El apocalipsis fue ayer

Presentamos en exclusiva un aparte de uno de los capítulos del libro "Vigilantes de la salud", que conmemora los 100 años del Instituto Nacional de Salud y recoge los principales hitos que permitieron que la esperanza de vida en el país se duplicara en el último siglo hasta llegar a los setenta y cuatro años en promedio de la actualidad.

Carlos Dáguer*
15 de julio de 2018 - 08:54 p. m.
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La versión oficial concluyó que “el beso de la dama española” –como poéticamente algunos bautizaron el contagio– cobró sus primeras víctimas en octubre, aunque otras voces atestiguaron que ya en septiembre había matado a una señora que tomaba el tren a Girardot. Dicen que la pasajera dio un alarido, cayó entre las ruedas del vagón y no solo forzó el cambio del itinerario del tren, sino el suyo propio: terminó su viaje en la sala de autopsias, junto a un cementerio en el que muy pronto terminarían amontonándose las víctimas insepultas de los mismos “besos” (1).

Algunos especularon que la infección llegó en el Satrustegui, un vapor procedente de Barcelona que arribó el 2 de julio de 1918 a Puerto Colombia, en el departamento del Atlántico, con más de un millar de pasajeros que habían enfermado en altamar (2). La nave no fue sometida a cuarentena, y ninguno de los viajeros fue examinado al desembarcar.

Resultó, sin embargo, sospechoso que los afectados por la fiebre, el catarro, la tos, la cefalea y los dolores articulares y musculares –síntomas habituales de la infección– no fueran los habitantes del Caribe sino los de las alturas de Bogotá, un millar de kilómetros más al sur y dos mil seiscientos metros más arriba.

Entonces se barajaron otras hipótesis. Un artículo del diario El Espectador planteó que pudo haber llegado al centro del país en un paquete de correo procedente de Estados Unidos (3). Nunca se pudo probar. Lo que sí resultó claro fue que desde la capital tomó el rumbo de los correos y los ferrocarriles, y así fue apareciendo en Boyacá, Antioquia, Tolima, Bolívar, Valle, Caldas y los dos Santanderes.

Mucho más claro fue su impacto: la “dama española”, la gran pandemia de influenza de 1918, la célebre gripa española, alcanzó a cebarse en Bogotá a un ritmo de ciento quince muertes diarias –diez veces más que el promedio habitual (4)– y paralizó la ciudad.

El 25 de octubre, el periódico El Tiempo informaba que casi ninguno de los miembros del gabinete había podido trabajar, y que la mayoría de los parlamentarios se había ausentado del Capitolio. En colegios, bancos, almacenes y compañías teatrales reinaban las incapacidades. Telegramas y correos llegaban con retraso. Aunque las Hermanas de la Caridad no estaban en mejor estado de salud que el resto de los ciudadanos, la superiora envió religiosas al hospital de La Hortúa para que atendieran a los enfermos en unos salones adecuados para la ocasión. La mitad de los policías padecía la gripa, y las calles, en horas de la noche, estaban desiertas. “Nadie sale y el tráfico de vehículos (coches, carros y automóviles) se ha disminuido considerablemente pues la epidemia no ha respetado ni aun a los aurigas, que era en Bogotá la gente que se consideraba inmunizada contra la gripa” (5). Un novelista incluso diría que los conductores de estos carruajes “caían desde sus pescantes sobre las ancas de los caballos pacientes y morían entre las ruedas de sus coches” (6).

El miércoles de esa semana, veintiséis cadáveres de ciudadanos que habían muerto sin recibir asistencia médica esperaban en el anfiteatro para ser enterrados, y otros veinte se encontraban en la misma situación en las bóvedas del cementerio (7).

