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La otra escena del VIH-sida en Colombia

Entrevista con Gabriel Martínez Arciniegas, personaje de “Vista desde una acera” y uno de los médicos que más ha trabajado contra el síndrome.

Pedro Adrián Zuluaga * / Especial para El Espectador
27 de septiembre de 2020 - 02:00 a. m.
Según el Ministerio de Salud, en Colombia, desde 1985 hasta diciembre de 2018, se habían reportado 147.941 casos de infección por VIH-sida. En el recuadro el doctor Gabriel Martínez Arciniegas.
Según el Ministerio de Salud, en Colombia, desde 1985 hasta diciembre de 2018, se habían reportado 147.941 casos de infección por VIH-sida. En el recuadro el doctor Gabriel Martínez Arciniegas.
Foto: / Getty Images

“Creo que es una suerte haber caído en este hospital. Casi todas las enfermeras de este piso son simpáticas, y ese doctor Martínez es una montaña de gente buena: tiene un corazón que uno no se explica cómo le cabe en ese cuerpo tan flaco”. Esto lo escribió Fernando Molano Vargas (1961-1998) en Vista desde una acera, publicada por primera vez, y de forma póstuma, en 2012, y recientemente reeditada por Seix Barral. Esta novela, la segunda del autor bogotano después de Un beso de Dick (1992), es —entre muchas otras cosas— un testimonio invaluable para construir un relato histórico sobre el impacto del VIH-sida en Colombia, sobre todo en esa primera década —la de 1980 — en que la enfermedad causó incontables muertes y mucho sufrimiento, vivido casi siempre bajo el peso del silencio y la vergüenza.

El hospital del que habla Molano Vargas es el Simón Bolívar, que ya desde los años 80 hacía parte de la red de hospitales públicos de Bogotá. Allí se creó el primer programa de atención a pacientes con el cuadro de inmunodeficiencia que por entonces se empezaba a asociar con el virus del VIH. Molano transformó su propia experiencia con la enfermedad, y en especial la de su amigo y novio Diego, en una poderosa autoficción en donde se mezclan “el dulce amor y la amarga muerte”. Eso es Vista desde una acera, el viaje épico de “dos tipos luchando encantados, los dos juntos, para salir del barro”. En esa lucha encuentran la incomprensión de propios y extraños, agrandada por la homofobia, pero también “la bondad en una esquina” (el título del posfacio que Héctor Abad Faciolince escribió para la primera edición de la novela).

Gabriel Martínez Arciniegas es el bondadoso doctor Martínez del que habla el narrador de la novela. Como jefe del departamento de Medicina Interna del Hospital Simón Bolívar, conoció y atendió los primeros casos de VIH-sida en Colombia. Hoy atiende consultas privadas en el Centro Médico de la Sabana, en Bogotá. Su trabajo a favor de los pacientes con VIH en Colombia ha sido contada muy pocas veces(una de ellas en el libro Peregrinos del sida, publicado en 1995 por el periodista Luis Cañón), pues a la historia de esta primera pandemia del mundo globalizado la domina el sentimiento trágico, cuando no la misma vergüenza y el silencio que vivieron los enfermos, sus familias y amigos. Esta entrevista quiere ayudar a romper ese silencio y recordar que donde hay sufrimiento también hay resistencia. Fue una suerte conocer personalmente al médico, pero también al hombre, que alguna vez le dijo a Fernando, el narrador abrumado por la enfermedad de su novio: “Lo primero que quiero que sepas es que yo soy tu amigo”. (Lea más en El Espectador: en 2019 los casos subieron un 12%).

¿Cómo y en qué año se creó el programa de atención a pacientes con VIH-sida en el Hospital Simón Bolívar?

Todo empieza en 1984. Ese año nos llegó al hospital un paciente con una neumonía; sale de ella, pero la neumonía vuelve y repite un par de meses después. Además, comienza a presentar un cuadro crónico de diarrea. Aunque sabíamos muy poco del síndrome de inmunodeficiencia adquirida, pensamos que probablemente esa era la explicación, porque también presentaba antecedentes de riesgo.

