De repente la película comenzó a avanzar en cámara rápida... No hubo tiempo para aferrarse a los temores, medir los riesgos ni diseñar cronogramas. Pasa, a veces pasa, que lo que los periodistas reportamos se contradice con lo que hacemos en realidad, y tal vez nunca como en esos días de marzo de 2020 fue tan evidente dicha contradicción: escribíamos sobre la complejidad del virus y sus consecuencias, rompíamos las teorías conspirativas o la suficiencia de “una simple gripita”, llamábamos a la responsabilidad del cuidado entre todos y enfatizábamos en la importancia del distanciamiento social, pero estábamos cincuenta y más periodistas trabajando codo a codo en una redacción cerrada en un sexto piso de un edificio en Bogotá.
Así, en el curso de dos o tres días, una semana antes de que en Bogotá se hiciera el simulacro de cuarentena que terminó conectando ya con el encierro obligatorio, la redacción de El Espectador entró —y continúa— en una operación remota absoluta. Una operación que, por lo demás, nunca volverá a ser igual. Porque a veces, también, se necesita echarse al agua sin poder pensarlo mucho para darse cuenta de que uno ya estaba preparado para nadar. El resto es cuestión de perfeccionar el estilo.
A nadar comenzamos. Y en cada brazada llegó una sorpresa, un anticipo del futuro. Confiábamos, antes de la pandemia, en que con el tiempo las audiencias irían aprendiendo a diferenciar la información creíble, de fuentes confiables, y a valorarla en contraposición a la inundación de datos sacados de la manga, opiniones y manipulaciones que inundan las redes sociales y se van volviendo verdad. Pero esa confianza, que fue la que nos llevó hace tres años a apostar por darle un valor monetario a nuestro contenido, seguía siendo una incógnita sin señales claras.
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Asumimos la información sobre esta pandemia con juicio y entendimos desde el comienzo que era nuestra responsabilidad dejar por fuera del muro de pago todos los contenidos relacionados con ella, contra la lógica de exclusividad que atrae más suscriptores. El tráfico de nuestra página comenzó a crecer exponencialmente, jalonado por esos contenidos especiales sobre la pandemia. Más significativo, el número de usuarios que se lanzaron a comprar una suscripción digital más que se duplicó respecto a los meses anteriores, impulsados también por esos contenidos que eran de consumo libre. Aquella intuición optimista de que con el tiempo el valor de la información se impondría se nos apareció como una clara realidad en la pandemia. La gente sí está dispuesta a pagar por una información confiable.
Hubo evoluciones más obvias. Los lectores empezaron a tenerle cierto recelo al papel, a pesar de que los estudios demostraban que las posibilidades de que el virus se adhiriera a una superficie tan porosa como el papel periódico eran muy remotas. Luego vino el encierro, el cierre de vuelos y la venta del periódico en la calle o su distribución por todo el país se hizo inviable. Escenarios que teníamos previsto ocurrirían en unos años se nos presentaban ahora en frente. La película en cámara rápida. Un periódico impreso que ahora solo circulaba entre semana por todo el país en PDF para suscriptores y en Bogotá para venta solo en grandes expendios o para suscriptores, más una compleja operación de distribución por todo el país de la edición dominical. Aquel principio de ser “primero digitales” que impusimos por allá en 2017 tomaba ahora forma definitiva.
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Desde las casas, algunos yendo a recuperar sillas más ergonómicas, mediante consejos de redacción virtuales, moviendo ideas y órdenes vía chat, reporteando con todos los cuidados posibles y solo ante hechos necesarios, El Espectador no dejó de producir sus contenidos ni modificó su oferta, ni redujo su calidad. ¿Hace falta el contacto físico? Seguro. Un debate periodístico no será nunca igual sin todos los sentidos actuando. La vitalidad de una sala de redacción en producción siempre hará falta, y ver trabajar e interactuar al otro, saber qué hace y cómo lo hace, cómo reacciona a una sugerencia, a una crítica, a una propuesta, enriquece el periodismo, qué duda cabe. Y la vida también. Pero el teletrabajo tiene sus ventajas, personales y de organización por ejemplo, y quizá sea cosa de ajustarse e inventar momentos necesarios de encuentro cuando todo pase. De mejorar el estilo, sin salirse del agua, para insistir en la figura.
¿Nos quedaremos así? Dudo que no. Las incógnitas siguen, claro, porque si bien quedó demostrado que en un momento de alta incertidumbre sí hay una valoración importante de la información confiable en este indescifrable mundo digital, eso no quiere decir que en el día a día sea igual. Tampoco es claro que el periódico impreso tenga sus días contados, pues en medio de la avalancha de suscripciones que se produjo un porcentaje nada menor lo prefirió al digital. Con todo, este paseo por el futuro ha sido fascinante, nos muestra que estamos listos para quedarnos allí, y sería absurdo que regresáramos a la normalidad prepandemia. Nos gustó el futuro, nos despojó de temores, nos mostró que es sostenible. Seguiremos informando.
* Director de El Espectador.