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El retorno al Bajo Atrato de víctimas del conflicto

Un recorrido por el despojo de tierras de los territorios colectivos de La Larga-Tumaradó y Pedeguita-Mancilla, en el biodiverso Chocó.

Alfredo Molano Jimeno
24 de abril de 2016 - 01:55 a. m.

Masacres, desplazamientos masivos, amenazas a las comunidades, asesinatos de líderes, despojo de tierras, narcotráfico, minería, tala de madera, ganadería extensiva, palma, plátano. Las plagas del Bajo Atrato. Y la historia que se repite en esta región de Chocó biodiverso. Tierra rica. Enormemente rica. Y gente pobre. Enormemente pobre. Hoy son los Úsuga los que expulsan a la gente de sus tierras. Esta semana van 3 mil desplazados del San Juan y las cuencas del Truandó, Salaquí, Juguamiandó, Curvaradó, Domingodó y Carica.

Ayer fueron los paramilitares de la Casa Castaño los que sacaron a cerca de diez mil campesinos. Antes fueron las Farc, el Eln o el Epl. El conflicto armado. Los disparos de fusil y los cuerpos sin vida que han sido pan de cada día en las comunidades que habitan entre Apartadó (Antioquia) y Riosucio (Chocó) por más de medio siglo. Y en ese tránsito de armados, las comunidades que perdieron su tierra y sus líderes. Hoy, con la Ley de Víctimas y Restitución de Tierras, sumada al proceso de paz, una pequeña ventana deja asomar un rayo de esperanza, pero al mismo tiempo deja a la vista los retos para que la gente recupere lo perdido o despojado. (Vea aquí el especial completo)

Prueba de esta historia trágica y de los desafíos para revertirla es lo que hoy viven dos territorios colectivos de comunidades negras del Bajo Atrato: La Larga-Tumaradó y Pedeguita-Mancilla. Dos territorios colindantes que suman poco más de 150 mil hectáreas. Aunque por ley esa tierra pertenece a las comunidades, hoy más de la mitad está en manos de particulares. Empresarios del ganado, del plátano, la palma o la madera que se han apropiado de ellas mediante compras ilegales, arriendos fraudulentos o sencillamente por ocupaciones de facto.

Poblamiento de la región

Los caminos a estos territorios colectivos fueron trazados por esclavos liberados y cimarrones de las haciendas del Valle del Cauca, la Costa Caribe y Antioquia desde comienzos del siglo XX. Las selvas chocoanas les dieron refugio, alimento y libertad. Pero muy pronto, los empresarios pusieron sus ojos en la rica región. Primero en busca de madera fina y luego con enormes plantaciones de caña. La promesa de trabajo atrajo a personas del San Juan, el Alto Baudó o de las sabanas de Córdoba y Sucre. Tanta como de Antioquia, Valle del Cauca o Risaralda.

El poblamiento de la región guarda un lugar especial para el ingenio azucarero de Sautatá. Una hacienda fundada en 1919 en lo que hoy es el Parque Nacional Natural Los Katíos. El ingenio tuvo un fugaz esplendor que atrajo a muchos campesinos sin tierra de diferentes partes del país. Llegó a tener vía férrea, escuela, iglesia y hasta moneda propia. Pero los precios internacionales del azúcar se fueron al piso por la crisis económica de los años 30 y el ingenio terminó por cerrar sus puertas.

Pasaron los años hasta que en la década de los 50 se inició la construcción de la vía al mar, que conectaba a Medellín con Turbo y Montería. Una vía que atrajo tanto a obreros rurales como a comerciantes que, a lo largo y ancho de la frontera entre Antioquia y Chocó, constituyeron cultivos de plátano y echaron las raíces de lo que hoy se conoce como la zona bananera del Urabá. Las condiciones laborales y salariales sembraron también el sindicalismo y muy pronto hicieron presencia los primeros grupos armados.

La llegada de la guerra

Los pobladores del Bajo Atrato afirman que el primer grupo armado en aparecer en la región fue el Eln, a mediados de los años 60. Lo siguió el Epl. Y en 1969 llegaron las Farc. Las guerrillas fueron atraídas por el ambiente de conflicto que enfrentaba a jornaleros y hacendados. Los sindicatos y juntas de acción comunal fueron el espacio para socializar su proyecto político. En este escenario las guerrillas hicieron control territorial y social.

