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Nubia Vivas, corrigiendo las erratas de la vida

Relato de una mujer que después de vivir una dolorosa infancia se convirtió en de las 770.827 víctimas indirectas por el homicidio de su madre a causa del conflicto armado. Hace poco perdió a su pareja por la COVID-19, sin embargo, con dignidad continúa en la lucha por vivir feliz y en paz.

Erick González G.*
01 de septiembre de 2020 - 03:00 p. m.
Nubia Vivas nació en Armenia (Quindío), el 21 de julio de 1969.
Nubia Vivas nació en Armenia (Quindío), el 21 de julio de 1969.
Foto: Cortesía

La entrevista quedó para las tres de la tarde, después de cumplir con el horario laboral. Nubia tuvo que retractarse de la cita inicial del mediodía, no tanto porque no tuviera tiempo para almorzar, sino por evitar que sus compañeras de aseo y cafetería la vieran hablando con un periodista de la entidad donde labora. Una mala lengua fotográfica, aspirante a paparazzo, que corre a publicar el chisme de turno como si tuviera la primicia del día, puede ocasionar problemas, solo que para ello a diferencia del fotógrafo de las vedets o del jet set que tiene su cámara para corroborar su perspicacia, el amateur del cotilleo solo puede valerse, en estos casos, de su plano subjetivo y de crédulos oídos.

A las tres, Nubia todavía se excusaba por el imprevisto cambio de horario, pero la realidad es que había que cuidar el trabajo, mucho más cuando el número de velas para apagar supera los 50. Pero esas disculpas ya delataban no propiamente una jeremiada, es decir, una exagerada lamentación, sino casi una súplica de quien en su rostro se adivina el dolor por el que ha peregrinado su vida, que con un labial rojo intenta disimular.

Nubia Vivas Rojas nació en Armenia (Quindío), el 21 de julio de 1969, un día después de que el hombre aterrizara en la luna y cuatro meses antes del estreno de la serie infantil por excelencia: Plaza Sésamo. Pero nada más distante de la imaginación espacial y de la inocencia de la rana René, Beto, Enrique y Abelardo que la infancia de Nubia, compuesta por sus padres, cuatro hermanas y dos hermanos, y penurias sin cuartel, en la población de Puerto Rico, en el Caquetá.

Era niña cuando las Farc protagonizaron una acción bélica en su pueblo, donde ella por sus añitos hizo un papel de extra, como los figurantes que están en una o dos escenas pero que desconocen el guion de la película, su edad y las intenciones guerrilleras no permitían más, era tan niña que confundía las balaceras con espectáculos de pólvora y sus camuflados con los del Ejército, pero tan niña que apenas le extrañaba que usaran sombreros campesinos y no las acostumbradas gorras militares.

—Niña, ¿sabe quiénes somos?—

—Soldados…—respondió Nubia.

—Nosotros somos guerrilleros, los muchachos del monte—

“Nosotros escuchábamos la frase ‘muchachos del monte’, pero no sabíamos que era eso”.

—Uy, monita usted cómo que es buena para enseñarle a manejar este rifle. ¿Vive muy lejos?—

—Sí, señor, muy lejos— afirmó Nubia.

—Entonces, corra, porque se va a armar la buena—

Esa refriega fue una oleada de rencor. “Los helicópteros pasaban por un lado y por el otro, fumigando a la gente. Mataron al comandante de la Policía, pero ninguno de los guerrilleros murió. De ese incidente no volvió a escuchar nada”, recordó Nubia.

Nubia estuvo hasta los nueve años con sus padres, porque su “papá era muy jodido”. Él se dedicaba a hacer bloques de adobe y obligaba a sus hijos a moler su infancia hasta tarde en la noche, recogiendo y cargando arena en ollas desde la quebrada. “Mi papá decía que no iba a pagar trabajadores, porque para eso nos tenía a nosotras y nos estaba dando de tragar. Un día nos mandaban a estudiar y al otro día no, porque decía que para aprender con el libro de dos hojas no se necesitaba estudio”.

Ese libro le parecía un imposible, una quimera, no comprendía cómo solo dos hojas podían contener una carga académica tal que cubriera todo lo que había que aprender. Tal vez era una simple excusa de su padre para capar responsabilidades. A su corta edad nunca pudo descifrar el libro con el ábrete sésamo de la educación, que con su portada y contraportada pedagógicas podía dar la misma lección al derecho o al revés, y cuyo profesor sustituto para ofrecer la misma lección siempre se ha valido de un lado: la palmada.

