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Otra vida para mi madre

Las palabras de un hijo que recuerda cada instante al lado de la mujer que le dio todo, quien le enseñó a ver la vida con otros ojos y que en su sabiduría supo que el amor siempre era el camino.

Erick C. Duncan
19 de enero de 2021 - 04:03 p. m.
Zuleyma decía que los años bisiestos eran malos, y que eso se sabía. Hablaba con el dominio, la seguridad, que solo habita en la experiencia.
Zuleyma decía que los años bisiestos eran malos, y que eso se sabía. Hablaba con el dominio, la seguridad, que solo habita en la experiencia.
Foto: Cortesía

Una vez mi mamá se echó a llorar, en un centro comercial, luego de fijarse en los zapatos rotos que llevaba un amigo que nos acompañaba. Decidió entonces entrar a la primera tienda, con mi amigo cogido del brazo, y comprarle un par de zapatos, que, por supuesto ese amigo lució feliz, por un buen tiempo, hasta que se quedaron sin suela. En enero del año pasado, cuando apenas llegaban por las pantallas las noticias de la desaparición en llamas del bosque de los koalas y del virus infame que se veía lejano, como un rumor, mi mamá decía que los años bisiestos eran malos, y que eso se sabía. Hablaba con el dominio, la seguridad, que solo habita en la experiencia.

Una tarde de ese enero, en el parque Bolívar de Cartagena donde le encantaba sentarse y ver pasar la gente, un muchacho se le acercó. Llevaba los ojos tristes, era un migrante venezolano que vendía barquitos de madera con un secreto adentro; en el vientre, detrás de una tapa corrediza, el barco guardaba las fichas pulidas de un dominó. El muchacho decía que mi mamá le recordaba a la suya, que había fallecido joven por culpa de la diabetes y desde entonces empezó a buscarla, a la mía, quizá con la esperanza de hallarla en ella. Y mi mamá, que parecía llevar un corazón por cuerpo, estuvo intentando ayudarlo desde esa misma tarde; hacía llamadas, hablaba con viejos amigos y familiares a ver si le podía conseguir un trabajo.

Mi vieja tenía, entre todos sus lemas, uno que se acomodaba bien a la situación del que siempre es extranjero, del que no consigue sino portazos de la vida: yo los ayudo porque un día, si mis hijos se llegan a ir, van a necesitar de alguien que les abra las puertas, decía. Con ella comprendí que ser madre es un acto de fe y el mayor acto de amor que podremos presenciar, que lo que le ocurre a una madre es como si les ocurriera inevitablemente a todas. Eso lo confirmé, como una revelación, en las marchas del 21 de noviembre del 2019 que parecieron cambiar el rumbo del país. En la trastienda de la tristeza por lo que pasaba, especialmente por el pronóstico reservado de Dilan Cruz, recuerdo lo que sucedió una noche mientras veíamos las noticias, en la cama escuché a mi mamá decir: Dios mío, ponle ángeles y arcángeles a ese muchachito en su cabeza, que seas tu guiando a esos médicos. Después todos conocimos el desenlace fatal, la radicalidad de la muerte; ¿Por qué tan radical?

Si es cierto que el mundo tiene una memoria intemporal, que la vida guarda una memoria vegetal que nada lo borra, puedo volver ahora a mi infancia, al pasado que no cesa en alejarse y ahí está ella, ordenando la vida de mi viejo y de todos sus hijos, entregada a los pormenores inmensos que hacen que las vidas se puedan sostener. En diciembre viajábamos al caribe, debo decir ahora, para hacerle justicia, que mi madre era una mujer marítima. En esa vieja luz de la infancia está ella, con su traje de baño, sentada frente al mar, sonriente y feliz con el viento tibio de las tardes que le acariciaba el rostro mientras nosotros, sus cuatro hijos y mi papá, nos sumergíamos en las olas que morían una tras otra. En la arena estaba ella, vigilándonos a todos, dándole orden al mundo. Parecía llevar consigo un control remoto que le permitía ordenar todo, la casa y nuestras vidas mismas, desde donde estuviera.

