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Malos augurios para la paz: análisis de Francisco Gutiérrez Sanín

Un experto analiza todos los factores que juegan en contra de los Acuerdos con las Farc, desde la política local hasta el papel de los Estados Unidos. Capítulo del libro “¿Un nuevo ciclo de la guerra en Colombia?”, en librerías bajo el sello editorial Debate.

Francisco Gutiérrez Sanín * / Especial para El Espectador
24 de noviembre de 2020 - 05:29 p. m.
Francisco Gutiérrez Sanín es un reconocido investigador de temas políticos colombianos, profesor universitario y autor de varios libros sobre historia nacional y violencia.
Francisco Gutiérrez Sanín es un reconocido investigador de temas políticos colombianos, profesor universitario y autor de varios libros sobre historia nacional y violencia.
Foto: Cortesía

Una razón básica por la que los factores positivos de cambios podrían verse neutralizados es que el contexto evolucionó desfavorablemente. Por desgracia, no alcanzamos a hacer las cosas cuando teníamos que hacerlas. Ahora los factores negativos se acumulan. En efecto, cuando el entonces presidente Juan Manuel Santos anunció el comienzo del proceso de paz en Colombia, las condiciones parecían ser particularmente buenas. “Los astros estaban alineados”, dijo el propio Santos.

El proceso contaba con un presidente amigo en Estados Unidos, un factor crucial. De hecho —y pese a tener a Joe Biden, un reconocido halcón en la guerra contra las drogas, como vicepresidente— el gobierno de Estados Unidos parecía decidido a permitir algún margen de maniobra en ese otro frente también crucial para nosotros y para el resto de América Latina. Lo que se podría llamar la institucionalidad liberal global —con sus fuertes salvaguardas sobre la democracia y los derechos humanos— parecía estar en la cumbre de su poderío. Toda América Latina respaldaba el proceso; era uno de los puntos de convergencia de todo el espectro político del continente. (Recomendamos: entrevista con Francisco Gutiérrez sobre su nuevo libro “¿Un nuevo ciclo de la guerra en Colombia?”).

Los legados de décadas de conflicto (Wood y Starr, 2018) seguían allí, pero al menos algunos de ellos se estaban tratando explícitamente. Santos lanzó, y apoyó de manera inequívoca, el programa de restitución de tierras así como el Centro Nacional de Memoria Histórica. Dos documentos clave —el informe del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (Pnud) “Razones para la esperanza” (2011) y el manifiesto programático del entonces Grupo de Memoria Histórica “Basta Ya” (2013)— tuvieron un importante impacto social, intelectual y moral y, a la vez, mandaron a la sociedad un mensaje simple pero importantísimo: no podemos ignorar lo que ocurrió durante el conflicto.

Se podrá decir que Santos hizo poco para reformar el sistema político. Eso puede ser cierto o falso; requiere una evaluación separada. Por ejemplo, dos políticos cordobeses hoy encarcelados —”El Noño” Elías y Musa Besaile— acumularon bajo Santos enorme poder y estuvieron en el corazón de su esquema de gobernabilidad. A la vez, Santos fue quien sancionó el Estatuto de Oposición, cuyos impactos positivos se sienten hasta hoy. De manera más general: si el clientelismo y las formas de intermediación entre Estado central y territorio están en el corazón de las dinámicas violentas del país (Sánchez y Meertens, 1983; González, 2014; Gutiérrez, 2019), no hay la menor duda de que este sigue conteniendo materiales explosivos.

Seguramente la peor situación en términos de superación de los legados de la guerra se vivió con respecto de la fuerza pública. Aquí, por diseño, el proceso de paz no tenía nada que decir. Santos evaluó —seguramente con razón— que en las condiciones colombianas someter los diseños institucionales que regulan a la fuerza pública a una discusión con la guerrilla más grande del país hubiera explotado todo el proceso. A la vez, incluso aquí hubo cambios claramente insuficientes pero tangibles. El perfil y la retórica institucional se diversificaron. Muchos generales participaron en el proceso de paz con convicción y con honor.