Su padre se “enmozó” y el calvario fue peor, no solo por las lecciones del cinturón, sino por algo mucho más flagelante: el hambre. “A veces el día era tinto al desayuno, tinto al almuerzo y tinto a la comida, y fuete y trabaje. Mi papá llegaba a darle golpes a mi mamá. Una vez le rompió la cabeza con una pala, le pegaba por las mozas. Él no llegaba borracho, pero nos daba como para acabarnos, porque decía que nosotras éramos los varones, pero él no les pegaba a los varones”.

Y si había tinto y algo más para pasar con el tinto era gracias a su madre, ya que el poco dinero que ganaba su padre se perdía en el mapa de caricias de su concubina: el cuerpo del delito.

El tribunal de la vida había juzgado muy duro a Nubia y sus hermanas, así que ella tomó una decisión con la esperanza de cambiar esa sentencia. “Yo fui la primera que me volé de la casa. Me fui de 9 años, pues había un señor que iba mucho a la casa. Yo no lo quería, pero de obligada me fui con él, porque me dijo que me llevaba así fuera de niñera al ver tanto sufrimiento en la casa”.

Así quiso huir de su vida, de su infancia alienada, pero no pudo huir de sí misma… a los nueve años no se puede escapar de la inocencia, de ese candor que le impidió intuir la bífida intención de su paladín, un café más amargo y oscuro.

Le prometió Armenia y un trabajo de niñera, pero la realidad fue otra: el monte y sus propios niños. “Fui violada por él. A esa edad qué iba a saber para qué servía el hombre o la mujer, porque nunca vimos a mi papá dormir con mi mamá, jamás, mi papá dormía con los dos varones y mi mamá con las mujeres”.

Durante el saqueo de su infancia vivieron en Caquetá y en el Llano hasta que al año decidió no convivir más con él. Con un bebé y embarazada de su segundo hijo regresó a casa de sus padres, pero un lo lamento hija, no es bienvenida, no tiene derecho de volver, por parte de su madre, estrangularon sus esperanzas y revivieron las humillaciones y los golpes. “Usted no se puede ir del lado mío porque la mando matar”, fue la amenaza de bienvenida a su casa en Lejanías (Meta). “Ese señor resultó peor que mi papá”.

Él era técnico de radio y nunca sintonizó con ella, que trabajaba en lo que saliera. La alta frecuencia del maltrato no cedía, pese a comprar una casa para no pagar arriendo. Él se “enmozó” con la sobrina y con el paso de las caricias decidió vender el inmueble, sin avisar a Nubia de su venta, para apostar sus ganancias al rojo pasión. A los ocho días del adiós llegó el nuevo dueño que le enseñó la puerta de la calle sin piedad alguna por el futuro de ella y sus cinco hijos, que sin techo ni trabajo estable pintaba harapos y limosnas.

Como la casa materna estaba prohibida, se fue a buscar trabajo a otras tierras. Recogió café en fincas ajenas hasta que regresó a Puerto Rico, bajo las alas de su hermana, donde en esta ocasión sí sería una de las protagonistas del terror de las Farc. El 12 de mayo de 1990, un Día de la Madre, con pocos días de haber retornado a su pueblo, decidieron visitar a su mamá, Carmen, porque madre es madre pese a su maltrato y rechazo, y porque lo ordena el cuarto mandamiento: “Honrarás a padre y madre”.

Nubia, su hermana y un hermano, como dictaba la costumbre de aquellas fechas, la acompañaban a misa para santificar ese día, a dar las gracias, por el milagrito y la bendición, ignorando que por ellos aguardaban los responsos. Un plomazo en el pecho esperaba a Carmen.

Carmen no murió al instante, los segundos que duró en el piso exangüe y sin poder hablar fueron aprovechados por inescrupulosos que se valieron del revuelo para robarle la prótesis dental por sus piezas de oro, antes de que la recogieran y la llevaran al puesto de salud, donde “el médico se negó a atenderla porque estaba borracho”. El padre de Nubia, quien “era un hombre sinvergüenza, que nunca abandonó su hogar, consiguió la plata para llevarla al pueblo El Doncello, pero murió antes de llegar”.

“A mi mamá la mataron las Farc dizque porque decían que ella sabía muchos secretos de esa gente, tal vez porque ella lavaba ropa en casas ajenas y se enteraba de cosas, entonces le decían ‘doña Carmen no queremos que usted abra esa boca para nada’. Ella había recibido amenazas, pero no tenía miedo, perro que ladra no muerde, decía, y mi papá no se preocupaba porque ese problema no era con él”.

