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Los eufemismos en el conflicto: una estrategia de larga data

Suavizar o acrecentar los actores y hechos del conflicto, como lo hizo Iván Duque con el término de homicidios múltiples en vez de masacres, hace parte de una larga lista de intentos de cambiar la percepción del largo conflicto que ha sufrido el país en los últimos 60 años.

Juan Sebastián Lombo
27 de agosto de 2020 - 10:12 p. m.
Iván Duque ha insistido en los últimos días en denominar como "homicidios colectivos" a las masacres que se han reactivado en las últimas semanas en buena parte del territorio colombiano.
Iván Duque ha insistido en los últimos días en denominar como "homicidios colectivos" a las masacres que se han reactivado en las últimas semanas en buena parte del territorio colombiano.
Foto: Presidencia

La visita del presidente Iván Duque a Samaniego (Nariño), el pasado sábado 22 de agosto, ambientada por los abucheos o el rechazo de la población por la violencia que golpeó al municipio con el asesinato de ocho jóvenes, dejó una controversia aparte. Al descontento se sumó el rechazo a algunos trinos del primer mandatario en su cuenta de Twitter, que publicó unas gráficas para comparar las masacres en ocho años de mandato de Juan Manuel Santos con las ocurridas en su administración, y al malestar por este paralelo se añadió la incomodidad por el término usado por Presidencia para lo sucedido en Samaniego: homicidio colectivo.

El término fue señalado como un eufemismo para suavizar la gravedad de lo que aconteció en el municipio de Nariño. Voces cercanas al Ejecutivo justificaron su uso presidencial, al catalogarlo como más preciso desde el punto de vista técnico. Lo peculiar es que solo hasta ahora, después de varias masacres, incluso en la misma semana, el Gobierno decidió hablar de “homicidios colectivos”. Antes, el presidente Duque había hablado de masacres. Incluso usó la palabra para calificar el ataque con un carro bomba por parte del Ejército de Liberación Nacional a la escuela de cadetes General Santander en enero de 2019.

Sin embargo, no es la primera vez que un gobierno recurre a eufemismos, tecnicismos o sinónimos para suavizar lo que el lenguaje común define como masacre. Aunque algunos señalan al uribismo como principal arquitecto de este tipo de modificaciones en los últimos tiempos, para Jean Carlo Mejía, exdirector de Defensa Militar (Demil) y experto en derecho internacional humanitario, desde que la guerra empezó a ser denominada alteración del orden público empezaron los cambios. Hacia mediados del siglo XX se empezó a llamar bandoleros a los miembros de las guerrillas liberales. La intención, según Victoria González en su texto Palabras en Guerra, era borrar cualquier intención política de los alzados en armas.

En esa lucha contra los “bandoleros”, semilla de las guerrillas de las Farc y el Eln, fue el presidente Guillermo León Valencia quien firmó el decreto 3398, a finales de 1965, que permitió a los civiles portar armas de uso privativo de las Fuerzas Militares y trabajar conjuntamente para defenderse de estos grupos irregulares. Ese fue el germen de los grupos paramilitares. De acuerdo al historiador Álvaro Mejía Tirado, en la denominación de estos grupos también hubo choque del lenguaje. Primero se les llamó autodefensas, el ropaje con el quisieron vestir las guerrillas campesinas su levantamiento, pero luego, como sucedió en el cono sur, se les bautizó como paramilitares, fuerzas paralelas al Ejército.

Estos grupos armados, apoyados por el Ejército y en varias regiones financiados por esmeralderos, ganaderos o narcotraficantes en busca de protección, sembraron el terror. Sin embargo, a pesar de su creciente violencia, fueron múltiples los intentos por negar su existencia o impedir su definición a través del lenguaje. En parte, la molestia surgió de que los altos oficiales de las Fuerzas Armadas y los miembros del gobierno, consideraban irrespetuoso que se usara un término como el de paramilitarismo para catalogar esta acción ilegal como una fuerza paralela al Ejército, aunque tiempo después se comprobó esta cercanía entre los paramilitares y los integrantes de la Fuerza Pública.