En las autopsias que en esos días realizaron los doctores Ricardo Fajardo Vega y Jorge Martínez Santamaría se encontraron lesiones de neumonía y bronconeumonía en los cuerpos, y los exámenes bacteriológicos practicados por este último, así como por el doctor Bernardo Samper Sordo y el profesor Federico Lleras Acosta, demostraron la presencia de neumococo, estreptococo, estafilococo y el bacilo de Pfeiffer (erróneamente considerado, hasta 1933, causa de la gripa común). “La asociación de estos microbios, y especialmente la virulencia que adquirió el neumococo, explican la intensidad de las complicaciones pulmonares”, rezó un informe del titular de la Dirección Nacional de Higiene, Pablo García Medina, que, sin embargo, no se aventuró a atribuir un origen específico a aquel mal (8).

Ante tanta confusión, el alcalde no tuvo más remedio que expedir un decreto por el cual se constituyó la Junta de Socorros, conformada por un grupo de notables del sector privado que se hicieron a la tarea de asesorar a las autoridades y recoger fondos para la atención médica de los enfermos que no tuvieran recursos. Sus primeras recomendaciones: suspender las clases en escuelas y colegios, aplazar los exámenes y cancelar cualquier tipo de evento público.

Con el paso de los días, la epidemia se fue retirando en el mismo orden con que fue llegando. A finales de noviembre invadía los dos departamentos de Santander, pero ya se declaraba extinta en la capital. Según las cuentas oficiales, unos sesenta mil bogotanos –de los ciento cuarenta mil que poblaban la ciudad– sufrieron la infección, y 1.573 fallecieron (9). En el departamento de Boyacá, que entonces contaba medio millón de habitantes, se presentaron unas dos mil defunciones entre octubre y noviembre (10).

Retirada la gripa, sobrevino una crisis de nueva índole: las críticas por la reacción tardía y la imprevisión de las autoridades nacionales. Parecía el colmo que las acciones más efectivas no hubieran sido iniciativa del Gobierno, sino de la caridad y de la Junta de Socorros que, a fin de cuentas, era un organismo privado (11).

Cartas en el asunto

La “dama española” fue el caso emblemático, pero junto a ella afloraban muchas otras debilidades en la salud de la población colombiana. Pese a la inexistencia de una estadística fiable en las primeras décadas del siglo XX, una mirada a las publicaciones científicas de la época permite identificar las necesidades más apremiantes.

En marzo de 1917, la Revista Médica de Bogotá publicaba dos cartas de la Junta Central de Higiene dirigidas a los presidentes de las asambleas departamentales y al presidente del Concejo Municipal de Bogotá (12). Como organismo oficial responsable de las enfermedades epidémicas, el saneamiento y el control de los puertos –y en cierto sentido como semilla del Ministerio de Salud Pública, que se crearía como tal en 1953–, la junta les recordaba los “esfuerzos supremos” realizados en 1915 por el Gobierno nacional para combatir la disentería y el sarampión en la Costa Atlántica y en algunos departamentos del interior, y los realizados en 1916 para controlar la fiebre amarilla en Buenaventura y Caldas, así como las epidemias de disentería y paludismo ocurridas en fechas recientes en las riberas del río Magdalena. “La viruela –continuaba la misiva, reconociendo que existía una vacuna contra esa enfermedad– se ha hecho endémica en Colombia, sucesivamente recorre todas las poblaciones, y en algunas de ellas, como en esta capital, no falta jamás”.

No más de seis mil colombianos padecían lepra (13), y era claro el afán del Gobierno por llevarlos a lazaretos, donde ya había logrado concentrar unos cuatro mil setecientos. El inventario de preocupaciones reflejadas en aquellas páginas también incluía la difteria, la tos ferina, la fiebre tifoidea, el alcoholismo, la sífilis, la tuberculosis y la anemia tropical.

La provisión y la calidad del agua para consumo humano eran motivos recurrentes de discusión. Había total consciencia de que la contaminación de las fuentes era causa de enfermedades, y de que el abastecimiento era tan importante como la disposición de excretas y aguas negras. La presencia permanente de fiebre tifoidea y disentería en Bogotá era atribuida a la mala calidad del líquido y, según los cálculos de la Junta Central de Higiene, cada una era responsable de más de doscientas muertes al año. Ante ese tipo de evidencias, el Gobierno nacional animaba a las autoridades regionales a invertir en acueductos y alcantarillados.