¿A qué se refiere con antecedentes de riesgo?

A personas con exposiciones que en ese momento eran arriesgadas: relaciones múltiples con parejas del mismo sexo, transfusiones sanguíneas (tuvimos varios pacientes que habían sido infectados a través de ellas, porque no se hacían pruebas de sangre en ese momento) o drogadicción intravenosa en la que se compartían jeringas o agujas. Esos eran los factores de riesgo más importantes. Para confirmar la sospecha hicimos las pruebas que en su momento estaban vigentes y con las que buscábamos comprobar la inmunodeficiencia a través del conteo de linfocitos.

En 1984 el VIH aún no se había aislado, ¿no?

Se sabía que estábamos ante una enfermedad de origen viral, pero el virus se estaba apenas investigando. En el año 85 recibimos un segundo paciente también con todas las características de un cuadro de inmunodeficiencia sumada a factores de riesgo. Entonces comenzamos con el equipo del hospital a investigar más para encontrar explicaciones; para el año 86 nos apareció un tercer paciente. Ya había corrido la bola de que nosotros habíamos visto a un par de pacientes en el hospital, y al comienzo de 1987 abrimos una consulta externa. En ese momento comenzaron a llegar las pruebas que se podían hacer en sangre para detectar anticuerpos contra el virus. Bernardo Camacho, que era nuestro jefe de banco de sangre, tomó la iniciativa y puso en práctica las pruebas para todas las personas que donaran sangre. Entre los donantes hubo uno que otro caso positivo muy esporádico, pero ya las personas que tenían factores de riesgo sabían del hospital e iban allá a hacerse las pruebas. Si no estoy mal, en el año 87 nosotros hicimos como quince diagnósticos positivos. Para el 88 [el año en que fueron diagnosticados Fernando Molano Vargas y su novio Diego] subió como a sesenta. En el año 89 los diagnósticos pasaron de noventa y nuestras hospitalizaciones comenzaron a aumentar de forma progresiva. Llegamos a tener hasta 16 camas del departamento de medicina interna del Hospital Simón Bolívar comprometidas con el programa para VIH. Después del año 90 se disparó; creo que llegamos a hacer más de 150 diagnósticos por año.

¿La creación del programa fue entonces una iniciativa de este grupo de personal médico del Simón Bolívar?

Sí, muy inquietos con todo esto, no solamente comenzamos a estudiar sobre el tema sino a preguntarnos qué más podíamos hacer. En compañía de la Secretaría de Salud de Bogotá, con su grupo de epidemiología, decidimos hacer una campaña de educación. Cuando algunos bares o restaurantes adonde acudían poblaciones de riesgo iban a renovar sus licencias —lo que en parte se hacía a través de esta Secretaría—, logramos contactar a los dueños o administradores, y armados de un proyector de diapositivas y un telón para proyección, hacíamos charlas informativas. Generalmente lo hacíamos los sábados en la tarde, que era la hora de mayor flujo de gente en esos lugares. Eso redundó en un mayor número de consultas y diagnósticos. Fue algo absolutamente quijotesco, pero también muy satisfactorio. Estábamos tratando de combinar la educación con diagnósticos tempranos; en consecuencia también nuestro programa se fortaleció.

Las primeras pruebas de las que usted habla entiendo que las tenían que enviar a Atlanta. ¿Es así?

Las del año 84 sí. Las enviamos a Atlanta y ahí verificamos que el paciente tenía una inmunodeficiencia. Luego hubo otra persona que colaboró muchísimo con nosotros y que hoy no vive en Colombia, el doctor César Albarracín. Él era internista y a la vez inmunólogo, y manejaba el laboratorio de inmunología del Hospital San José. Desde el comienzo nos colaboró con la realización de los exámenes para conteo de linfocitos.