Comenzaba otro viacrucis aparte del sentimiento de desgracia que se enciende porque le maten a la mamá el Día de la Madre y en presencia de uno: recaudar dinero para el féretro y el entierro. Como la película Lola, del gran director filipino Brillante Mendoza, donde una abuela debe recolectar dinero en el barrio para el funeral de su nieto asesinado, mientras otra abuela lo hace para cubrir los gastos del juicio de su nieto acusado de ese homicidio, Nubia y sus hermanos con megáfono al hombro debieron clamar limosna para despedir a su madre. “La gente llegaba a la alcaldía y a la funeraria a donar su dinero”. El funeral se extendió por cinco días, tiempo que duraron en recoger los últimos auxilios.

Así, Nubia se convirtió en una de las 770.827 víctimas indirectas por homicidio debido al conflicto armado en el país y su madre en una de las 274.319 personas asesinadas en Colombia y una de las 8.375, en Caquetá, según el Registro Único de Víctimas.

El destino para algunas personas siempre puede empeorar. Su hermana no podía acogerla por más tiempo con sus cinco hijos, así que Nubia se marchó para Ataco, en el Tolima, donde otro hermano, quien con sorpresa le ofreció un destino más oscuro: prostituirse para para ganarse el pan con el sudor del cuerpo. “Él tenía una zapatería y puso una cantina, donde me mostró un cuarto para que atendiera clientes si quería vivir donde él y si quería tener la comida para mí y para mis hijos, y eso que yo le hacía todo el oficio de la casa”. Ese señor resultó peor que su papá y su marido.

Un señor que había escuchado lo planes de su hermano y de su cuñada al respecto se le acercó y le ofreció esperanza. “No se preocupe que yo no la voy a dejar morir”, fue la respuesta a sus ruegos. “Ese señor consiguió un rancho y me dijo que me daba la posada, y a cambio de qué le dije, y él me respondió: ‘no mona, lo hago con el corazón, yo no soy como su marido o las personas que usted ha tratado’”.

Su benefactor le consiguió cama, estufa y ollas, pero a ella le preocupaba la alimentación. “¿Usted sabe hacer chuzos?”, sin importar la respuesta, esa pregunta se transformó en clases de comida rápida, insumos y un carrito ambulante. “El me acompañaba a vender en las noches y hacía el masato, y todo lo que yo sacaba lo vendía, y acredité mi negocio”.

Pero el odio de su hermano por despreciar su propuesta la perseguía como un juramento. Le montó la competencia y a precios más baratos; sin embargo, la aversión por Nubia tuvo alcances propios del Bajísimo. “Él hacía brujería y hacía riegos para que me fuera mal; ‘la tengo que ver destruida, la tengo que ver de rodillas’, me decía”.

Fue tal la antipatía, palabra que tal vez se queda corta cuando lo hecho debió haber inspirado más de un madrazo y varias persignaciones, que Nubia le devolvió todo a su benefactor para evitarle oscuros problemas, le agradeció por la ayuda y se marchó a Armenia.

En la capital quindiana crio a sus hijos sola. No consiguió pareja por las cicatrices de su anterior relación y “por temor a que abusaran de ellos”. En las temporadas en las que no recogía café, de seis a doce del día trabajaba en casa de familia, y de una a seis de la tarde se dedicaba a la construcción. Hace once años se mudó a Bogotá porque era muy difícil el rebusque en Armenia. Ya fue indemnizada por la Unidad para las Víctimas, dinero que invirtió en una casa en la ciudad donde nació.

En estos tiempos de pandemia, cuando todos queremos dar la dirección equivocada a la muerte, como diría el poeta colombiano Juan Manuel Roca, no fue posible para Nubia evitar su guadaña: la segunda jornada sin IVA afectó a su pareja, no porque haya salido a beneficiarse de los descuentos de ese día, sino porque su hermano que sí lo hizo lo contagió del virus de la COVID-19, el sábado 4 de julio cuando almorzaron juntos. Ambos fallecieron 15 días después.

Pese a esta adversidad, las palabras de Nubia no guardan el dolor acostumbrado en época de luto, ni siquiera para ella que esa fatalidad le llegó un día antes de su cumpleaños, ni siquiera para ella que se ha construido de infortunios, ya tiene callo en el alma para ello; Nubia ya barrió las esquirlas de su pasado y limpia su futuro, solo que ahora en compañía de un buen tinto.

* Periodista de la Unidad para las Víctimas

Por Erick González G.*

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