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La guerra intelectual contra la fracasomanía

En un libro titulado “Alguien tiene que llevar la contraria” (sello Ariel), el ministro de Salud confronta dogmas, falacias y verdades a medias que se han adueñado de la vida colombiana.

Pablo Correa
30 de octubre de 2016 - 04:45 a. m.
El ministro de Salud, Alejandro Gaviria, habla sobre “Alguien tiene que llevar la contraria”. / Archivo
El ministro de Salud, Alejandro Gaviria, habla sobre “Alguien tiene que llevar la contraria”. / Archivo

Es difícil encontrar una “etiqueta” para colgarle a Alejandro Gaviria. La de ministro de Salud es una contingencia política. ¿Académico liberal? ¿Intelectual? ¿Investigador? Serían muy planas. En un libro que acaba de publicar con Editorial Planeta, provocadoramente titulado Alguien tiene que llevar la contraria, que compila doce ensayos, Gaviria se autodefine como “un reformista escéptico”, “un liberal trágico” y más adelante como “un ateo no practicante”. Sea lo que sea, es raro encontrarse a un ministro de Salud diciendo que gobierna inspirado en ideas de Estanislao Zuleta.

El libro reúne una serie de reflexiones escamoteadas al poco tiempo que le dejan sus obligaciones al frente de un sistema de salud casi todos los días al borde de un colapso, con problemitas como Saludcoop o Caprecom dándole vueltas en la cabeza. “Creo íntimamente que la acción y la reflexión deben ir de la mano”, anotó Gaviria en la introducción de su libro.

Acostumbrados a criticar sin piedad al funcionario de turno y culparlo de todos los males que nos rodean, en este libro, Gaviria sin duda se va en contravía. Directo contra algunos de nuestras ideas más comunes.

¿Usted se autodefine como un “reformista escéptico” y un tuitero lo llamó con aprecio “el tecnócrata de la gente”. ¿En pocas palabras eso qué es?

Un reformista escéptico es alguien que cree en las posibilidades del cambio social pero que es consciente al mismo tiempo de los límites de las reformas legales, la inconveniencia de muchas utopías y el poder asimétrico del Estado, siempre mayor para destruir que para construir. “Un escéptico es alguien que haría mejor las cosas si solo supiera cómo hacerlas”, decía un filósofo inglés. Lo de “tecnócrata de la gente” es un buen chiste que expresa tal vez mi incomodidad con el poder (a veces demasiado visible) y mi tendencia a interactuar con todo el mundo en las redes sociales.

Como reformista escéptico, si tuviera todo el poder necesario para cambiar una sola cosa al sistema de salud, ¿cuál sería?

El sistema necesita recobrar la coherencia y desterrar la corrupción. Un mejor sistema de información que garantice la transparencia y obligue a todo el mundo a rendir cuentas es fundamental. Para algunas enfermedades raras, hay más pacientes en el Valle del Cauca que en todo México. Hay personas a quienes les prescriben más de 500 pañales al mes. Somos el único sistema de salud del mundo que paga por sillas de ruedas de $30 millones o más. En el Atlántico, el porcentaje de nacimientos por cesárea llega casi a 80 %. Valdría la pena saber quién está haciendo qué. Al fin de cuentas se trata de recursos públicos.

Dice en su libro que “la familia tradicional está desapareciendo, con consecuencias inquietantes”. Llama la atención que un liberal esté reflexionando sobre esto cuando al otro lado, en el mundo conservador, hay cierta histeria por el mismo tema. ¿Cuáles son para usted esas “consecuencias inquietantes”?

Estaba pensando en los sistemas de salud: las responsabilidades del cuidado están siendo abandonadas por las familias y trasladadas completamente al Estado, con efectos no solo fiscales, sino también sociales. Con frecuencia encuentro a ancianos abandonados a su suerte en los hospitales. Las familias no quieren saber nada más de ellos. La responsabilidad del cuidado se nos vino encima y no estamos preparados.

¿De qué manera la lectura de un filósofo como Estanislao Zuleta le ha servido para ser ministro de Salud?

Me ha servido sobre todo en los debates y discusiones públicas. Uso a menudo su idea de la “no reciprocidad lógica”: pretendemos que nos juzguen por las intenciones, pero juzgamos a los demás por los resultados. Me gusta también su insistencia en las demandas contradictorias: “Quiérame mucho, pero déjeme solo”, decía Zuleta haciendo alusión a los adolescentes. Pretensiones similares abundan en todo el sector público. Su defensa de la honestidad intelectual, su invitación a ser consecuentes y su crítica al dogmatismo son claves en los debates públicos sobre la salud, tan llenos de falacias y verdades a medias.

¿Qué cree que estaría pensando Zuleta sobre la situación política actual de Colombia?

Al final de mi ensayo sobre Zuleta cito un párrafo que me parece clarividente: “la sociedad colombiana no está polarizada. Hay organizaciones y grupos políticos que tratan de polarizar y llevar los conflictos a posiciones extremas. Pero la población quiere la paz y la democracia y no la victoria de uno de los bandos. Cuando la población misma (y no sus autoproclamados voceros) está dividida en dos tendencias irreconciliables, ya no quiere la paz, sino la victoria de su campo. Pero cuando la inmensa mayoría reclama paz y democracia, como ocurre entre nosotros, el camino para lograrlas sigue siempre abierto”. Creo que seguiría siendo optimista. Un optimismo con desazón, pero optimismo al fin y al cabo.

