Dos años de Duque: el sombrío panorama político

Si bien el manejo para contener el COVID-19 le devolvió al presidente varios puntos de credibilidad, su estrategia se agotó. Mientras alcaldes y gobernadores lo aventajan, su falta de liderazgo en el plano legislativo también comienza a pasarle factura.

Mauricio Jaramillo Jassir* /Especial para El Espectador
03 de agosto de 2020 - 11:00 a. m.
A diferencia de su antecesor, la agenda legislativa de Duque fue “raquítica” y las discusiones se limitaron a objeciones a la JEP y el Plan de Desarrollo.
A diferencia de su antecesor, la agenda legislativa de Duque fue “raquítica” y las discusiones se limitaron a objeciones a la JEP y el Plan de Desarrollo.
Foto: Óscar Pérez

El año pasado fue crítico para Iván Duque por cuenta de las masivas protestas en las que, especialmente los jóvenes, le exigieron respuestas concretas a reivindicaciones sobre medio ambiente, paz, educación, condiciones laborales y derechos humanos, entre otros aspectos. La respuesta del Gobierno fue premonitoria de su gestión hasta la fecha: poco liderazgo y, tal vez su defecto más pronunciado, la incapacidad para reaccionar con celeridad.

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El 21 de noviembre, a raíz de las manifestaciones, se dieron excesos en varias ciudades y el actual mandatario solo apareció en una alocución presidencial en la noche del tercer día de los disturbios, cuando la mayoría de los alcaldes ya había tomado medidas drásticas para enfrentar la situación. En los casos más críticos, Enrique Peñalosa (en Bogotá) y Maurice Armitage (en Cali) decretaron el toque de queda, mientras la ausencia de Duque constituía uno de los factores más llamativos.

Desde que Colombia empezó a sentir los efectos de la pandemia, el panorama político cambió drásticamente, una transformación alimentada por los nuevos gobiernos subnacionales. Aquello significó una oportunidad inmejorable (y posiblemente irrepetible) para el actual Gobierno de enderezar el camino. El manejo para contener el COVID-19 le devolvió al presidente varios puntos de credibilidad y su imagen saltó de un 24 %, al terminar 2019, a situarse por encima del 50 %; evolución sorprendente que se explica por la toma de decisiones racionales al comienzo de la pandemia. El hecho de trasferir autoridad a alcaldes y gobernadores para el manejo de la crisis sanitaria fue un acierto que le valió un justificado reconocimiento.

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Sin embargo, transcurridos dos meses su estrategia se agotó. El espacio televisivo que le permitió conectarse con la ciudadanía, además de ser un ejercicio pedagógico, se volvió en su contra, pues la Presidencia no entendió la necesidad de que dicho formato evolucionara. Al tiempo que gobernadores y alcaldes han enviado mensajes sintéticos y contundentes, las alocuciones presidenciales son cada vez más vagas, superficiales y menos atendidas. En marzo, el rating del programa presidencial era de 3,4 y para junio se desplomaba a 1,7. Mientras los gobernantes locales aparecen con ropa de trabajo en ruedas de prensa apoyados de gráficas, tableros o presentaciones sucintas, el mandatario se muestra en un escritorio de traje y cortaba en una imagen acartonada que lo desconecta de la realidad crítica que se vive. El grado de desinformación respecto de la cuarentena, excepciones y tiempos de la emergencia decretada es cada vez mayor.

Otro de los aspectos en los que sobresale la falta de liderazgo ha sido la agenda legislativa. El contraste entre la abultada agenda de iniciativas de paz de Juan Manuel Santos es dispar frente a la raquítica propuesta legislativa de Duque. En el primer año de gobierno, cuando generalmente se presenta un número robusto de propuestas, las discusiones se limitaron a las objeciones a la ley estatutaria de la JEP, el Plan de Desarrollo y una atropellada reforma tributaria.

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El presidente no ha podido avanzar en reformas a la justicia, la política ni, más grave todavía, en materia de lucha contra la corrupción. En contravía de lo expresado por el propio Duque, miembros de su partido como Ernesto Macías y Álvaro Uribe decidieron no apoyar la consulta de 2018 lanzada por los verdes. La realidad es que no solo se cayó esa iniciativa popular, sino que, en estos dos años, el Congreso ha sido incapaz de avanzar en el tema a pesar del compromiso expreso de Duque.

El proyecto de cadena perpetua para violadores de menores parece una victoria minúscula por las fundamentas dudas que han expresado reconocidos penalistas y porque se avanza peligrosamente hacia un populismo punitivo con consecuencias insospechadas sobre la constitucionalidad. Paradójicamente, el uribismo tildaba la consulta anticorrupción de populista, pero no tuvo reparos en convertir la cadena perpetua para violadores en su proyecto emblemático.

Finalmente, en el balance de Duque se deben sumar las constantes salidas en falso por parte de miembros de su Gobierno que sabotean su autoridad. Las declaraciones desafortunadas y lugares comunes de la vicepresidenta han puesto en entredicho la capacidad del Ejecutivo para hacer frente a la pandemia. A su vez, la ausencia notable de la ministra de Ciencia, Tecnología e Innovación, Mabel Torres, en la coyuntura desnuda la carencia de liderazgo en la materia y confirma su divorcio con un sector representativo de la academia. Y, teniendo la oportunidad de enmendar el error histórico que supuso la llegada de Néstor Humberto Martínez a la Fiscalía, Iván Duque presentó una terna para el órgano de control a la medida de Francisco Barbosa, cuyo pobrísimo desempeño (y cinismo, valga agregar) ha afectado justificadamente al presidente.

En estos dos años, la labor de Duque ha sido modesta, contradictoria e inconstante. En lo que resta, tiene el complejo reto de contener la pandemia y canalizar recursos para la reactivación económica liderando el debate sobre la renta básica universal, la regulación del teletrabajo, definir el rumbo de una nueva reforma tributaria y un aspecto clave de la gobernabilidad: articular esfuerzos con gobernadores y alcaldes para establecer un confinamiento que no solo sea flexible sino comprensible.

*Profesor de la Facultad de Ciencia Política, Gobierno y Relaciones Internacionales de la Universidad del Rosario.

Por Mauricio Jaramillo Jassir* /Especial para El Espectador

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