Una hojeada a las publicaciones médicas colombianas producidas un siglo después permite advertir que muchas de las palabras usadas entonces por la Junta de Higiene cayeron en desuso, adquirieron un deje antiguo o se tornaron marginales. En los comienzos del siglo XXI, tifoidea, disentería, difteria, anemia tropical y viruela, entre muchas otras, son expresiones que tienden a quedar archivadas en papeles de color sepia. Y, en contra de las nostalgias mal documentadas, eso no tiene otra explicación que el avance social, el hecho de que, pese a las dificultades, hubo ciudadanos e instituciones que escucharon las críticas, aprendieron de los errores y tomaron cartas en el asunto.

La semilla de una muy buena parte de las soluciones, de hecho, ya había sido sembrada el 24 de enero de 1917, cuando el Laboratorio de Higiene Samper-Martínez abrió sus puertas en una casona del barrio Chapinero en Bogotá. Era una iniciativa privada de dos médicos con amplia formación académica en Colombia y el exterior: Jorge Martínez Santamaría y Bernardo Samper Sordo, los mismos que durante la epidemia de gripa realizarían autopsias y análisis bacteriológicos.

Aquel laboratorio fue el inicio de esa entidad que cien años después, sobre la avenida El Dorado con carrera 51 de Bogotá, es conocida como el Instituto Nacional de Salud, una organización corresponsable del destierro de muchas de aquellas palabras que invadían las páginas de las revistas médicas y asolaban las primeras décadas del siglo anterior.

Bien sea porque recibió una vacuna o porque sobrevivió a una mordedura de serpiente; bien sea por el dato revelador de un estudio que contribuyó a mejorar las condiciones de salud de su población o por la aplicación práctica de las investigaciones sobre la naturaleza de mosquitos y parásitos; bien sea porque adoptó medidas de precaución ante una posible epidemia o porque cuenta con agua potable, es probable que no haya un solo colombiano que no se haya beneficiado, directa o indirectamente, de alguna de las actividades realizadas por el Instituto en su historia.

El hecho contundente es que la esperanza de vida en el país se duplicó en el último siglo hasta llegar a los setenta y cuatro años en promedio de la actualidad (14).

O quizás, más que duplicarse: en La población colombiana: Dinámica y estructura, Harold Banguero y Carlos Castellar anotan que ya en 1938 la esperanza de vida de las mujeres era de 37,2 y la de hombres, de 36. Los créditos por un avance de ese tenor no pueden individualizarse; son colectivos y responden a múltiples factores. Pero nadie podrá negar que el Instituto ha sido actor de primera línea en el proceso.

La confluencia de una buena cantidad de esfuerzos fue la que hizo eso posible. Moisés Wasserman Lerner, director del Instituto Nacional de Salud entre 1996 y 1998, compara la historia de la entidad con la cuenca de un río. “La forma de imaginar ese desarrollo es como muchas corrientes o ríos que afluyen a uno central que termina conteniéndolos a todos pero que luego, en su camino, genera brazos que toman otras direcciones y fertilizan diferentes suelos”, dice el bioquímico (15).

Siguiendo con la alegoría, podría decirse que el Parque de Vacunación, que comienza en las postrimerías del siglo XIX y se integra a finales de los años veinte, es el tributario de más remoto origen; el Instituto Nacional de Vigilancia de Medicamentos y Alimentos (Invima), que obtuvo vida propia en 1993, es la bifurcación más reciente. En la mitad del trayecto aparecen los aportes de una variedad de afluentes: desde aquellos que resultaron de la investigación a través de un microscopio hasta aquellos que provinieron del trazado de un acueducto. La diversidad y la capacidad de adaptación enriquecen la herencia del Instituto.