La negación del término llegó a tal punto que en el decreto 813 de 1989, firmado por el gobierno o Barco quedó escrito el deber de combatir a “los escuadrones de la muerte, bandas de sicarios o grupos de justicia privada, equivocadamente denominados paramilitares”. Tanto el gobierno como estos mismos grupos preferían el término autodefensas. Mientras el ejecutivo consideró necesario desligar a la Fuerza Pública de cualquier asociación con estas agrupaciones armadas, los paramilitares optaron por reivindicarse como legítimas autodefensas con la obligación de protegerse. La fachada cayó en 1988, cuando César Gaviria, entonces Ministro de Gobierno, aceptó la existencia de 163 grupos armados ilegales en Colombia.

Tras la ola de masacres de campesinos sindicalizados en Córdoba y Urabá en 1988 o la masacre de La Rochela, en enero de 1989, en la que paramilitares asesinaron a 12 miembros de una comisión judicial, las matanzas volvieron a ser llamadas por su nombre. Fue entonces cuando la Corte Suprema de Justicia tumbó en mayo de 1989 las normas que daban validez a las autodefensas. En esa misma época, desde otro frente, se daba otra discusión linguística. En 1985, el embajador de Estados Unidos en Colombia, Lewis Tambs -después parte del escándalo Irán-Contras-, identificó a las Farc como una “narcoguerrilla”. La organización lo rechazó, pero con el tiempo se constató que la definición no era tan remota.

Hacia 1991, por los días de la constituyente, se incluyó por primera vez en la agenda de negociación entre el Gobierno de César Gaviria y la Coordinadora Guerrillera Simón Bolívar, liderada por las Farc, el tema del paramilitarismo. Aunque no alcanzó a ser tratado, fue un avance llamar a este fenómeno ilegal por su nombre. Sin embargo, fue en este mismo gobierno en el que se tejió un nuevo ropaje de legalidad a favor de este actor armado: las Convivir. A finales de su gobierno, Gaviria firmó el decreto legislativo 356 de 1994, que reguló las cooperativas de vigilancia rural (Convivir), que permitían a sus miembros crear cooperativas de seguridad con armas de uso privativo del Ejército.

Las Convivir fueron usadas por el paramilitarismo para legalizar sus acciones y como medio para canalizar recursos. En el fondo, obraron como un activo medio de colaboración entre agentes del Estado y autodefensas. En 1997, varios movimientos paramilitares del país - Autodefensas Campesinas de Córdoba y Urabá, las del Magdalena Medio y las de los Llanos Orientales- se unieron bajo la dirección federada de los hermanos Carlos y Vicente Castaño para crear las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC). Mientras el presidente Ernesto Samper sorteaba los vericuetos del proceso 8.000, los paramilitares se fortalecieron y tomaron escala nacional, a imagen y semejanza de lo que habían alcanzado las Farc.

Al tomar las AUC alcance nacional, volvieron las dudas en el uso del lenguaje. En informes de paz de 1997, formulados por la oficina del comisionado de paz, quedó claro el intento de diferenciar entre autodefensas y paramilitares: mientras que los primeros tenían un supuesto proyecto político, los segundos era calificados de ser simples mercenarios. En tiempos de la presidencia de Andrés Pastrana, en la Fuerza Pública se acuñó el término Gaomil (Grupos Armados Organizados al Margen de la Ley) para designar indistintamente a paramilitares o a guerrilleros. Según Mejía, este tipo de nomenclaturas se hicieron para caracterizar política y operacionalmente a estos grupos, sobre todo para establecer políticas de sometimiento.