Humberto de la Calle (2019) reporta que en algún momento la armonía entre militares y guerrilleros pareció ser tal que Joaquín Gómez jugó con la idea de que los dos llegarían a un acuerdo a costa de los políticos, que no entendían nada de la guerra. Las ideas de la paz y la equidad llegaron al Ejército —ojalá para quedarse—. Como fuere, la fuerza pública dejó oír una diversidad de voces que no se conocían en el pasado. El general Alberto Mejía, comandante de las Fuerzas Militares, estaba firmemente con la paz.

Por desgracia, en relación con todos estos factores, el mundo y el país evolucionaron en una dirección tremendamente negativa. El contexto internacional se deterioró de una manera muy sustancial. Las elecciones estadounidenses de 2016 dieron como ganador a Donald Trump, cuya orientación política es decididamente antiliberal. Trump, como se sabe, ha desplegado una actividad incesante para debilitar —en algunos casos desmontar— los pesos y contrapesos de la democracia de su país. Ha alentado más o menos abiertamente el supremacismo blanco y a distintos grupos de extrema derecha. Esto tiene a su país en llamas —y a muchos de sus principales líderes preguntándose por la continuidad del régimen democrático en su país—.

***

Se podría abrigar la esperanza de que todo esto pasara si Trump es derrotado en las elecciones presidenciales estadounidenses de noviembre de 2020. En el momento de escribir estas líneas, los sondeos dan en efecto amplia ventaja a Biden. Pero estas cosas pueden cambiar, y por el momento nadie (comenzando por Trump) está descartando nada. Incluso si las elecciones se llevan de manera perfectamente regulada y sin sobresaltos, y el ganador es Biden, no hay que hacerse muchas ilusiones. No digo esto por creer que él sea en esencia idéntico a Trump, una afirmación que, de hecho, me parecería descabellada. Sino porque la carcoma dentro del sistema político estadounidense ha avanzado ya bastante.

En particular, la potencia del norte tiene ya una base extremista de derecha grande y estable. Ya en la primera década de este siglo, el Partido Republicano se estaba radicalizando y moviendo hacia la derecha de manera cada vez más nítida, a medida que las urnas iban enseñando a los líderes que el extremismo no quitaba votos, sino que los daba. En 2006 Newt Gingrich declaró que los Estados Unidos se encontraban en medio de una guerra civil: guerra contra lo que él llamaba izquierda (es decir, el Partido Demócrata). “Esta guerra —dijo— estará caracterizada por el salvajismo y las grandes dimensiones que se observan en las guerras civiles verdaderas” (Armitage, 2017, p. 14). Eso sí, hizo la advertencia: se desarrollaría no en el campo de batalla, sino en las urnas. Esta glosa final a la declaración bélica de Gingrich no alcanzaba a ser tranquilizadora: anunciaba nítidamente el advenimiento de un severo resquebrajamiento en los supuestos básicos sobre los que se basaba la competencia bipartidista gringa de las décadas pasadas.

El activismo internacional de Trump ha ido deteriorando una a una las instituciones del orden liberal mundial que dieron por hecho los arquitectos de la paz colombiana. Sorprende retrospectivamente, por ejemplo, cuánta importancia se daba en las discusiones entre pacifistas —no solo las delegaciones del gobierno y de las Farc, sino también entre los técnicos y los formadores de opinión— a la Corte Penal Internacional (CPI). Sin embargo, Trump lanzó un ataque en gran escala contra ella por actuar contra soldados estadounidenses que habían cometido crímenes en Afganistán (CNN Politics, 2020). De nuevo, esto ya venía desde atrás; la relación de los Estados Unidos con la CPI siempre fue compleja, y los gringos siempre se cuidaron de que la justicia internacional no se les metiera al rancho. Pero hay una gran distancia entre esto y la hostilidad abierta, que es lo que estamos contemplando.

