Buenaventura: el paro que se volvió tsunami

Aunque los pobladores dudan de si el Gobierno Nacional cumplirá los acuerdos, se fortaleció el poder de una organización dispuesta a volver a las calles si es necesario.

ALFREDO MOLANO BRAVO
11 de junio de 2017 - 02:00 a. m.
La dimensión de la protesta cívica en Buenaventura: el Comité Ejecutivo convocó a las 98 organizaciones comprometidas y llegaron 114, que después fueron 120. / AFP
La dimensión de la protesta cívica en Buenaventura: el Comité Ejecutivo convocó a las 98 organizaciones comprometidas y llegaron 114, que después fueron 120. / AFP

Buenaventura ha sido siempre un gran proyecto incumplido y al mismo tiempo una realidad apremiante. Una bahía abrigada de aguas profundas, pero también un laberinto submarino lleno de escollos. Desde hace tres décadas la ciudad, que hoy tiene medio millón de habitantes, pide a gritos agua. El 8 de marzo de 2014 llegó el presidente Santos en helicóptero a inaugurar el puerto de Agua Dulce. El contraste de agua dulce para los inversionistas extranjeros y agua salada para la gente del pueblo, que esperaba en las calles al mandatario, fue la chispa que incendió la pradera. Buenaventura tiene siete ríos de agua pura y es una de las zonas del país donde más agua cae.

La ola viene de lejos. Hace diez años, cuando se rumoraba que los paramilitares despresaban a sus enemigos en “casas de pique”, monseñor Epalza hizo del rumor una voz que se oyó lejos, Antonio José Caballero escribió un reportaje que sustentó la monstruosidad y Medicina Legal comprobó la existencia de los hechos y de los desaparecidos escondidos en cementerios marinos. El Gobierno desmentía los hechos.

Desde 2010, para poner una fecha, la ola tomó rumbo. Miles de páginas fueron recibidas en la Procuraduría, la Fiscalía, la Contraloría, la Defensoría, reclamando derechos simples: agua, educación, salud, trabajo. Papel tirado al mar. Quienes redactaban las denuncias y demandas terminaron llamando a producir una fuerza capaz de convertir las “respetuosas solicitudes” en una presión legítima.

En 2013 se realizó una asamblea llamada Marcando Territorio, donde se decidió impulsar un gran paro cívico. Monseñor dijo: “Sed valientes”. Y la cosa echó a andar. Los representantes de 93 organizaciones populares y cívicas se reunían en la curia y organizaron marchas por el agua, por la educación, por el territorio, por la vida, por el puerto.

El 19 de febrero de 2014 se paralizó Buenaventura con una gran marcha llamada “Enterrar la violencia para vivir con dignidad”, a la que salieron más de 60.000 personas. “No esperábamos tal cantidad de gente”, dice el padre John Reina, párroco de la iglesia San José Obrero, y menos aún la respuesta del Gobierno: dos veces sesionó el consejo de ministros en la ciudad y elaboró con nosotros un “plan de choque” que prometió 24 horas de agua, construir un hospital, ampliar la educación y perseguir a los paramilitares.

De aquí salió el Fondo Todos Somos Pacífico, dirigido por Gilberto Murillo, ahora ministro de Ambiente, con el que se redactaron reclamos que a la postre fueron las banderas del paro cívico. Los organizadores no creyeron en la promesa, pero la aceptaron para montar sobre su incumplimiento el paro que tenían ya en las manos. Desde ese día no se ha dejado de reunir el Comité Ejecutivo que organizó el paro, compuesto entre otras entidades por Proceso de Comunidades Negras, Central Unitaria de Trabajadores de Colombia, Juntas de Acción Comunal, Comité del Agua, Asociación Colombiana de Industriales y Armadores Pesqueros. En él la Pastoral Social representó a la Diócesis y el padre Reina, el director, estuvo siempre y fue uno de los que convocó el movimiento.