Más allá de estos intentos de cambiar la realidad a través de eufemismos, el uso del lenguaje no tuvo un impacto tan estratégico como lo que vendría en el siglo XXI en Colombia. La llegada al poder de Álvaro Uribe marcó una estrategia marcada en el uso del lenguaje para condicionar realidades, según señalaron la mayoría de los consultados. Según la especialista en Comunicación Política Nadia Pérez, profesora de la Universidad Pontificia Bolivariana, a partir de este gobierno hubo un intento de “encuadrar la realidad en un discurso para cambiar la construcción del imaginario, bajo el ideario de la seguridad democrática”. El primer paso fue denominar a las Farc como terrorista y no como grupo insurgente.

Según Jean Carlo Mejía, ningún mandatario anterior había negado la existencia del conflicto o de la guerrilla como actor insurgente, punto en el concuerda el historiador Álvaro Mejía Tirado: “los diferentes gobiernos no tenían distorsión total. Todos aceptaban que había un conflicto armado, y si estaban negociando era porque se daba estatus político a las guerrillas”. No obstante, Uribe cambió esta tendencia, ayudado por la guerra contra el terrorismo librada por Estados Unidos después del ataque contra las Torres Gemelas del 11 de septiembre. Al denominar a las Farc y el Eln como terroristas, según Tirado Mejía, les quitó su estatus político para negociar y se granjeó el apoyo del gobierno de George Bush.

Además de darle identificación de terroristas a las Farc y el ELN, el gobierno Uribe procedió a negar la existencia del conflicto en Colombia. De acuerdo a Victoria González, reconocer que en Colombia había guerra o conflicto les daba validez política a los grupos insurgentes, llevándolos a ser un igual al Estado, y habría sido aceptar que el Estado había fallado en su misión pues no “ha logrado ejercer el monopolio estable de la violencia física ni el dominio total sobre el territorio”. Bajo este planteamiento, se formuló toda la estrategia de seguridad en la presidencia de Álvaro Uribe: lo que antes se conoció como conflicto fue catalogado como hechos aislados producidos por grupos terroristas a exterminar.

“La democracia colombiana es una democracia que todos los días se ha perfeccionado más, que cuando quiera que se haya detectado una talanquera al ejercicio democrático, se ha superado. (…) Cuando hay un Estado constituido institucionalmente para garantizar el ejercicio pleno de la democracia, no se puede admitir la legitimidad de la oposición armada”, rezan apartes del discurso de Álvaro Uribe ante la Corte Interamericana de Derechos Humanos el 19 de junio de 2002. En esa misma intervención, Uribe se fue en contra de las Farc: “Ellos han ejercido como terroristas y han hablado como políticos sociales. Que se definan, que dejen esa hipocresía, que dejen esa doble moral, que no le hablen al mundo como políticos mientras actúan en Colombia están procediendo como terroristas”.

Este discurso negacionista del conflicto fue teorizado por cercanos al entonces presidente, como José Obdulio Gaviria, que incluso llegó publicar el libro “Sofismas del Terrorismo en Colombia” para decir que en el país no había evidencia de conflicto armado sino de una amenaza terrorista. “Definir una confrontación interna como conflicto interno armado es darles categoría de fuerzas beligerantes a unos grupos a los que seguramente antes se maltrataba de palabra y obra mientras no obtuvieran el poder”, expresó Gaviria en su publicación. Esta visión, no solo le quitó el carácter político a las Farc, sino que quitó de forma paralela la figura de la víctima. Sin conflicto no hay afectados sino meros daños colaterales causados por el accionar terrorista.

Sobre esta política de Estado por parte de Uribe, Jean Carlo Mejía señaló que se realizó un giro de 180 grados frente a lo que se venía construyendo, pero fue una decisión que careció de coherencia. “Aunque prohibió hasta hablar de conflicto armado y derecho internacional humanitario (DIH) -propio de los conflictos-, exigía el DIH y ordenaba operaciones militares en este marco jurídico. Igual, y esto casi nadie lo muestra, ante organismos internacionales en los informes, presentaba datos en DIH y, como si fuera poco sacó, la política integral de derechos humanos y derecho internacional humanitario del Ministerio de Defensa, en cabeza del ministro Santos 2008”, señaló el experto.

