Cinco razones para creer en la paz

No detendremos el conflicto si no sacamos los odios y el resentimiento de las entrañas de la sociedad, otra razón para creer en la oportunidad que es la paz.

Sergio Jaramillo*
22 de marzo de 2017 - 07:34 p. m.
El alto comisionado para la paz, Sergio Jaramillo, estuvo en La Habana por más de cuatro años como negociador de paz con las Farc. Archivo
El alto comisionado para la paz, Sergio Jaramillo, estuvo en La Habana por más de cuatro años como negociador de paz con las Farc. Archivo

La vida es sagrada, nos dicen las religiones. No hay que ser un católico convencido para entender que la garantía del derecho a la vida es la base del funcionamiento de cualquier sociedad y que por eso en una frase que se suele atribuir a Jefferson, “la primera obligación de un gobierno es proteger vidas, no destruirlas”. La destrucción de vidas y de proyectos de vida que ha ocurrido en los últimos 50 años en Colombia no tiene comparación en el continente americano.

Las cifras del conflicto son bien conocidas. Menos evidente es el sufrimiento silencioso de tantos colombianos. El de la familia desplazada que luego de años de permanencia en las barriadas de Cartagena, de Cúcuta o de Cali, aún no logra poner los pies en la tierra y vive en la humillación diaria del desarraigo; o el de la mujer violada por algún grupo armado que convive con su dolor; o el de quien perdió un ser querido por un secuestro o una desaparición y contra toda evidencia se niega a perder la esperanza; o también el del soldado que por años ha combatido en las selvas y que luego no encuentra su lugar, ni en su casa ni en la sociedad.

Esa es la anormal normalidad que por tanto tiempo hemos vivido y a la que había que ponerle punto final. Por eso, la primera razón para creer en la paz, como creyó el presidente Juan Manuel Santos cuando en 2010 vio la oportunidad de iniciar un proceso en serio, es la más sencilla y la más importante de todas: preservar vidas humanas.

Pero el propósito de este proceso no es simplemente parar el conflicto. Es evitar que se reproduzca o que degenere en otra cosa, como sucede hoy en Urabá. Por eso, entre otras razones, pusimos a las víctimas en el centro, para romper los ciclos de venganzas y de victimizaciones cruzadas que han impulsado el conflicto de generación en generación. La historia del joven que se fue a las Farc porque perdió su padre a manos de los paramilitares, o la del joven que se fue a los paramilitares por la razón contraria, fueron pan de cada día en las veredas de la periferia de Colombia.

No detendremos el conflicto si no sacamos los odios y el resentimiento de las entrañas de la sociedad, otra razón para creer en la oportunidad que es la paz. Además, en un país en conflicto, el resentimiento y la indignación no están dirigidos sólo a quien causó el daño, sino también a la indiferencia de la misma sociedad que no reconoce el estado de postración en que se encuentran las víctimas y sus dudas frente al Estado de Derecho, que no les ofreció protección.

Por eso hay que ventilar lo ocurrido, abrir espacios para que las víctimas cuenten sus historias, los victimarios pongan la cara, y se reconozcan responsabilidades. Más que simplemente “contar la verdad”, se trata de restablecer los equilibrios básicos que crean confianza y permiten que una sociedad pueda funcionar, en especial en regiones y territorios donde cada quien sabe muy bien qué fue lo que pasó y nadie lo ha querido aceptar. Eso es lo que debe hacer el Sistema Integral de verdad, justicia, reparación y no repetición que acordamos en La Habana (y lo que no puede hacer la justicia ordinaria): mirar hacia adelante, no sólo hacia atrás, y promover la convivencia y la tolerancia.

Con eso paso a una tercera razón para creer en la paz, y es la oportunidad de inducir un verdadero cambio cultural, un quiebre histórico en el comportamiento de la sociedad. Es un lugar común decir que la nuestra ha sido una democracia violenta, pero también es una realidad que afecta a las regiones hasta el día de hoy. No sólo hay que romper el vínculo entre política y armas, como hemos dicho tantas veces, sino sacar la violencia de la lucha por el poder local, que es donde ocurren la mayoría de las muertes. ¿Quién es consciente de que —según el Centro de Memoria Histórica— 543 concejales de todos los partidos han sido asesinados en los últimos treinta años en el marco del conflicto? ¿Qué democracia puede funcionar así?

Evidentemente, hay que establecer un sistema más ambicioso de protección para todos quienes participan en política, como dice el Acuerdo. Pero sobre todo hay que aprovechar el momento de la paz para sacudir a la sociedad y restablecer una regla básica de cualquier democracia: no más muertes de quienes participan en política.

A propósito de nuestros concejales, en una reunión con cientos de ellos en Santa Marta el año pasado, un concejal de Magüí (Nariño) me dice: “Comisionado, me demoré tres días de bus en bus en llegar hasta aquí. Yo vengo de la ‘Colombia Sin’. De la Colombia sin vías, sin agua potable, sin educación. Y sin embargo creo en la paz”. La situación de Magüí, como la de tantos otros municipios de la periferia colombiana, no es una casualidad. Es producto, por supuesto, del mismo conflicto, pero también del desinterés histórico de nuestro sistema político por gobernar todo el territorio nacional. No hay indicador social que no sea dos o tres veces más bajo en el campo que en la ciudad. Y mientras la pobreza en general ha caído vigorosamente en este gobierno, esa tendencia se mantiene.

Una tendencia tan terca sólo la quiebra la fuerza de la transición a la paz. Por eso la implementación del Acuerdo es la oportunidad para hacer lo que no hemos hecho en cincuenta años: estabilizar y llevar bienestar al campo, resolver de manera inteligente el problema de la coca y desencadenar lógicas de integración territorial, que es de lo que se trata Reforma Rural Integral.

El éxito de la Reforma depende de dos cosas: de que el siguiente gobierno no entierre el Acuerdo, y de que se pongan en marcha los procesos de participación. En el fondo de lo que se trata es de poner en marcha un modelo de construcción de Estado en los territorios que cambie la relación entre instituciones y ciudadanos de la desconfianza y la confrontación a una lógica de construcción conjunta que aprovecha los liderazgos de cada región. Es lo que hemos llamado la paz territorial.

Por último, creer en la paz es creer en el futuro. Ya hay suficientes indicios de los beneficios que trae la paz: alcaldes y gobernadores visitan corregimientos de sus municipios que nunca antes habían podido pisar, las familias se pasean por el país y los turistas internacionales están llenando las calles de nuestras ciudades. Pero el ensombrecimiento actual del ánimo nacional opaca esta realidad, y la temporada electoral la va a opacar aun más.

Hay que pensar entonces en los que vienen. Herodoto decía: “Nadie es tan bruto de preferir la guerra a la paz: en la paz los hijos entierran a sus padres, y en la guerra los padres a sus hijos”. Esa verdad no resuena en las ciudades de Colombia, pero tal vez sí la posibilidad de que las siguientes generaciones por primera vez puedan decir: crecimos en un país en paz.

* Alto Comisionado para la Paz

Por Sergio Jaramillo*

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