Dos meses del paro nacional: “impasses” y desafíos

A las dificultades que enfrenta la protesta por cuenta de violencia y hechos de vandalismo se suma el reto de precisar y dar alcance a las razones que dieron origen al estallido social y que parecen difuminarse.

Juan Carlos Guerrero*
01 de febrero de 2020 - 02:00 a. m.
Uno de los desafíos es encontrar mecanismos para ejercer control social sobre los violentos.  / Mauricio Alvarado - El Espectador
Uno de los desafíos es encontrar mecanismos para ejercer control social sobre los violentos. / Mauricio Alvarado - El Espectador

Mensaje cada vez más difuso

El paro se ha prolongado más allá de las expectativas iniciales de quienes lo convocaron y de los deseos del Gobierno: esta semana se cumplieron dos meses desde que se produjo la primera movilización. Por eso mismo, esta serie de protestas consecutivas comienza a ser considerada como un “hecho histórico”.

Pero, tras dos meses de movilización, ciertos impasses y desafíos empiezan a hacerse evidentes. La convocatoria al paro del 21 de noviembre no tuvo una sola causa, y con la prolongación de las marchas, sus razones se han difuminado. Esto ha ocurrido sobre todo por dos hechos: primero, el pliego de 104 puntos que elaboró el Comité Nacional del Paro, junto con muchos grupos inconformes, y dos, la violencia, que ha vuelto opaco y confuso el mensaje que los activistas tratan de enviar —es claro que la atención de los medios se la roban cada vez más los llamados “vándalos”—.

El desafío para los líderes del paro consiste, entonces, en volver a hacer inteligible su discurso, y sobre todo establecer con mayor claridad las razones que conducen a la protesta.

Marchas pacíficas empañadas por el vandalismo

Hasta ahora, los actos de violencia y vandalismo en las marchas no han podido ser contenidos ni controlados por los manifestantes ni por las autoridades. Tanto activistas como gobernantes han recalcado la importancia de diferenciar las marchas pacíficas de los actos vandálicos. Pero la reincidencia casi continua de la violencia empaña las marchas y les quita algo de legitimidad frente a varios segmentos de la opinión pública.

Lo sucedido el 21 de enero demuestra que el asunto de la violencia dentro de la protesta es complejo. El nuevo protocolo de mantenimiento del orden público de la Alcaldía de Bogotá produjo algunos resultados, pues el diálogo con gestores de convivencia sirvió para desmontar la mayor parte de los bloqueos. Pero también quedó demostrado que, aun con ese nuevo protocolo, no será fácil contener y erradicar la violencia.

Ciertamente, es un logro significativo que el 21 de enero la Policía hubiera actuado con más cabeza fría y haya recurrido a la fuerza como un último recurso y de forma mucho más proporcionada. De ese modo, ajusta su manera de intervenir en las protestas a los estándares del derecho internacional, y sobre todo restablece mejor el orden público. Cuando la fuerza policial de un Estado no es capaz de actuar prudente y retenidamente, aumenta la probabilidad de un desborde violento. Pese a ese buen resultado, es claro que hay una violencia enquistada en la protesta, que no desaparecerá de repente con la aplicación del nuevo protocolo.

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¿Quiénes son los vándalos?

Hay una pregunta fundamental para poder encarar correctamente el problema a mediano y largo plazos: ¿quiénes son los vándalos? En el pasado se los solía asociar rápidamente con grupos guerrilleros. Si bien al comienzo del paro, el Ejecutivo y el partido de gobierno afirmaron que la izquierda internacional (el Foro de São Paulo o extranjeros provenientes de países como Venezuela) estaba orquestando un plan de desestabilización violento, ningún discurso oficial o mediático asoció inmediata y contundentemente al vandalismo con las guerrillas nacionales de izquierda.

Este es quizás un cambio imperceptible, pero significativo. Es como si, después de los Acuerdos de Paz, la amenaza que las guerrillas representan ya no fuese tan grande, al menos en lo tocante a las marchas. Aunque es probable, claro está, que algunos encapuchados pueden tener algún nexo con células urbanas del Eln.

Sin embargo, los llamados vándalos no son un grupo homogéneo, monolítico y totalmente consistente. Entre ellos puede haber desde grupos radicales de izquierda bien organizados, hasta jóvenes sin oportunidades y sin futuro, llenos de cólera, que encuentran en la violencia un modo de manifestar sus inconformidades. Entre estos jóvenes también puede haber heterogeneidad: por ejemplo, solo a manera de hipótesis, podría haber algunos que pertenecen a pandillas juveniles de barrio u otros que hacen parte de culturas juveniles urbanas (como los skaters callejeros).

A todos ellos pueden haberse agregado jóvenes no necesariamente desfavorecidos, pero sí muy indignados por la violencia policial, como aquellos que conformaron la llamada “primera línea”, inspirada en tácticas de resistencia de activistas de Chile o de Hong Kong. Aunque la intención sea defender a quienes protestan, en las marchas del 21 de enero algunos de ellos quedaron envueltos en la refriega y emprendieron acciones que no son meramente defensivas.

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En suma, el calificativo de “vándalos” simplifica y homogeniza algo que en el fondo es más complejo y que merece una mayor atención, no simplemente para judicializar a quienes recurren a la violencia, sino para identificar causas más profundas que requieren otras formas de intervención y atención estatal más amplias y diversas. Esta violencia no va a desaparecer simplemente con un nuevo protocolo.

Puede que las autoridades locales y nacionales sean las responsables de controlar la violencia, pero si ella persiste los más afectados serán aquellos que le están apostando a una protesta pacífica. Así que el desafío es doble, tanto para autoridades, que deben mantener el orden público, como para activistas, que deben encontrar mecanismos de ejercer algún tipo de control social sobre los violentos. El desafío reside también en que Gobierno y activistas logren transformar el diálogo y la negociación en acuerdos que contribuyan a la solución de algunos problemas del país.

* Director del Observatorio de Redes y Acción Colectiva (ORAC). Profesor Universidad del Rosario.

Esta publicación es posible gracias a una alianza entre El Espectador y Razón Pública. Lea el artículo original aquí. 

Por Juan Carlos Guerrero*

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