Mientras que Álvaro Uribe enmarcó la lucha en contra de las Farc como una ofensiva antiterrorista, por otro lado, inició negociaciones de sometimiento con las autodefensas. Como parte de las negociaciones se llegó a un punto en el que el ahora exmandatario y exsenador impulsó en la ley de justicia y paz que los paramilitares fueran juzgados por sedición, un delito que les daba un alcance político que realmente no tenían. Sin embargo, a este planteamiento se opuso la Corte Suprema de Justicia, que señaló que los paramilitares serían juzgados por concierto para delinquir, lo que los despojó de cualquier ropaje político y de las intenciones de estos grupos de alguna vez llegar al Congreso.

Esta decisión fue determinante para que muchos paramilitares no dejaran las armas o las volvieran a tomar. Sin embargo, curiosamente, en Colombia no se volvió a hablar de paramilitarismo después del proceso de reinserción y sometimiento. Desde entonces, estos grupos recibieron distintos nombres por parte de la oficialidad: bandas criminales emergentes (Bacrim) o Grupos Armados Organizados (GAO). Incluso se crearon divisiones enteras para luchar contra ellas, como la Unidad Nacional de Descongestión y Apoyo contra las Bandas Criminales de la Fiscalía General. Sin embargo, el concepto paramilitar o neoparamilitar se proscribió del lenguaje manejado tanto por el Ejecutivo como las Fuerzas Militares.

Aunque estos nacientes grupos contaron con hombres que venían de las autodefensas y hasta sus líderes habían sido parte de los procesos de desmovilización, hubo un intento de desligarlos del fenómeno paramilitar, tanto en el gobierno de Uribe como en los de sus sucesores -Juan Manuel Santos e Iván Duque-. Incluso, en el caso de las Autodefensas Gaitanistas de Colombia. Desde la oficialidad se les ha denominado Clan Úsuga, Urabeños y, ahora último, Clan del Golfo, en un intento por borrar cualquier relación con el paramilitarismo supuestamente desmovilizado y cualquier proyecto político anexo. “Hubo una negación para decir que a partir de Justicia y Paz el paramilitarismo desapareció”, declaró la profesora Pérez.

En el gobierno de Juan Manuel Santos se siguió con esta especie de eufemismo para nombrar a los grupos herederos de las estructuras paramilitares. Al principio de su mandato mantuvo la línea Uribe frente a las Farc, incluso no tuvo inicialmente comisionado de paz sino alto consejero de seguridad nacional, Sergio Jaramillo, que posteriormente sería una de las piezas fundamentales del Gobierno en los acuerdos de la Habana. Fue hacia el segundo año de Gobierno que Santos desandó gran parte de la ruta definida por Uribe con las guerrillas de las Farc, Eln y el conflicto colombiano para dar un vuelco a la estrategia a seguir.

A pesar de ser el ministro estrella de Uribe en la cartera de Defensa, Santos se fue en contra de los planteamientos de su mentor y reconoció la existencia del conflicto colombiano. Lo hizo en la ley de víctimas y restitución de tierras de 2011. Además, le confirió reconocimiento político a las Farc y al Eln, con disposición a sentarse a negociar acuerdos de paz. En la vía contraria, el movimiento contra los acuerdos de paz ganó con el NO el plebiscito para refrendar los acuerdos con la guerrilla y después la Presidencia en 2018. Ahora, Iván Duque, de la mano del uribismo, regresa a la tendencia de usar eufemismos para alterar la realidad, la prueba fue su intento de suavizar con la definición de “homicidios colectivos”, lo que todo el mundo sabe están repitiendo en Colombia: masacres.

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