Después recibieron el apoyo de los comerciantes pequeños y grandes. En 2015 redactaron el pacto social por la educación con énfasis en los aspectos étnicos, técnicos y críticos. Lo enviaron al Ministerio de Educación. La respuesta: Recibido a satisfacción. No obstante, la Corte Constitucional ordenó el respeto a la isla de Buenaventura como territorio étnico contra la estrategia de sacar a los negros y meterlos en el continente. La Corte obliga a la consulta previa, tan criticada por los inversionistas.

Cada mes el Comité Ejecutivo convocaba a marchas por cada tema. La concurrencia fue aumentando hasta que la gente preguntó: ¿Cuándo es el paro? Entonces llegó el presidente, sobrevoló la isla y aterrizó en Agua Dulce. El paró quedó decretado.

El Comité Ejecutivo convocó a las 98 organizaciones comprometidas y llegaron 114, que después fueron 120. “Nos pusimos de acuerdo entre los más fuertes —dice el párroco—: los comerciantes, los transportadores (taxistas, taximercado, colectivos), los camioneros, los pesqueros y pescadores, la flota de cabotaje, todos los pesqueros. ¿Quién no necesita agua?”.

El primer acto fue una gran jornada de oración en puntos o espacios de concentración popular, que se vivió como una rumba. No hubo proclamas políticas ni llamados a la disciplina. La gente tocó la marimba, el tambor, el cununo, el guasá. Se bailó y cantó y se jugó futbol y se jugó domino. Se gozó. Todos los días se hacían las jornadas y cada día fueron más y más. Se organizaban espontáneamente. La gente no pedía permiso. Mi Buenaventura, el currulao de Petronio Álvarez, se volvió un himno de apropiación de la ciudad.

“Los primeros cuatro días de paro fueron una fiesta —recuerda Narcilo Rosero, uno de los organizadores—. Estaba paralizada toda la ciudad y sólo el día 19 de mayo fue tan nefasto para nosotros”. El Comité estaba reunido con representantes del Gobierno, que no podían tomar decisiones de fondo; meros razoneros, pero exigían que se redujeran los puntos de encuentro a uno solo y no se paralizara el tránsito y mucho menos la salida y la llegada de mulas. Es decir, como siempre dicen, que se procediera en orden. Las partes sabían que el secreto de las movilizaciones, del entusiasmo y el compromiso, nacía y se sostenía en los “espacios de encuentro”. El alcalde dijo que el paro duraría un par de días, porque “la gente del puerto es pura rebuscadora”. La gente se sintió herida en su dignidad. El ambiente comenzó a calentarse cuando el Gobierno —incluida la Policía— se paró de la mesa.

Cuatro horas después soltaron al Esmad, que se situó en el puente de El Piñal —única comunicación de la isla con el continente— y en La Delfina, donde un policía de tránsito sufrió un accidente y murió. Se acusó a la gente reunida en el punto de encuentro. De otro lado, los altos mandos creyeron que el puente podía ser volado por la guerrilla o por los paramilitares. La guerrilla se había evaporado con la muerte de J.J., un comandante importante, y los paramilitares, desde cuando habían hecho entre ellos las paces, se dedicaban sólo a la extorsión.

Total, la toma era como un protocolo medio pendejo. Y la gente —que no lo es— vio la papaya y los acorraló justamente en El Piñal: una parte llegó desde uno de los puntos de encuentro en el continente y la otra desde otros puntos en la isla. La policía quedó a merced de semejantes arietes. La gente los apretó, pero no les hizo nada. Algunos perdieron los escudos y los chalecos. “Es que a los negros no les gusta matar sino pelear”, me explicó un taxista.