Por lo demás, es claro que no se trata de un fenómeno únicamente estadounidense. La nueva derecha internacional se ha venido tomando el mundo por asalto —independientemente del continente y del ingreso per cápita—. En India llego al poder el nacionalista y purista étnico Modi. En Rusia sigue reinando Putin. En Hungría se consolida en el poder Victor Orban, con un proyecto claramente autoritario y excluyente. En Polonia, un poco menos notorio, pero igualmente alarmante, está el partido Ley y Justicia (PIS, por sus iniciales en polaco). Europa Occidental no ha sido inmune a la oleada, con crecimientos vertiginosos en España, Francia y Austria, entre otros. En Gran Bretaña los antieuropeos ganaron el referendo para salir de Europa de manera supuestamente imprevisible, al mismo tiempo y un poco como aquí en Colombia los uribistas vencieron el referendo que supuestamente ratificaría el proceso de paz.

Esta oleada ha tenido y tendrá muchos impactos en nuestro país. Cada triunfo de la derecha extremista en el mundo, tanto en el occidental desarrollado como en América Latina, se convierte en un referente para el uribismo: en una fuente de inspiración y legitimidad, pero también de motivos políticos y de estrategias. Está también el espectro de una potencial guerra contra Venezuela, en la que Estados Unidos necesariamente involucraría a Colombia como punta de lanza de una “coalición”. Las probabilidades de que un conflicto de estos sea de corta duración son extremadamente bajas.

Hay otro efecto, quizás menos visible, pero con un gran peso potencial sobre la probabilidad de recaer en un nuevo ciclo de conflicto: que la política estadounidense bloquee la capacidad colombiana de lidiar con los legados de sus ciclos de conflicto. En efecto, sin rechazarlo de manera estridente, la potencia del norte simplemente ha ido sacando al proceso de paz de los primeros lugares de su agenda, priorizando, en cambio, cuestiones como la guerra contra las drogas.

El resultado muy concreto de ello es que el Gobierno colombiano está, para obedecer los mandatos de Trump, incumpliendo de manera crasa los acuerdos de paz con respecto de la sustitución voluntaria de los cultivos ilícitos, privilegiando a como dé lugar la erradicación forzada y, sobre todo, la fumigación. Esta última opción no solamente se corresponde bien con la visión de mundo y el carácter de Trump, sino que satisface a su base electoral, a la que el magnate tiene que dar señales públicas acerca de su dureza con respecto del crimen y la inmoralidad.

La obediencia de Duque también es fácil de explicar. Contrariamente al propio Trump, los uribistas siguen viviendo en el mundo de las alianzas de la Guerra Fría y, por consiguiente, en una lógica de subordinación total (cualquier intento de salir de allí es “ideológico” y “anacrónico”). Y, además, ellos también tienen que mandar señales a su base conservadora.

Tales incumplimientos han llevado a la fuerza pública a mantener una lógica de violencia extrema contra distintos sectores de la población civil, estigmatizados como un enemigo interno. En realidad, si se miran los legados de nuestro conflicto —tanto los que de alguna manera fueron transformados por la actividad reformista de Santos como los que en esencia no se tocaron—, ahora el país no tiene grandes posibilidades de contar siquiera con la neutralidad benevolente de los Estados Unidos.

De hecho, en algunos sentidos estamos ahora en una situación peor que la de la década de 1990, cuando la presión estadounidense contra violaciones extremas de los derechos humanos jugo un papel importante en la defensa de estos. Naturalmente, está aún el Congreso de ese país, cuya Cámara Baja regresó al control de los demócratas; pero mientras Trump esté en el Gobierno, es difícil que se produzca algún avance en este campo.

La influencia de la posición de los Estados Unidos se sentirá este año sobre todo en el sistema de instituciones de las Naciones Unidas, que no quieren provocar aún más el antimultilateralismo de los republicanos. Por ejemplo, las Naciones Unidas se hicieron las de la vista gorda ante los increíbles desmanes contra los campesinos cocaleros por parte de la fuerza pública colombiana durante las recientes campañas de erradicación —omitiendo referirse a ellas y al hecho de que constituyen una violación flagrante a lo estipulado en el Acuerdo de paz—, algo que de pronto no habríamos observado en otro contexto.