A principios de los años 90, la guerra arreció, pero a pesar de que el Epl se desmovilizó en 1991, los espacios dejados empezaron a ser ocupados por el Eln y las Farc. Las extorsiones y secuestros a terratenientes crisparon aún más el ambiente y muy pronto empezaron a surgir grupos de seguridad privada. Al boleteo y el impuesto de guerra, ellos respondieron con homicidios selectivos de los principales líderes regionales.

En ese contexto hicieron aparición los primeros grupos de las Autodefensas de Córdoba y Uraba, al mando de Freddy Rendón Herrera, alias el Alemán y Raúl Hasbún, más conocido como Pedro Bonito. Y ahí vino Troya. Los paramilitares ganaron a punta de masacres y asesinatos selectivos. En ese entorno, a mediados de los 90, se produjo la alianza entre “paras” y miembros de la Fuerza Pública, cuyo clímax se alcanzó con la toma de Riosucio, en 1996, y, posteriormente, con la llamada “Operación Génesis”, en 1997. Una alianza probada, al punto que hoy el comandante de la Brigada XVI del Ejército, general Rito Alejo del Río, está condenado a 25 años de prisión por la muerte de dos campesinos.

A partir de ese momento el terror se apoderó del Bajo Atrato. Más de 6.500 personas de 60 comunidades abandonaron sus tierras y se refugiaron en las cabeceras municipales. Muchos se fueron a Turbo, otros a Apartadó, a Chigorodó o a Medellín. La gente salvó lo que pudo y en el camino dejó a cientos de sus familiares sepultados. Las tipologías de la violencia en el Bajo Atrato rebasaron la imaginación del más cruel asesino. Mutilaciones, decapitaciones en plaza pública, violación de mujeres y niñas, las torturas más crueles tuvieron lugar en esta región.

La consolidación del proyecto paramilitar convirtió el río Atrato en una arteria de economía ilegal, agravada por la cooptación de políticos y empresarios. A partir del año 2002 se puso en marcha una ofensiva adicional para hacerse al control de las cuencas baja y media. Un operativo del bloque Élmer Cárdenas, denominado “Operación Tormenta del Atrato”, que tuvo su momento más dramático en la masacre de Bojayá, el 2 de mayo de 2002. Aunque fue causada por las Farc cuando atacaron con cilindros bomba la iglesia donde se refugió la población que había sido utilizada como escudo humano por los paramilitares, murieron más de 100 personas, entre adultos y niños.

Una de las consecuencias más palpables de la guerra fue el desplazamiento masivo de las comunidades. Desplazamiento que fue aprovechado por los paramilitares y sus aliados para hacerse a las tierras abandonas. Incluso promovieron un repoblamiento regional con personas afines al proyecto de las autodefensas. Es el caso ocurrido en la comunidad de Santa María, donde la hermana de crianza de los hermanos Castaño, Sor Teresa Gómez, promovió un proyecto de reforma agraria a través de la tristemente célebre Asoprobeba. Una fachada legal que se dedicó a comprar tierras a bajos precios o a realizar transacciones fraudulentas de títulos, para apoderarse de ellas bajo amenazas a los campesinos y las comunidades negras.

Pedeguita-Mancilla

El caso de Santa María es igual a lo ocurrido en 15 consejos comunitarios más que componen el territorio colectivo de Pedeguita-Mancilla. A finales del año 2000, en plena guerra, el Incora tituló colectivamente casi 49 mil hectáreas. Según una investigación del Cinep, en estas tierras habitan casi 3.400 personas. Sin embargo, el territorio no está en manos de sus dueños ancestrales. Una docena de particulares hoy poseen más de 28 mil hectáreas (el 58%) del territorio colectivo. Otras 14 mil (el 29%) corresponden en terrenos inundables que no pueden ser habitados. Y sólo 6.000 hectáreas (el 13%) es utilizado por las comunidades.

