo de Laureano Gómez. “Hijo de Laureano sale pintado”, se leía en grafitis que fueron minando a un candidato que hablaba de planeación económica como la base del desarrollo, y finalmente salió derrotado, pero no proscrito, porque su liderazgo natural siempre lo hizo vigente en Colombia.

Volvió a la oposición, al periodismo, a seguir fortaleciendo su conocimiento en la lectura o su sensibilidad por las artes plásticas, siempre acompañado de su círculo de incondicionales “alvaristas”, como Felio Andrade, Alberto Dangond, Alfredo Araújo, Hugo Escobar o Rodrigo Marín, entre otros. En medio de los apremios de la violencia, ya con los carteles de la droga manifiestos, lo suyo fue una crítica incesante pero constructiva, incluso a su colectividad, que durante esos tiempos le dio su aval a un laureanista de otras épocas: el dirigente antioqueño Belisario Betancur.

Con él perdió la nominación del conservatismo, pero apoyó su cruzada por la paz. No fue un camino fácil, sobre todo porque en la búsqueda de concordia con la insurgencia, la administración Betancur terminó en una encrucijada creada por el narcotráfico y el paramilitarismo. Cuando sobrevino el holocausto del Palacio de Justicia y los sueños de paz se hicieron pavesas en el incendio que lo arrasó, la suerte del conservatismo estaba echada. Sin embargo, en el ocaso del gobierno Betancur se abrió paso una de las ideas que más tuvo su apoyo: la elección popular de alcaldes.

En 1986, Álvaro Gómez Hurtado volvió a ser el candidato oficial del conservatismo. Sus opositores lo estigmatizaron de nuevo y más allá de sus ideas de reforma, ecologismo o expansión de la democracia, prevaleció la especie de que con él regresaba la violencia sectaria de los años 40 y 50. Lo derrotó Virgilio Barco por amplio margen. Entonces, como siempre, retornó al periodismo, no sólo desde las páginas de El Siglo, sino también como orientador sin cargo en los lineamientos del noticiero de televisión 24 Horas, donde surgió una generación de periodistas críticos.

En medio de la violencia narcoterrorista de Pablo Escobar y sus secuaces, o la avanzada de guerrilleros y paramilitares atraídos por el botín del poder local, no demoró en ser víctima de ese ciclón de anarquía. En mayo de 1988 fue secuestrado por el M-19, que condicionó su libertad a la iniciación de diálogos de paz. Dos meses después fue liberado y él mismo comenzó a promover la necesidad de un cambio estructural en Colombia bajo la perspectiva de lo que denominó “un acuerdo sobre lo fundamental”. Una fórmula para superar la horrible noche que ya vivía el país por cuenta de los violentos.

En 1990, después de una azarosa campaña electoral que vio caer asesinados a tres candidatos –Luis Carlos Galán, Bernardo Jaramillo y Carlos Pizarro–, aspiró por última vez a la Presidencia de Colombia. La abstención fue muy alta. El prestigio de las colectividades políticas estaba de capa caída, pero Gómez Hurtado, con un discurso renovador, incluso distante de las directrices de su partido que se hacía llamar social conservatismo, le puso tono al debate. No ganó, pero su Movimiento de Salvación Nacional obtuvo el segundo lugar, con más voto de opinión que sufragio amarrado.

Cuando asumió César Gaviria, estaba claro que en el horizonte asomaba una Asamblea Nacional Constituyente. En pocos meses cobró forma y Gómez fue protagonista. Con una lista memorable en la que lo acompañaron históricos dirigentes, obtuvo mayorías suficientes como para volverse copresidente. Junto a Horacio Serpa del liberalismo y Antonio Navarro de la Alianza M-19, se logró sacar adelante la estructura de Estado que no se había podido construir desde la miniconstituyente de López o el acto legislativo de 1989, que se frustró por agregarle un referendo por la extradición.

La Constitución de 1991, especialmente en algunos aspectos de justicia, tuvo el sello personal del dirigente conservador. En otros planos democráticos, como la elección popular de gobernadores, su voz fue determinante. Cuando se creía que la alianza mayoritaria tenía los votos suficientes para darle continuidad a la Asamblea a través de un Congreso que le diera ese soporte, como lo escribió el delegatario Carlos Lleras de la Fuente, aliado de Gómez en la Constituyente, los asambleístas del M-19 y el liberalismo cometieron el error de inhabilitarse para ser los desarrolladores de la Carta.

Así las cosas, cuando volvieron las elecciones legislativas, regresaron también los caciques de siempre y la extensión de la Constitución de 1991 en buena parte quedó en veremos. Aún se lee en muchos de sus artículos “la ley reglamentará la materia”, y el país sigue esperando que los legisladores lo hagan. Para Gómez Hurtado, esta transición fue el comienzo de su retiro político. En adelante, se concentró en el periodismo, del cual salió algunas veces para apoyar copartidarios, como lo hizo en defensa del proyecto liderado por Andrés Pastrana Arango.

Sin embargo, en 1994, el hijo de Misael Pastrana perdió las elecciones con Ernesto Samper, aunque en él se encarnó el principio del poder de la derrota. Al oficiar como denunciante de los “narcocasetes” que probaron la filtración de la campaña ganadora por dineros del narcotráfico, Andrés Pastrana se ganó el derecho a permanecer en la primera línea de la lucha por el poder político. Entretanto, Gómez Hurtado se atrincheró en las páginas de El Siglo para advertir una y otra vez que Samper vivía una encrucijada: no se podía caer, pero tampoco podía quedarse

Con el correr de los días, la palabra de Gómez Hurtado se tornó implacable. Con la apertura del proceso 8.000, el ambiente político se hizo insostenible. Cada día iban apareciendo nuevas pruebas contra la campaña Samper Presidente, arrastrando de paso a la cárcel a algunos de sus baluartes. Había rumores de golpe de Estado, la violencia estaba exacerbada. Lo demás es historia conocida y hace 20 años golpea la consciencia de Colombia. El líder conservador fue asesinado después de cumplir con su última misión: una clase de cultura e historia en la Universidad Sergio Arboleda.

Por Redacción Politíca

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