¿Trabajó también con el médico Henry Ardila (q.e.p.d.)?

Sí, él trabajaba en la Secretaría de Salud, en la oficina de epidemiología, que era la que manejaba enfermedades transmisibles.

¿Cómo se trataban las enfermedades o los cuadros clínicos que aparecían en los pacientes?

El tratamiento lo enfocábamos en las infecciones asociadas. Por ejemplo, si el paciente presentaba una infección por un toxoplasma cerebral, una neumonía por pneumocystis carinii o una diarrea crónica, todo eso lo podíamos tratar. Pero no teníamos ningún elemento antiviral. No existía todavía la Zidovudina (AZT), que llegó en el año 91 o 92; ahí ya pudimos empezar a tratar pacientes con antirretrovirales. En el año 96 llegó la segunda generación de antirretrovirales: la Lamivudina, la combinación de esta con Zidovudina; luego llegaron los inhibidores de la transcriptasa y los inhibidores de proteasa. A partir del año 97 o 98 comenzaron a aparecer todas las grandes combinaciones y un arsenal de medicamentos que nos permiten tratar mucho más y mejor a los pacientes. Desde ese momento hasta acá el desarrollo de nuevas moléculas ha sido muy interesante, al punto de que desde hace mucho años el número total de pacientes hospitalizados por enfermedades o infecciones asociadas es cada vez mucho menor, los diagnósticos se hacen más temprano y los tratamientos empiezan antes. Hoy manejamos la infección por VIH (yo sigo siendo un poco crítico de que se diga VIH-sida, porque sida es la etapa final de la infección por VIH) como una enfermedad crónica, como la hipertensión arterial o la diabetes, aunque sigue siendo mortal si no se trata.

¿Qué luchas tuvieron que dar dentro del hospital o fuera de él para crear, mantener y fortalecer el programa?

Fue una iniciativa del grupo que veía a estos pacientes, pero siempre tuvimos respaldo de las directivas del hospital. No voy a decir que fue fácil, pero contamos con su apoyo primero para crear la consulta y luego para vincular gente al grupo. Y también nos respaldó la Secretaría de Salud.

Antes de la Ley 100, ¿cómo era el acceso de los pacientes a los medicamentos?

De su propio pecunio. No había otra forma de adquirirlos. Algunos pacientes tenían lo que en su momento era el Seguro Social y quienes manejaban un programa similar al nuestro en el Seguro lograron incluir el acceso a los medicamentos. Fue una lucha dura entre el 90 y el 92, y la Ley 100 aparece en el 93. También hubo inconvenientes para incluir los medicamentos dentro de la Ley 100. Pero en los primeros años el AZT lo adquirían los pacientes con su propio dinero.

Ángeles en Colombia

La historia del programa de atención a pacientes con VIH del Simón Bolívar se cruza con otras iniciativas del sector público, algunos sectores de la Iglesia católica y la militancia LGBTIQ+. Es un relato menos vistoso que el de la estigmatización o la tragedia, pero lo compensa. Los dos lados de la escena fueron protagónicos en la historia contada en los países ricos, donde asociaciones como ACT-UP se han hecho cargo de esta memoria plural. En países como Colombia, con sus narrativas derrotistas, ese equilibrio es mucho más esquivo. Este convencimiento —en el marco de una investigación para escribir una biografía de Fernando Molano Vargas— me llevó tras los pasos del doctor Martínez, quien me advirtió antes de recibirme en su consulta que no quería ni podía mencionar nombres propios de pacientes, por la reserva que se debe a las historias clínicas.

¿Cómo ve usted el papel de la Iglesia o de algunos sacerdotes que por iniciativa propia crearon también programas o casas de acogida?

Tengo que ser franco: el único programa que funcionó fue el de los eudistas, que comenzó con una pequeña casa cerca de la Escuela Militar. En esa casa se daba albergue a los pacientes con VIH. Pero en la posición global de la Iglesia se satanizó a la enfermedad, viéndola como un castigo de Dios a las conductas de algunas personas. No querían saber nada de lo que estaba pasando, al punto de que hubo una propuesta de excomulgar a todos los que trabajábamos con VIH.