“La función de la guerra fue despojar las tierras para adueñarse de ellas”, relata José Ángel Palomeque, representante legal de Ascoba, una asociación que integra a los consejos comunitarios del Bajo Atrato. Palomeque asegura que las comunidades de Pedeguita-Mancilla se desplazaron en 1997 y, cuando regresaron, sus tierras ya estaban en manos de lo que él denomina poseedores de mala fe. Muchos de los cuales figuran en los expedientes de justicia y paz como testaferros o gente cercana a los mandos paramilitares, como es el caso de William Romero.

El rastro de la guerra conduce al enclave llamado Playa Roja. Una comunidad situada a una hora de Belén de Bajirá, dentro del mismo territorio de Pedeguita-Mancilla. Allí, un grupo de líderes espera algún día narrar su tragedia. La mayoría son jóvenes de 30 años, casi todos huérfanos de padre que un día salieron huyendo, pero ahora regresaron con la promesa de recuperar sus tierras. Es el caso de Enrique Santos, quien afirma que su padre fue el primer miembro de esta comunidad en ser asesinado por los paramilitares. “Cuando ellos llegaron, la gente se fue por miedo vendiendo la tierra por lo que le dieran. Cuando volvimos, nuestras parcelas estaban en manos de los empresarios”, explica.

Puntualmente se refiere a Darío Montoya, un paisa de 68 años que mira desde la otra acera la reunión de los líderes de Playa Roja. Montoya sostiene que él compró bien las tierras, que no se alió con los paramilitares y que incluso ellos le mataron a un hijo. Sin embargo, reconoce que si llegaban a pedirle una vaca él respondía: “dónde quiere que se la ponga”. Así fue ganándose el respeto de los mandos “paras”. Asimismo, es consciente de que tiene tierras que les pertenecen a las comunidades negras, pero sostiene que es por la buena relación que tiene con sus habitantes.

 

La Larga-Tumaradó

No muy distante de Playa Roja, pero muy lejos por las pésimas condiciones de las trochas que las unen, se encuentra el territorio colectivo de La Larga-Tumaradó. Fue titulado en el año 2000 con más de 107 mil hectáreas y alberga 40 consejos comunitarios, en los que habitan poco más de 300 personas. El territorio ocupa parte de los municipios de Riosucio (Chocó), Turbo y Mutatá (Antioquia). Pero la suerte de los terrenos colectivos es igualmente lamentable. En manos de empresarios están 55 mil hectáreas (el 55% del territorio colectivo), mientras que más de 43 mil hectáreas son de tierras inundables. Tan sólo 5 mil hectáreas (5%) pueden ser utilizadas por los legítimos dueños.

Una de esas comunidades es la de Madre-Unión. Allí, 26 familias se han organizado en una pequeña zona humanitaria instalada en uno de los predios que hoy está en manos de particulares. Uno de sus líderes es Héctor Pérez Petro, un joven de 32 años que nació en este territorio antes de que los “paras” destruyeran el antiguo poblado. Pérez detalla que a los 12 años su familia tuvo que abandonar la tierra para que no los mataran y se refugió en Córdoba. Al regresar, en octubre de 2014, ya no quedaba ni la antigua escuela y todo eran pastos para ganadería. “El señor alambró la ciénaga, canalizó las aguas y metió búfalos. Eso hace un daño grande. Las aguas se contaminan con los orines de esos animales y uno no vuelve a coger pescado. También ha explotado las maderas del cerro y los ojos de agua se han secado”, concluye.

El epílogo de esta dura realidad del retorno es Cuchillo Blanco. Allí se encuentra el cerro donde nacen las aguas que alimentan parte del Bajo Atrato. En ella se resume la tragedia y, como su nombre lo indica, es como un filo que corta el presente de un pueblo que busca regresar a su origen. Es la esencia del Bajo Atrato y su pelea de siempre. Sólo que ahora surge en medio de un proceso de paz, entre las amenazas de quienes se niegan a ella. Los invasores de siempre. Guerrilleros, paramilitares, bandas criminales. Ya no importa. La tierra es de los negros y ellos lo saben. Este es el verdadero reto de la restitución de tierras.

Por Alfredo Molano Jimeno

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