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El último viaje del yagé

La amistad entre los sionas, un pueblo indígena del Amazonas, y los quillacingas, una comunidad campesina de los Andes que lucha por rescatar sus raíces indígenas, se teje gracias a una planta sagrada.

Pablo Correa
24 de julio de 2016 - 02:00 a. m.
En la vereda El Romerillo, en inmediaciones de la laguna de La Cocha, en Nariño, se reunieron representantes de los sionas, una comunidad amazónica, y los quillacingas, de origen andino. / Miguel Alvear
En la vereda El Romerillo, en inmediaciones de la laguna de La Cocha, en Nariño, se reunieron representantes de los sionas, una comunidad amazónica, y los quillacingas, de origen andino. / Miguel Alvear

En un maletín escolar negro y desgastado por el uso guardaron el “remedio”. Los primeros rayos de sol fueron la señal para que los sionas emprendieran el viaje. La lancha abrió un surco en las aguas del río Putumayo y el motor desentonó en la orquesta de ruidos de la selva. A un lado se sentó el taita Humberto, un viejo fortachón, alegre y conversador. A su lado viajaba el taita Pablo, otro patriarca, un poco más circunspecto y serio. El grupo lo completaban tres líderes jóvenes, los taitas Sandro, Mario y Julián. La abuela Celia decidió acompañarlos.

En lo alto de los Andes, lejos de la tupida selva amazónica, el gobernador del pueblo quillacinga, Camilo, se preparaba para recibirlos. Desde hace más de una década, más de la mitad de los campesinos que habitan en las veredas alrededor de la laguna de La Cocha iniciaron un proceso para rescatar sus raíces indígenas, una tradición milenaria que en cuestión de medio siglo se fue desvaneciendo. En esa búsqueda de la tradición extraviada, los quillacingas han ido tejiendo una amistad con los sionas, que los guían en su búsqueda cultural y espiritual.

El viaje del yagé

Los millones de chorritos de agua que bajan de las montañas y forman la laguna de La Cocha más adelante se encajonan y el río que forman, el Guamúez, se escurre por las montañas, atraviesa todo el valle del Sibundoy y más abajo alimenta al gran río Putumayo. De esa manera, ambas comunidades saben que están inexorablemente unidas a pesar de las montañas, valles y selva que los separan. El agua que los quillacingas ven nacer es la misma en la que nadan los peces que comen todas las mañanas los sionas en el corazón del Amazonas.

Después de un par de horas en lancha, los sionas llegaron a Puerto Asís. Allí abordaron un bus. Esperaban llegar a Pasto (Nariño) al final de la tarde y con una hora más de viaje a la laguna de La Cocha, a mas de 2.600 metros de altura. Al taita Camilo y a los demás miembros del cabildo se les fue el día resolviendo problemas y en tareas cotidianas mientras esperaban a sus huéspedes.

La espera se alargó. Al caer la tarde no había señales de los sionas. Las llamadas a los celulares se caían. Pacientes, como si el tiempo no importara, los quillacingas se entretenían en sus oficios. El frío que barre la laguna penetraba las gruesas ruanas. Por fin, sobre las nueve de la noche se enteraron de que un derrumbe en la vía había dilatado el viaje. Al lado de la última lumbre del fogón de la cocina esperaba el taita Camilo.

Por fin aparecieron. Llamadas iban y venían para coordinar el viaje hasta la casa del taita Roberto, un viejo campesino que en 1998 decidió, junto con algunos vecinos, que volverían a ser indígenas, como lo habían sido sus abuelos y bisabuelos. Que la modernidad y todas sus ambiciones los estaba destruyendo.

Por una trocha oscura, encharcada, bordeando toda la laguna, se treparon los carros hasta la vereda El Romerillo. Unos 30 campesinos ya estaban instalados en la casa. Varias mujeres se calentaban las manos sentadas al lado de un rin de carro convertido en cama para el carbón.

Primera toma

Los taitas sionas se vistieron con sus cusmas, unas batolas blancas, y se colgaron los collares fabricados con colmillos de puerco de monte, pepas y semillas. El cansancio del viaje desapareció instantáneamente de sus caras. El humo de cigarrillos enturbió la atmósfera de la sala de la que también salían rezos en lengua siona, cánticos dulces.

Los hombres hicieron una fila. A cada uno le entregaron una pequeña vasija rebosante de “remedio”. Al lado había trocitos de caña pelada para borrar el sabor amargo que deja el yagé. Envueltos en sus ruanas, los quillacingas elegían algún rincón en aquel patio amoblado con un tablón de lado a lado y un par de bancas.

Cuando pasó el último hombre, el turno fue para las mujeres. Alguien apagó el único bombillo que alumbraba. Los taitas, desde su guarida, no paraban de rezar y cantar, una letanía encantadora. A un lado del patio, más allá, más acá, lejos, se escuchaba a alguien vomitando. A veces eran sólo los ruidos de la noche.

Un par de jóvenes se encargaban de quemar incienso. Iban de un lado a otro, sigilosos. La voz del taita Pablo arropaba a todos. Los campesinos e indígenas, envueltos en sus ruanas oscuras, parecían grandes piedras en la oscuridad.

Yo estaba preocupado porque no había llevado la cámara conmigo. Ni siquiera una libreta de apuntes. El taita Sandro me había dicho que esto es algo que se lleva sólo en el corazón.

