Análisis: coletazos de una paz incompleta

En este texto, una integrante del equipo negociador del gobierno Santos con el Eln hace un recorrido histórico en busca de reponder por qué ha resultado imposible avanzar en un proceso de paz con el Eln a pesar de tantos intentos.

María Alejandra Villamizar / especial para El Espectador
19 de enero de 2019 - 03:21 a. m.
En la marcha contra el terrorismo el pasado domingo hubo voces también en defensa de la negociación de paz, a pesar de que con el Eln, a juzgar por tantos intentos fallidos, al parecer no se puede. / Juan Barreto / AFP
En la marcha contra el terrorismo el pasado domingo hubo voces también en defensa de la negociación de paz, a pesar de que con el Eln, a juzgar por tantos intentos fallidos, al parecer no se puede. / Juan Barreto / AFP

La bomba en la Escuela General Santander de nuevo nos restriega en la cara el fracaso que somos como Nación. Un fracaso que década por década administramos con cuenta gotas sin salir de él, sin resolverlo, sin hacer lo necesario para dejarlo atrás. No somos victimas del fracaso, somos el fracaso.

Las familias de los jóvenes masacrados no pueden verlo hoy de otra manera. A las 9.23 am del jueves 18 de enero del 2019, cambió el rumbo de su destino. Sus vidas no volverán a ser las mismas, no habrá nada más que perder. Los asesinos se les llevaron todo. Para los padres que perdieron a sus hijos no hay vendas en los ojos, ni políticas que los consuelen. La patria, esa que sus hijos estudiaban para honrar y defender, les ha fallado.

El Eln existe. No ha dejado de hacerlo y por el contrario ha crecido y mantiene vigentes sus eternos argumentos de la lucha armada y de su naturaleza de grupo rebelde contra el Estado. Solo hay que leer la entrevista que se conoció en diciembre de 2018, hace apenas un mes, en la que ese hombre, ya viejo dirigente del Eln, que se apoda en la guerra Antonio García reiteraba con vehemencia: “somos una organización rebelde en armas”.

El Eln existe y lo saben bien las Fuerzas Armadas, lo saben bien los gobiernos y sobre todo lo saben muy bien los colombianos que viven en las zonas donde se imponen los elenos. Lo saben los secuestrados que ocultan y sus familias solitarias que no se atreven a denunciarlos públicamente porque esperan conseguir la plata que les piden para evitar que los maten.

Lo saben quienes se han involucrado en los intentos de negociaciones con el Comando Central y sus delegados en las mesas de conversaciones y lo saben cientos de sus militantes, que continúan cumpliendo tareas de base que se les vuelven modos de vida. Con esta bomba se ha encargado el Eln de que lo sepamos todos. De que no se nos olvide.

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¿Por qué no se ha logrado avanzar en un proceso de paz con el Eln? ¿Por qué la Fuerza del Estado no ha sido lo suficientemente disuasiva para concretar su desaparición como guerrilla? ¿Qué les falta a las estrategias de negociación con el Eln que no logran encontrar el camino para la solución política con estos guerrilleros místicos y mañosos que hablan pasito pero son duros como el roble? ¿Por qué gobierno tras gobierno el Eln no es la prioridad de la paz?

Sin irnos a los esfuerzos de conversaciones a finales de los 80’s y comienzos de los 90’s, o sea a finales del siglo pasado, cuando se habló de paz en Caracas y Tlaxcala, en época de existencia de la Coordinadora Guerrillera, el Eln ha estado en contacto o sentado en mesas de diálogo formales e informales en todos los gobiernos desde hace 20 años.

El espejismo de Maguncia

En 1996, en el gobierno de  Ernesto Samper --que sobrevivía con oxígeno--, cuando el Estado libraba la peor de las batallas con una confrontación armada que tocaba los índices más altos de crudeza y barbarie, el Eln mantenía dos enlaces permanentes interesados en sumarse a lo que fue el auge del Derecho Internacional Humanitario.

Yo misma me estrené en los asuntos de la paz desde el Estado, como asesora de una descabezada oficina del Comisionado, que por cierto dejó Carlos Holmes Trujillo, hoy canciller, en esos ires y venires de intentos por acercar posturas para en lo que en su momento se llamó “humanizar el conflicto”.  

El Eln tenía interlocutores en la sociedad civil, de los que surgió la malograda reunión en Maguncia, Alemania, un acuerdo que solo tuvo “puertas” abiertas en su título: “Acuerdo de puertas del Cielo”, pero que nunca las vio abiertas para su implementación y cumplimiento. Eran otros tiempos, era imposible para el Estado cumplir un acuerdo del que no hacía parte. Pero lo que vale aquí subrayar es que el Eln parecía el comodín que tenía el gobierno para sostener una política de paz “estable y duradera” que no tenía interlocutor en las Farc.