¿Ustedes tenían contacto con los médicos que estaban intentando crear programas similares en otras ciudades de Colombia?

Tuvimos mucho contacto con Julián Betancur y Lázaro Vélez, que manejaban el programa en el Hospital San Vicente de Paúl, de Medellín. Fue una relación primero de amistad y luego laboral muy interesante. Intercambiábamos mucha información; también con Rubén Darío Gómez, un epidemiólogo que trabajaba en Metrosalud.

Según se lee en “Vista desde una acera”, el diagnóstico del novio del narrador ocurre en abril de 1988 en la Fundación Santa Fe, justo aquí al frente de donde estábamos hablando. ¿Qué vínculos había entre el Simón Bolívar y la Santa Fe?

La Fundación Santa Fe manejaba un grupo grande de pacientes. Lo que pasaba era que el diagnóstico era muy controversial, socialmente era un lastre, generaba —y aún hoy en día— una terrible discriminación. Entonces quienes tenían los recursos para hacerlo preferían acudir a la Santa Fe. Guillermo Prada los veía con mucha frecuencia, porque la fundación estaba como dentro de una burbuja y era más difícil que el diagnóstico saliera a la luz pública que cuando se hacía en un hospital público. El Simón Bolívar tenía más relación con el Centro de Análisis Molecular, que fue el primero que hizo citometría de flujo y pruebas de detección viral, que nos ayudó mucho a todos. Nosotros les remitíamos los pacientes y ellos les hacían las pruebas, subsidiando parte del valor de los exámenes.

Usted hizo gestos muy concretos que hicieron más amable la vida, no solo de los pacientes de VIH-sida, sino de sus cuidadores; por ejemplo, y según me contó el activista Manuel Velandia, permitir que estos últimos se quedaran a acompañar a los enfermos durante la noche. Cuando Molano Vargas murió, en 1998, en el Hospital San Pedro Claver, del Seguro Social, a su hermano Jorge Alberto no le permitieron quedarse a acompañarlo. Es un ejemplo de la diferencia que hace una decisión médica o administrativa. Usted se había ya retirado a mediados de los años 90 del Simón Bolívar, ¿no?

Sí, en 1995 me fui a trabajar a la industria farmacéutica con una compañía que en su momento estaba sacando antirretrovirales para enfrentar el VIH. Me retiré del hospital y un día pensé en reconstruir toda la información, pero el libro con los nombres completos de los pacientes, el número de cédula, la fecha de diagnóstico y todo eso ya nadie sabía dónde estaba. Respecto a la otra parte de su pregunta: es que los pacientes diagnosticados con VIH eran personas que sufrían de soledad y discriminación, las enfermeras a duras penas los veían. Entonces cómo no iba a permitir uno que lo que en su momento era su familia se quedara con el enfermo. Fue una discusión muy grande que tuvimos. ¿Qué es familia? Familia no es papá, mamá e hijos, sino quién convive conmigo, quién me acompaña y quién me ayuda. Cómo no íbamos a permitir que sus parejas o compañeros estuvieran ahí con ellos conversando en momentos tan difíciles, y en muchos casos en el momento de su muerte. Nosotros tratábamos de ver al paciente de una forma integral; así se llamaba nuestro programa: Atención Integral del Paciente Infectado por VIH. Les brindábamos la posibilidad de interconsultas con cirugía, odontología, dermatología... Parte de una atención integral era ver al paciente en todo lo que lo constituía como ser humano.

Usted dice que llegaban casi siempre solos. ¿Cómo solía ser la relación de los pacientes con sus familias biológicas?