Cerré los ojos. Cuando los abrí todo a mi alrededor había tomado una consistencia distinta. El universo parecía fabricado de una materia desconocida. La noción del tiempo desapareció. Recuerdo que veía la luna moviéndose un poco más hacia la derecha. Como una manecilla del único reloj que tenía esa noche.

Un chico envuelto en su ruana pasaba un mal momento luchando contra fantasmas internos. Los demás permanecían estoicos envueltos en sus ruanas, pasajeros de un viaje misterioso. Recuerdo esa noche como una travesía llena de emociones cálidas y entrañables, un repaso por recuerdos perdidos, una revisión a fondo de decisiones tomadas y por tomar. La experiencia que provoca esa planta está mas allá del lenguaje. Cualquier intento por explicarla está condenado al fracaso.

Un sol tenue, opaco, marcó el fin de la noche. Entre la niebla y el frío, las caras estaban sonrientes. Resultado de una terapia sanadora. Las mujeres de la casa no tardaron en ponerse al frente de sus oficios. Prendían fogones. Pelaban las papas para el caldo. Llovía como sólo llueve alrededor de la laguna de La Cocha. Chorros y chorros de agua por todos lados.

Sobre el mediodía, con sus mejores ropas, se fueron las familias a la iglesia para bautizar a un nieto del taita Roberto. La tarde transcurrió lenta entre conversaciones coloquiales.

Segunda toma

En la noche se repitió el mismo ciclo chamánico. Una ceremonia que los sionas aprendieron de sus padres y estos de los abuelos, y así, en un viaje a sus ancestros. Una ceremonia perfeccionada a lo largo de siglos.

—Los ancestros no son el pasado porque ellos van adelante en el tiempo, ya pasaron, nosotros somos los que vamos atrás —dijo uno de los taitas.

Sonaron los collares. Los rezos. Los chasquidos. Los cantos de sanación. El olor a incienso invadió otra vez la casa. Los hombres desfilaron frente a los taitas y recibieron una segunda toma de “remedio”. Luego las mujeres. Y luego a todos se los tragó la noche. Cada uno en la soledad de su propia experiencia con el yagé. Enchumados, dicen ellos.

El domingo fue un día de fiesta en la vereda El Romerillo. Las mujeres ensartaron una docena de cuyes en una rueda metálica que luego un par de jóvenes giraron por un par de horas sobre el fuego. Repartieron vino casero, hecho de uchuvas. Los sionas y los quillacingas cantaron toda la tarde.

Volví a preocuparme por no haber tomado un solo apunte. No haber grabado un solo minuto de aquellas ceremonias, de las rutinas de la vida campesina en La Cocha, de las palabras del taita explicando cómo poco a poco han rescatado del olvido las tradiciones indígenas, cómo nació la amistad con los sionas. Sobre sus experiencias en lo más alto de los Andes con el yagé. ¿Qué iba a decir en el periódico si llegaba con las manos vacías?

Entonces entendí que no tenía sentido intentar atrapar con una cámara lo inatrapable. Los sionas y los quillacingas acababan de darme una lección. Los había buscado para preguntarles qué entendían por salud y enfermedad mental, cómo debía ser el diálogo entre la medicina tradicional y la psiquiatría, cómo se relacionaban con el sistema de salud colombiano, incapaz de discernir unas culturas de otras.

Su respuesta fue esa invitación a participar en una ceremonia que no tiene equivalente en nuestra medicina ni cultura. Entendí por qué le dicen “remedio”. Es cierto que nuestra farmacología se ha hecho sofisticada al punto de crear moléculas que intervienen directamente sobre nuestras neuronas, capaces de modular la depresión, la psicosis, la esquizofrenia y otras enfermedades, pero a ellos esa planta les ayuda a entender la vida en una dimensión más amplia. Nuestros tratamientos son individuales y egoístas. Ellos practican un ritual que mantiene la salud colectiva.

Ellos resisten como pueden la aplanadora de la modernidad, se defienden con una planta que les ayuda a recordar los valores más básicos de la vida. Y así se curan. Nosotros hacemos todo lo posible por entretenernos y evitar la introspección.

Los sionas emprendieron el viaje de regreso a su territorio el lunes sobre el mediodía. Llevaban en su maleta truchas, cuyes, regalos de los quillacingas en agradecimiento por compartir el “remedio”. Antes de irse me contaron que una empresa petrolera se ha instalado en su resguardo.

—No hay paz interior si no hay paz con la naturaleza —dijo uno de los taitas. Otra sencilla noción que olvidamos con frecuencia.

Pero se fueron sonrientes. Han resistido cosas peores a lo largo de siglos. También podrán superar la ambición de los petroleros. El “remedio” les mostrará el camino, dijeron.

Una petrolera en territorio de los sionas
 
El pasado 21 de abril las autoridades del pueblo siona emitieron la Resolución 001, en la que expusieron  sus razones para rechazar la realización de estudios sísmicos por parte de la empresa Amerisur Exploración Colombia en una franja de 27 km, que se adentra en el resguardo indígena de Buenavista que ellos habitan. 
En la resolución, citando la Constitución y las leyes que garantizan el ejercicio de funciones jurisdiccionales dentro de su territorio, los sionas declararon todo el resguardo como un lugar sagrado. 
 

Por Pablo Correa

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