Eran las 6 de la tarde… “Entonces —recuerdan los organizadores y muchos de los entrevistados— alguien rompió las cerraduras del centro comercial La 14, donde comenzó el saqueo”. Los organizadores del paro sugieren que fue una estrategia deliberada para que la gente se distrajera robando y aflojara el cerco en El Piñal. El 9 de abril de 1948, después del asesinato de Gaitán, las fuerzas del orden usaron idéntico recurso. Sea como fuere, el saqueo se extendió al Éxito, la Olímpica-Sao y terminó apoderándose del centro de la ciudad. La Policía, el Ejército y la Armada no aparecieron sino a las 12 de la noche, cuando el alcalde decretó el toque de queda —que nadie atendió— y los almacenes habían quedado vacíos. Muchos de los observadores no se explican el acuartelamiento de las fuerzas del orden durante esas horas críticas y sobre todo el hecho de que después de salir a la calle y ver que la gente pasaba con ropa, comida y computadores, nada hicieron.

El Éxito queda a 150 metros de un CAI; a 200 metros de La 14 queda el Comando de la Policía; al lado de Olímpica queda la oficina de la Armada Nacional, y a 150 metros de Pueblonuevo —un sector comercial— hay 40 soldados del Ejército. Ese día no pasó nada más porque Dios es grande. O como dijo una de las dirigentes: “El Espíritu Santo derramó sobre el pueblo los siete dones de la sabiduría”.

Viendo lo que sucedió el 19, los dirigentes, que habían organizado previamente una marcha, la suspendieron, pero, cuenta uno de ellos: “Estábamos convenciendo a los muchachos de no hacer nada cuando de golpe miramos hacia atrás y vimos un río de gente que venía por los cuatro carriles de la calle Sexta gritando: ‘El pueblo no se rinde, carajo’. Y pasó por encima de nosotros y nos llevó como una ola de tsunami”.

Fue el momento de no retorno: el pueblo se había tomado el paro. Al día siguiente, el domingo, de toda la ciudad, desde la isla y desde el continente, en todos los puntos de encuentro, al son de la música contagiosa del Pacífico, se reunieron miles de personas de todas las categorías sociales, de todos los colores, de todos los orígenes, y la ola fue creciendo hasta que se rompieron los miedos y la gente marchaba, marchaba de la isla hacia la carretera que va a Aguadulce hasta el Gallinero: cinco kilómetros de pueblo andando, gritando sus consignas y arengas: “El pueblo resiste, el pueblo no se vende, el pueblo no se rinde, ¡carajo!”. Fue la mamá de las marchas.

El lunes 21 —Día de la Afrocolombianidad— se reanudaron las concentraciones en los sitios de encuentro. Regresó una comisión del Gobierno con el ministro Murillo, de Ambiente, y el consejero para las regiones, que era el ministro de Trabajo. Nada nuevo. Todo igual. El Esmad atacaba con gases para que las caravanas de mulas pudieran entrar y salir. El ministro de Defensa había dicho: “Hay que recuperar el tránsito a toda costa”.

El 2 de junio, el procurador y los dirigentes se reunieron en Bogotá y el alto funcionario terció en favor del diálogo. La Defensoría condenó los excesos del Esmad y los saqueos. Por fin, la semana pasada de junio llegó Guillermo Rivera, ministro del Interior, con categoría de plenipotenciario y, como tal, arregló: en lugar de la declaratoria de emergencia económica y ambiental a la que el Gobierno no podía comprometerse, se acordó la creación de un patrimonio autónomo por 10 años que será autorizado por un proyecto de ley que presentará el Gobierno el próximo 20 de julio para financiar el servicio de agua las 24 horas; la construcción de una ciudadela hospitalaria, de acueductos rurales, un parque industrial pesquero y acuícola, el muelle de cabotaje y, por fin, el mejoramiento cuantitativo y cualitativo del sistema escolar.

Los dirigentes quedaron con la sensación de haber logrado los objetivos principales del paro. El pueblo raso, con la duda de si serán cumplidos los acuerdos. La cúpula del movimiento, con la certeza de que la gente conoció el poder de la organización y que el paro cívico pasado no es más que el argumento para un nuevo movimiento.

Por ALFREDO MOLANO BRAVO

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