Eran los tiempos en los que los hombres de Manuel Marulanda, lejos de cualquier contacto con el gobierno, se tomaban poblaciones, secuestraban soldados y pedían despejes de municipios en su afán de ser “Estado” en los territorios que dominaban.

Con el Eln negándose siempre a dejar el secuestro, se tenía una intención pero, por su propia reticencia, no se avanzaba en agendas, ni diálogos, y menos acuerdos. Sin embargo, el camino se allanaba. Desde el gobierno y las comisiones de la sociedad civil algunos creían en la posibilidad de que el Eln fuera “construyendo la voluntad de paz” que no tenían, pero que quizá adquirirían al empaparse de la oportunidad de dar un paso. No fue así.

“Con el Eln no se puede” fue la frase oficial con la que llegó el siguiente gobierno.

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A la sombra del Caguán

Llegó Pastrana. 1998. Con el protagonismo de la Zona de Distensión y todo lo que conllevó ese intento de negociación desequilibrada, disonante y a destiempo, las Farc hicieron suyo el momento. Pero mientras el ruido delirante del Caguán captaba toda la atención, El Eln también tenía su proceso. 

Las dos mesas se atendían por parte del gobierno en paralelo. La del Eln, como la de las Farc, se mantenía con esfuerzos, sí, pero con muchas improvisaciones que pasaron factura.

Pastrana le jalaba a moverse con el Eln porque no perdía nada, pero sobre  todo, tenía una ingenua esperanza de  que Fidel Castro, que se ocupaba del proceso con mucha frecuencia, pudiera ayudar con su vieja revolución a organizar las piezas definitivas para que el Eln  aceptara pensar, al menos,  que la lucha armada tenía sus días contados.

Por el contrario, el Eln se sentía con secuestros terribles como el del avión de Avianca de Bucaramanga, la Iglesia la María y el kilómetro 18 en el Valle, que limitaban el avance de cualquier agenda. 

El Eln estuvo sentado con el gobierno de Pastrana casi los cuatro años. Es más, persistió a pesar de la ruptura con las Farc  en febrero de 2002, hasta mayo de ese mismo año cuando Pastrana lo suspendió, para entregárselo en estado vegetativo al ya elegido presidente Álvaro Uribe.

Es verdad que de nuevo era notoria por parte del Eln la misma tozudez a la hora de hablar de los asuntos esenciales para una agenda, y también es verdad que el gobierno, en buena parte al verse saboteado por los paramilitares que impidieron una zona de encuentro para los diálogos, sacó provecho del bajo perfil, en su ya escasa popularidad y margen político para cualquier acuerdo.

Me atrevo a afirmar, por lo tanto, que  ninguna de las partes creía en el proceso, pero lo mantenían por la inercia de tramitar los secuestros e intentar producir “Hechos de Paz”.  Su inexistencia, sin embargo,  en vez de sumar optimismo,  acumulaba incredulidad y desgaste de la llamada “salida política”.

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También en ese periodo cubrí el proceso para medios y luego fui asesora de la Presidencia, y estuve en La Habana, el Sur de Bolívar,  la cárcel de Itagüí. Y al final, presencié el momento en que la conclusión se repitió con comodidad: con el Eln no se puede.

En tiempos de seguridad democrática

Con Álvaro Uribe el Eln estuvo sentado dos años de los ocho que estuvo en el poder y llegó hasta la firma de un “Acuerdo Base” en el 2007.

Luis Carlos Restrepo, el hoy prófugo excomisionado de paz, hizo sus esfuerzos para mantener el diálogo con el Eln vivo aun en medio del protagonismo del Acuerdo de Ralito con el que desmovilizaron a las  autodefensas y grupos de narcotraficantes. 

El Eln  mantuvo interlocución con el gobierno, que seguía pendiente día y noche de las Farc pero que conversaba también en Cuba y Venezuela para llevar al Eln  a un proceso de negociación.

Ese acuerdo base significó avances valiosos para el debate interno del Eln, que es otro viacrucis que acompañaría esta línea de tiempo.

Allá adentro, en el mundo “eleno”, seguramente habrán vivido varios debates que el país no conoce y que, de saberse, llenarían los vacíos que los colombianos no podemos entender. Apenas nos enteramos por su barbarie.

Uribe,  pues, se fue con las cabezas de varios jefes de las Farc  bajo su brazo, y varios paramilitares confesos en cárceles americanas pero sin logros significativos con el Eln. Una vez más fueron bultos de documentos que fueron a parar a los anaqueles, sin tejer nada para el futuro. 

La Habana, un encarte

Luego vino Santos. Y lograr un acuerdo con las Farc, ese objeto de deseo lejano y esquivo para los anteriores presidentes, avizoraba la gloria para él.