Orden en la casa

No fue casualidad que el Laboratorio de Higiene Samper-Martínez consagrara sus primeros esfuerzos a la producción de suero antidiftérico y vacuna antirrábica. Hacia 1895, cuando Bernardo Samper Sordo tenía alrededor de cinco años, perdió a una hermana que había enfermado de difteria porque el suero para neutralizar la enfermedad no se encontraba disponible en Colombia. Ocho años después, un gato sospechoso de rabia mordió a otra hermana y a una empleada de la casa. En este caso, las dos mujeres tuvieron que emprender un largo y lento viaje a Estados Unidos para que les fuera administrada la respectiva vacuna.

Jorge Martínez Santamaría no había sido indiferente a estos acontecimientos. En los días de la mordedura del felino ejercía como practicante de la familia Samper. Más aún, en 1910, poco después obtener su grado de médico, se casaría con una hija de esa familia.

Aparte de la cercanía y la prestancia de sus hogares, existían otras afinidades entre los futuros fundadores del Instituto: aunque con algunos años de diferencia, los dos eran egresados de la Facultad de Medicina de la Universidad Nacional de Colombia y los dos habían completado su formación en el Reino Unido y en Estados Unidos. En Harvard, donde habían vuelto a encontrarse, concibieron la idea de crear un laboratorio que fuera más allá de la producción de sueros y vacunas, como lo hacía el Instituto Pasteur en Francia; querían un laboratorio que participara activamente en la salud pública, al estilo de los que comenzaron a surgir en Estados Unidos a finales del siglo XIX (16).

Muy pronto el Samper-Martínez sería el laboratorio mejor dotado en el país, y estaría en capacidad de realizar análisis de calidad de productos, diagnosticar enfermedades microbianas y parasitarias, y producir grandes cantidades de sueros y vacunas para uso humano y veterinario. La Fundación Rockefeller –gran aliada de las iniciativas de salud en el continente durante las primeras décadas del siglo XX–, de hecho, lo consideraba el mejor en su especie en América Latina, apenas superado por sus similares en Buenos Aires y Río de Janeiro (17).

Los logros tempranos, el rápido prestigio adquirido y una ley que desde 1914 ordenaba establecer un instituto bacteriológico central –incumplida por más de un decenio 18– terminaron dando motivos al Congreso para autorizar que el Samper-Martínez pasara a manos del Estado. “En este Laboratorio –se lee en la ley del 31 de enero de 1925– se preparan de preferencia los sueros, vacunas y demás productos biológicos para combatir las enfermedades infecciosas reinantes en Colombia: la rabia, las mordeduras de serpientes, epizootias, como el carbón bacteridiano, el carbón sintomático, etc.” 19.

La misma ley facultó al Gobierno para que organizara un instituto de higiene en el que se agruparan el Laboratorio Oficial de Higiene creado en 1919, el Parque de Vacunación, que databa de 1897, y aquel instituto bacteriológico central que nunca vio la luz como tal, sino como Laboratorio Samper-Martínez. Al año siguiente, cuando ya era una entidad estatal, el Legislativo le asignó a este último las funciones de investigar sobre la naturaleza de las epidemias y elaborar sueros, vacunas y demás biológicos necesarios para combatir y tratar las enfermedades infecciosas 20.

El primer día de 1929 entró en vigencia otra ley que finalmente selló los ajustes que se venían haciendo con cuentagotas. La entidad que debía agrupar a las otras fue bautizada como Instituto Nacional de Higiene Samper-Martínez y asumió las funciones que anteriormente, por separado, el Congreso había dado a los tres laboratorios (el Oficial de Higiene, el de Vacunación y el Samper-Martínez) (21). El nuevo instituto sería una dependencia de la Dirección Nacional de Higiene y Asistencia Pública –para entonces, lo más aproximado a un ministerio de salud–, y se ocuparía de investigar sobre higiene, practicar análisis químicos y bacteriológicos, determinar la naturaleza de las epidemias, preparar sueros, vacunas y biológicos, reglamentar y autorizar la comercialización de preparaciones medicinales, y diseñar cursos para la formación del personal del sector.

