La lógica de quienes no votan

El argumento que esgrimen es sencillo: ¿para qué votar si el voto individual no cuenta? Miremos el asunto con más detalle.

Ciro Gómez Ardila*
18 de junio de 2018 - 12:00 p. m.
La lógica de quienes no votan

Se sorprende uno al encontrar personas que afirman que no han votado en las elecciones, no sólo en las recientes, sino también en las pasadas. ¿Qué lógica puede tener este comportamiento?

Pues, por ilógico que parezca, desde la orilla de la racionalidad, lo que encuentran extraño los economistas y teóricos de juegos es que una persona vote en las elecciones de un país. El argumento que esgrimen es sencillo: ¿para qué votar si el voto individual no cuenta? Como se ve, es exactamente lo contrario que oímos elección tras elección, aquello de que todo vota cuenta. Miremos el asunto con más detalle.

Suponga que usted es miembro de una junta directiva que debe elegir presidente de la compañía y para el cargo hay dos posibles candidatos, muy opuestos en sus planteamientos. La junta, de siete miembros, está dividida en cuanto a sus preferencias y mañana será la votación definitiva. Si alguno de los miembros, que es de su mismo parecer en cuanto a los candidatos, avisa que no vendrá a la votación, usted se esforzará por hacerlo cambiar de opinión y seguramente le dirá algo como “tienes que venir, todo voto cuenta”, y no estará equivocado: ese voto puede ser el que defina de qué lado se inclinará la balanza.

Ahora bien, si la elección es entre los miembros de un club, y ya no son siete sino, digamos, doscientos votos, aquello de que “todo voto cuenta”, por muy dividida por mitad que esté la opinión, ya no es tan cierto. Y ni se diga si los votos son mil o un millón.

Conforme el número de votantes aumenta, las posibilidades de que un solo voto sea el definitivo disminuyen en forma dramática, hasta casi la imposibilidad práctica. Quizá el caso más cercano sea el de la elección de Bush y Al Gore, en la que 537 votos de diferencia inclinaron el estado de Florida, que, a su vez, dio la Presidencia a Bush. Pero aun en este caso, un solo voto no cambiaba el resultado. Aquel votante de Al Gore que ese día decidió quedarse en su casa no se reprochará haberlo hecho porque es consciente de que, aunque hubiera votado, no habría pasado nada distinto.

Con esta lógica, la de que el voto personal no va a cambiar nada y que, en cambio, el esfuerzo de votar sí tiene un costo (movilizarse, hacer cola, de pronto mojarse por la lluvia, perder la mañana, en fin), los teóricos afirman que votar no parece un concepto racional. Y atendamos que no se incluye en este paquete a quienes no votan porque están decepcionados del sistema o de “los políticos”, sino que se trata sólo de aquellos que de verdad quieren que gane su candidato y están ilusionados con su posible triunfo, pero sencillamente analizan las cosas con cabeza fría.

Este análisis nos deja con una conclusión poco agradable: aquello de que todo voto cuenta no es un argumento de peso y quizá sea la razón por la que, por mucho que se repite, parece tener poco efecto.

Naturalmente, el primer argumento contra esta tesis es que, si todos pensáramos así, nadie votaría, y que por lo tanto sí hay que votar. A esto, nuestros teóricos responden tozudamente que el que yo vote o no, no tiene efecto sobre lo que los demás lo hagan o no, y siguen preguntándose: ¿por qué la gente vota?

Hay al menos dos respuestas: una, que el sistema social y la educación nos han inculcado un sentimiento de cumplimiento del deber, y es ese sentimiento el que nos impulsa a votar. La otra compara el voto con los gritos de apoyo en el estadio a nuestro equipo: sabemos que nuestro grito o silencio no va a hacer la diferencia, pero aun así gritamos a todo pulmón; aún peor, gritamos incluso aunque veamos el partido solos y por televisión… ¿Acaso eso va a animar a nuestro equipo? ¿Qué diferencia hace que gritemos o no al televisor? Sin embargo, lo hacemos. Sin embargo, votamos. Y, claro, si no fuera por esta necesidad, nadie gritaría, no habría trasmisión por televisión, ni partido, ni elecciones.

Esto nos lleva a la conclusión de que si hay alta abstención es responsabilidad de una mala educación en deberes o de una falta de conexión entre los líderes políticos y la ciudadanía.

Por mi parte, he votado en todas las elecciones en que he podido e intento animar a todo el mundo a que lo haga, por quien quiera, pero que vote. Creo que es un deber y un privilegio. Somos deudores de todos los que lucharon para que podamos hacerlo y, además, me alegra saber que ayudo a cuidar, así sea mínimamente, esta democracia, que, con sus peros, sigue siendo democracia.

*Ph.D., profesor de Inalde Business School

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Por Ciro Gómez Ardila*

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