Ante esa inminencia, el expresidente, senador, líder popular y mentor frustrado Álvaro Uribe decidió salir al ruedo y personificar el antagonista perfecto para convertirse en una especie de héroe moral que convirtió la paz en demonio. Provocaron los dos, Santos y Uribe, la división más agobiante que ha vivido Colombia desde los tiempos del bipartidismo ciego y bárbaro de la mitad siglo pasado. 

El proceso de La Habana se llevó todas las miradas, mientras el Eln  codeaba con sus secuestros y sus atentados al gobierno para recordarle su existencia.

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La estrategia central de la negociación del gobierno, planeada con detalle, meticulosidad, rigurosidad de relojero alemán, incluía no enredarse con el Eln, no mezclar los procesos, las agendas, no entrar en ese terreno fangoso que deja los pies inmóviles, y gastarse todos los cartuchos con los hombres de Marquetalia, no con los de Simacota. 

Asegura el guerrillero García que nunca se han negado a conversar, y hasta cierto es. El Eln, pese a los pataleos, no le dice que no a una mesa de diálogos, aunque según dice en esa entrevista reciente, “no aceptan que les pongan condiciones”.

Con las Farc  en primer plano y primera plana, se montó, detrás del telón, el segundo escenario para los elenos. Ahora Venezuela ya había ganado terreno en esa ecuacion y oficiaba de anfitrión.

Santos empezó, con el Eln, con terreno abonado. Dejó a una parte del equipo que ya venía desde Uribe y que él conoció como ministro,  con las instrucciones de avanzar lo justo para que La Habana no tuviera interferencia. Santos, pese a sus deseos digo yo, también gobernó ocho años, cinco duraron las conversaciones con las Farc y cinco con el Eln. Pero con grandes diferencias.

Durante los duros tiempos en los que arreció la guerra, las Farc  recalcularon su destino y decidieron entrar en serio en la transición hacia la política. Dejaron el secuestro y accedieron a acordar una agenda y una hoja de ruta para la dejación de las armas.  El Eln no.

Después de casi tres años, muy irregulares y sin presión mediática, casi en secreto acordaron una agenda. Comparada con la de las Farc, una agenda complejísima, como lo es esa guerrilla, en la que le era fácil al Estado enredarse para descifrarla y concretarla y más aun presentarla al público.

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El proceso con el Eln, ante la dimensión y apuesta que significaba La Habana, era un encarte. 

De esto fui testigo y casi que parte. Trabajando una vez más en los asuntos de la paz de ese gobierno y luego dentro del mismo proceso con el Eln, constaté que con ellos se trataba más de administrar el enredo, que de  ejecutar acciones para desenredar.

De nuevo “con el Eln no se puede”. Pero a diferencia de las ocasiones anteriores, existía el hecho contundente que con las Farc sí se pudo. Y se pudo firmar no una sino dos veces; con el Sí derrotado en el plebiscito, con ocho años de debate atroz entre los políticos. Y entonces, ya no se podía sólo administrar el encarte, sino lograr sacarlo adelante.

Pero el Eln ya había acumulado mucho más de su retórica, de sus reclamos, de sus divisiones, de su impotencia y sobre todo de su hipocresía: en sus planes no está dejar las armas y no se iba a graduar de “segundo” en ponerle fin a uso de las armas.

El espejo de las Farc

El acuerdo con las Farc les funcionó como un espejo inverso que distorsionaba sus intereses, su naturaleza, su autonomía, sus “conquistas”, pero que sería irremediablemente la vara para medirle sus propósitos y sus acciones. Solos en el escenario de la confrontación, y con el narcotráfico boyante, con Venezuela dispuesta a secundar sus delirios, el Eln se sintió como el toro de lidia cansado de que lo toreen banderilleros.  Y salió a matar.

Según los datos oficiales de las Fuerzas Armadas, el Eln tenía 1.400 hombres en el 2016; hoy se calcula que son 4.000. Pero el número va y viene. Lo más complejo es que pareciera que el Eln no es un fin, sino un medio.

El Eln ya lo tenía claro. Antonio García le dice el pasado diciembre a Duque con claridad que no habrá proceso: “El actual gobierno no está en condiciones de negociar” (sic) “Quizá no sea el tiempo de negociar, quizá no haya llegado aun el gobierno que quiera y pueda”.

No había mesa de diálogos que resistiera una bomba como la de la Escuela General Santander. Y tampoco hay forma de sostener una política de conversaciones por un presidente que, así quisiera, no podría escoger ese camino.

El camino del presidente Duque está marcado por ese atentado porque le dio la respuesta a la pregunta que hasta el jueves no tenía respuesta:¿Para dónde va este gobierno?  Y la respuesta es: A la guerra contra el Eln. Así de simple: volver a lo conocido, a un gobierno como los que lo han antecedido, a gobernar poniéndole la cara a los coletazos de una paz incompleta que por desgracia, y por el Eln, significaron 20 jóvenes muertos.

Por María Alejandra Villamizar / especial para El Espectador

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