Los autores de la Historia de la Medicina en Colombia describen el significado de ese proceso: el Samper-Martínez “se configuró como el primer mojón efectivo en la institucionalización de la medicina de laboratorio en un momento en que el país había dado el salto hacia la teoría microbiana y la institucionalización de la bacteriología, e iniciaba el tránsito desde la higiene europea hacia la salud pública norteamericana” (22).

*Autor del libro "Los vigilantes de la salud".

Referencias

1. Osorio Lizarazo, José Antonio. “La gran epidemia de gripa de 1918”, en Reportaje a la historia de Colombia: desde la rebelión de Mosquera a la época actual. Planeta, 1989, págs. 205-210.

2. García Medina, Pablo. “La epidemia de gripa”, en Revista Médica de Bogotá. Año XXXVI, noviembre-diciembre de 1918, números 436 y 437, págs. 459-476.

3. Martínez Martín, Abel Fernando; Manrique Abril, Fred Gustavo; Meléndez Álvarez, Bernardo Francisco. “La pandemia de gripa de 1918 en Bogotá”, en Dynamis 2007; 27: Martínez Martín, Abel Fernando; Manrique Abril, Fred Gustavo; Meléndez Álvarez, Bernardo Francisco. “La pandemia de gripa de 1918 en Bogotá”, en Dynamis 2007; 27: 287-307.287-307.

4. Martínez Martín, et al., en op. cit., ¿p?

5. “La gripa y los estragos que causa”. El Tiempo, 21 de octubre de 1918, pág. 2.

6. Osorio Lizarazo, José Antonio, en op. cit., ¿p?

7. “La epidemia de gripa en Bogotá”. El Tiempo, 25 de octubre de 2018, pág. 2.

8. García Medina, Pablo. “La epidemia de gripa”, en Revista Médica de Bogotá. Año XXXVI, noviembre-diciembre de 1918, números 436 y 437, págs. 459-476.

9. Ibidem.¿p?

10. Manrique F, Martínez A, Meléndez B, Ospina J. “La pandemia de gripe de 1918-1919 en Bogotá y Boyacá, 91 años después”, en revista Infectio, 2009, volumen 13, no. 3, septiembre de 2009.

11. Martínez Martín, Abel Fernando; Meléndez Álvarez, Bernardo Francisco; Manrique Corredor, Edwar Javier. “La Junta Central de Higiene de Colombia, otra de las víctimas de la pandemia de gripa de 1918-1919”, en Astrolabio, número 13, 2014.

12. Junta Central de Higiene. Revista Médica de Bogotá. Año XXXV, no. 418, 1917, pág. 224.

13. Revista Médica de Bogotá. “Tratamiento y profilaxis de la lepra”. Año XXXV, números 424 y 425, pág. 690.

14. A. Harold Banguero y Carlos Castellar. La población colombiana: Dinámica y estructura. p. 130. B. “Indicadores de mortalidad 1985-2015”, en www.dane.gov.co.

15. Wasserman M. Discurso pronunciado en la tertulia “Perspectivas y rol del Instituto Nacional de Salud en su nuevo siglo” en la Academia Nacional de Medicina. 17 de marzo de 2017.

16. Quevedo V., Emilio et al. Historia de la Medicina en Colombia, tomo III. Tecnoquímicas, 2010, pág. 275.

17. Ministerio de Salud, Instituto Nacional de Salud. Reseña histórica del Laboratorio Nacional de Salud Samper-Martínez 1917-1982. Bogotá, 1982, pág. 4

18. Ley 72 de 1914.

19. Ley 15 de 1925.

20. Ley 27 de 1926.

21. Ley 100 de 1928.

22. Quevedo et al. Op. cit., ¿p?

Por Carlos Dáguer*

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