La mayoría de las veces las familias no conocían mucho de la vida de los pacientes. Estoy hablando de que entre el 80 % y el 90 % de nuestros pacientes, en esa época, eran homosexuales. El paciente primero tenía que enfrentarse a su homosexualidad, para después hacérsela conocer a su familia, y además enfrentarse al diagnóstico. Esto era muy difícil para ellos. Por eso teníamos el acompañamiento de Álvaro Fernández, que era nuestro psiquiatra; había que estar con los pacientes en ese momento. Pero a pesar de ser supremamente difícil para el paciente poder expresar todo esto a la vez, en gran parte de los casos la familia los aceptaba muy bien, los padres hasta invitaban al enfermo a volver a vivir con ellos. Claro, hubo circunstancias en que les decían: “No te preocupes, vas a volver a la casa, pero eso sí: este es tu pocillo, este es tu plato, esta es tu alcoba y no puedes estar con los sobrinos”. Pero en su gran mayoría las reacciones de las familias fueron muy generosas.

La mayoría de estos primeros casos, de los años 80, terminaron en muerte, ¿no?

Prácticamente todos.

¿Cuál era la principal causa de muerte?

Infecciones asociadas, especialmente respiratorias, pero también teníamos meningitis por hongos como el criptococo, neumonías, etc.

¿Morían más en el hospital o en sus casas?

Muchos de ellos en el hospital; otros, menos, en sus casas. No teníamos mucho que ofrecer desde el tratamiento viral, solo tratábamos los síntomas.

¿Cree que la aceptación social, familiar y cultural en general a los pacientes con VIH avanza al mismo tiempo que la investigación y los tratamientos?

Hay que separar las dos cosas. La investigación en antirretrovirales ha avanzado bastante bien y con mucha frecuencia recibimos nuevas noticias de medicamentos mucho más activos y con menos dosis. Si nos remontamos a finales de la década del 90, un paciente con tratamiento antirretroviral podía tener que tomarse entre 15 y 18 tabletas diarias. Hoy con dos medicamentos de una dosis diaria es suficiente. Hay medicamentos combinados donde en una sola tableta vienen dos antirretrovirales. La aceptación social creo que ha mejorado, pero todavía hay mucho por hacer. Hay grupos de población que por sus comportamientos sexuales o por un diagnóstico de VIH siguen siendo rechazados. Persiste la homofobia. Muchos movimientos pueden haber ayudado a cambiar la mentalidad de la gente, pero no creo que seamos una sociedad totalmente abierta o tolerante ante las circunstancias de las que estamos hablando.

En términos de prevención, ¿estamos haciéndolo bien o ha habido un relajamiento al ser el VIH una condición crónica?

Tengo que ser muy crítico en este sentido. Creo que no hemos tenido prevención. Hemos sido muy laxos. Nuestras instituciones de salud no han tenido una adecuada información hacia el público general y les hace falta comprometerse con una causa común. Si hacemos un poco de memoria, tal vez el último comercial o actividad informativa de prevención que se hizo a nivel estatal, si mal no recuerdo, fue el comercial de los pollitos que decían: “Sin preservativos ni pío”, que a mi juicio fue una pésima campaña. De ahí para adelante, quienes han tomado riendas frente al asunto son los productores de preservativos. Lo que sí hay que reconocer es el esfuerzo que se ha hecho, y el compromiso para que todos los medicamentos estén en el Plan de Beneficios en Salud de las EPS. Creo que hoy, solo en circunstancias muy excepcionales, una persona vinculada a una EPS no recibe tratamiento.

¿Cómo ve la aparición de los tratamientos previos y posteriores a una exposición arriesgada?

Pues hay estudios que demuestran que esos tratamientos funcionan, pero claro que la gente puede decir: “Qué carajos me importa exponerme si me puedo tomar la tableta”. Yo soy un convencido de la conveniencia de evitar exponerse al riesgo.

* Escritor y crítico de cine. Autor de una biografía próxima a publicarse sobre el fallecido escritor Fernando Molano.

Por Pedro Adrián Zuluaga * / Especial para El Espectador

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