Dos días antes de leer su libro, su defensa del liberalismo y la democracia, leía aterrorizado lo que escribió un pastor cristiano en Las2 Orillas: “A todos los ateos, gais, asistan este domingo a la iglesia cristiana más cercana para empezar una nueva vida en Cristo”. Porque llegará el día en el que Dios pondrá a su diestra a los salvados y a la izquierda –sí, a la izquierda– a los malditos”. ¿Cómo convivir con esas ideas tan radicales en una misma democracia? ¿Cómo entendernos si las posiciones son tan radicales?

Hay una interesante reflexión de Isaiah Berlin sobre John Stuart Mill que cito en el libro y que da luces sobre cómo lidiar con las ideas odiosas: “No pedía necesariamente el respeto a las opiniones de los demás –decía Berlin sobre Mill–; lejos de ello, solamente pedía que se intentara comprenderlas y tolerarlas, pero nada más que tolerarlas. Desaprobar tales opiniones, pensar que están equivocadas, burlarse de ellas o incluso despreciarlas, pero tolerarlas”. El contraataque es a veces necesario, pero debe ser la excepción y no la regla. La voz de la razón, leí alguna vez, es suave pero persistente.

¿Cómo se convierte alguien en “ateo no practicante”? ¿En qué consiste?

Un ateo que respeta las creencias y no quiere convertir el ateísmo en una cruzada. Como digo en el libro, “la gran mayoría de los hombres continuará agradeciéndole a un dios inexistente cada amanecer, despidiendo a sus muertos como si partieran para un largo viaje y atribuyéndoles a las divinidades los caprichos del destino”. La humanidad, decía Pessoa, gime en la oscuridad.

Uno de los ensayos se titula “El silencio de Darwin en Colombia”. Un título muy sugestivo. ¿Cree que siguen llegando muy tarde las nuevas ideas a Colombia? ¿Por qué cree que ha sido tan difícil crear una cultura científica en el país?

Las ideas de Darwin llegaron tarde y fueron combatidas por los poderosos. Cuando Jorge Isaacs escribió que era darwinista, casi lo excomulgan. Miguel Antonio Caro se le vino encima con la furia de un Ordóñez. Desde la Colonia, la objetividad científica fue combatida en nombre del humanismo, de dios o de la defensa de la moral pública. El pensamiento anticientífico sigue estando muy arraigado, no solo entre los curas. Algunos ensayos naturalistas de William Ospina, por ejemplo, son parte de la misma tendencia.

El libro contiene una interesante reflexión sobre la palabra meritocracia. Nuestros líderes políticos esgrimen mucho eso pero dicen otra cosa con los ejemplos más cercanos. ¿Qué tanta movilidad social cree que hay en Colombia?

Ha aumentado, pero existe poca movilidad social, mucho menos que en otros países de la región. Paradójicamente hay más movilidad en lo público que en lo privado, más en el Congreso que en las juntas directivas, por ejemplo. La meritocracia, definida restrictivamente, ha sido un obstáculo para la movilidad. En el libro cuento que el origen de la palabra fue peyorativo, pero con el tiempo se convirtió en una expresión eficaz, apropiada para justificar la exclusión.

Usted reflexiona sobre la vigencia del capitalismo y la muerte del marxismo. Me llamó la atención que en esa reflexión sobre la actualidad y el futuro de nuestro sistema económico por ninguna parte se asome la crisis ambiental y la necesidad de armonizar nuestras ideas con una visión de la naturaleza. ¿Por qué cree que no estamos tomándonos tan en serio el problema ambiental?

Tiene razón. No mencioné el tema en el libro. Estoy de acuerdo: en el mediano plazo, el capitalismo tendrá que reinventarse, más por razones ambientales que sociales. Nuestra incapacidad de tener en cuenta los derechos de las próximas generaciones es trágica. No solo es el negacionismo de algunos, es también la inacción de los convencidos de la realidad del cambio climático.

¿Qué tan lejos cree que estamos de poner fin a la guerra contra las drogas? ¿Cómo se imagina ese fin?

Es una carrera larga, sin final a la vista. Confío, eso sí, en algunos triunfos parciales: la legalización de la marihuana, la adopción de políticas de reducción del daño, el abandono de las intervenciones más nocivas y antipáticas como las aspersiones aéreas, el respeto a los derechos humanos de los consumidores, la consolidación de políticas de salud pública, etc. Algo hemos avanzado al respeto. Pero falta mucho.

Usted le declaró la guerra intelectual a la fracasomanía. ¿Si ve posibilidades de no fracasar en ese campo?

No, no las veo. A la gente le gusta enfocarse en lo malo. Los medios de comunicación, los noticieros de televisión en particular, le apuntan a la vulgaridad del corazón humano. El reconocimiento de algún progreso social es visto por muchos como una tendencia reaccionaria. La disminución de la pobreza en la última década ha sido notable, pero mencionarlo es casi un anatema. No se puede. Muchos no quieren oírlo. La fracasomanía, en todo caso, no es más que una forma eficaz de demagogia.

¿Qué le han dicho de su libro? ¿Cuál ha sido el mejor halago y cuál la crítica más dura?

En general he recibido comentarios positivos. Me gustó la definición del libro hecha por un tuitero, “reflexiones sobre la inestable relación entre la teoría y la práctica”. Haciendo alusión a la portada, otro dijo críticamente que me llevó la corriente. Probablemente tenga razón.

Por Pablo Correa

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