Sorpresas te da la vida, dice la conocida canción. Cuando se firmó el Acuerdo Final, los astros parecían estar muy bien alineados para que se produjera y floreciera la paz colombiana. Las demoras y la dificultad para mantener una coalición pacifista estable condujeron a que nos encontremos de repente en una situación en la que el Acuerdo está vuelto trizas y en el que el contexto internacional es bastante hostil.

Naturalmente, todo esto se puede matizar. Las cosas casi nunca van en una sola dirección. Por ejemplo, durante este periodo un latinoamericano con una actitud bastante positiva —en principio— a nuestra paz se convirtió en papa. Esto es muy importante: lo digo de nuevo sin la menor ironía. Basta con considerar la importancia que tiene la Iglesia católica en Colombia, sobre todo en los esfuerzos de paz. Pero esta circunstancia positiva no cambia la valoración general: mientras que el Acuerdo se comenzó a negociar en condiciones internacionales favorables, ahora la implementación se lleva a cabo bajo el espectro de múltiples presiones, restricciones y amenazas. Y esto ha hecho que los legados del conflicto queden prácticamente sin transformar. Varios de ellos pueden convertirse en la proverbial bomba de tiempo.

Una vez más, se podría plantear la pregunta de cuánto peso puede tener esto realmente sobre las probabilidades de caer de nuevo en el conflicto armado. Creo que mucho. La paz es una planta amable, pero delicada. Por supuesto, nada de esto implica la sugerencia de que la paz nos la van a hacer desde afuera. O que nos la van a destruir desde afuera. En este caso particular, para la destrucción parecería bastar con nuestros propios esfuerzos. Porque los colombianos eligieron en 2018 al representante de un partido político abiertamente hostil al proceso y al Acuerdo de paz.

* Profesor especializado en Ciencias Políticas, investigador, escritor y columnista de El Espectador. Se publica por cortesía de Penguin Random House Grupo Editorial.

Por Francisco Gutiérrez Sanín * / Especial para El Espectador

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-(-)24 de noviembre de 2020 - 11:51 p. m.
Este comentario fue borrado.
Atenas(06773)24 de noviembre de 2020 - 08:50 p. m.
Y se reitera este medio en su absurda tarea de darle vitrina a lo más selecto de la mamertosis. Y como fiel vocero de la retórica izq. repite hasta el cansancio la monotonía de un somero opinador propio. Como otro de los acostumbrados trinos de F.Cano: todo lo q' sea en el toconUr. Mientras escora como medio y no por pandemia.
Rodrigo(5842)24 de noviembre de 2020 - 08:24 p. m.
Por fortuna Donald Trump fue derrotado exitosamente. Se va. Está vez el despedido es él: "he is fired". Enhorabuena.
Tayrona(31467)24 de noviembre de 2020 - 07:50 p. m.
Por eso,y desgraciadamente, tenemos lo que nos merecemos. No vemos mas alla' de la nariz, si algo contradice o cuestiona nuestra manera de pensar goda, rezandera, retardataria, vengativa y violenta. Por eso mismo hay tanto uribista seguidor de un delincuente que con tal de continuar vigente para beneficio de el, de su partido y de sus amigos, le importo', le importa y le importara' un QLO la PAZ.
Tayrona(31467)24 de noviembre de 2020 - 07:50 p. m.
Por eso,y desgraciadamente, tenemos lo que nos merecemos. No vemos mas alla' de la nariz, si algo contradice o cuestiona nuestra manera de pensar goda, rezandera, retardataria, vengativa y violenta. Por eso mismo hay tanto uribista seguidor de un delincuente que con tal de continuar vigente para beneficio de el, de su partido y de sus amigos, le importo', le importa y le importara' un QLO la PAZ.
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