El año pasado mi mamá cumplió 60 años. Estuvo tan feliz en su fiesta, bailaba y reía tanto, que no podía creer una celebración tan bonita, como la llamó. Estuvo varios meses hablando de ese día, agarraba el teléfono y le decía a familiares y amigos que creía que ese había sido su último cumpleaños, porque había sido muy bello. Entre risas, de este lado de la bocina, decía que no iba a ser hueso viejo, que lo sospechaba.

Los síntomas de mi vieja empezaron el nueve de diciembre. Una tos leve y seca, una fiebre esporádica que iba y venía como esas olas del pasado. Desde ese momento se encendieron nuestras alarmas más tristes y comenzamos un seguimiento diario con sus médicos de cabecera. Los médicos domiciliarios llegaban a verla y decían que le faltaban unos días para salir, que todo se estaba haciendo bien. Un desfile de médicos y un botiquín con medicamentos recomendados se instaló en su habitación, y siempre tuvimos fe, hasta el octavo día en el que su saturación empezó a bajar, a pesar del oxígeno que le teníamos en casa.

El fenómeno, que pude estudiar después, se llama hipoxia silenciosa y, además de este virus infame, lo relacionaron siempre con los pilotos de aviones. A medida que el piloto de una aeronave asciende a los cielos, la presión atmosférica desciende; las moléculas de oxígeno disminuyen en cada bocanada y los pilotos, inconscientes, se estrellan más allá del cielo que parecía sostenerlos.

Antes de que a mi vieja le faltara el aire, antes de que se estrellara con esa hipoxia silenciosa, con la neumonía ruin que lleva adentro, la vi en la clínica y hablamos. Le agarré la mano y le dije que la amaba.

- Te amo, hijo. Recuerda llegar a la casa y buscar el expectorante que debes darle a tu abuela-

Fue lo último que me dijo antes de que, unas horas después, se cumpliera ese fatal destino que nunca intuimos. Si en casa nos hubieran dicho, comenzando diciembre, que diecinueve días después mi vieja se iba a ir, nadie lo hubiera creído. Ella solía decir que la muerte de la madre debía ser como si a uno, al hijo, le desgarraran la tierra que pisaba, como si alguien partiera el camino para siempre. Cuánta razón tenía. Hemos contado cada uno de los días desde que no está y es difícil no sentirse en una sala de espera, no pensar que también mueren los lugares en los que hemos sido felices.

Y no quiero nombrar al virus por su nombre para no darle importancia, para borrarlo en este homenaje, pero sé, como lo supo mi madre, que también lo que le ocurre a un hombre, a un hijo y a un esposo devoto, es como si les ocurriera irremediablemente a todos. Y sé que tener una madre es un milagro y que perderla es perder el piso que te sostiene. En el futuro se encienden como fuegos inmóviles los propósitos que no cumpliremos juntos, los nietos que no verás, los viajes intercontinentales que no haremos, los platos que no probaremos. La nostalgia tenaz, la neblina de no volverte a ver chupar los dedos, encantada con un plato. Y cuánto diéramos ahora, mi vieja, por recobrar el ruido de tus ronquidos en la noche.

Y debo decirle también a mi madre que, hasta el muchacho triste de los barquitos, el migrante al que acogió como un hijo, la lloró como uno de nosotros.

Cuando pienso en la vida vivida con ella, con esa señora chiquita y noble que la vida bautizó con el nombre de Zuleyma, me llega a la memoria la imagen de un sofá. Un sofá en el que siempre estamos sentados, hablando y echando chistes sobre lo humano y lo divino. Esa imagen permanece, firme y necesaria, y no se deja llevar por las aguas del olvido. Hay que quitarle al olvido lo que se nos está llevando, ¿no? y ahí, en ese sofá o en alguno de los mares que vivimos, está ella, joven, tierna y frágil, con todo el oxígeno del mundo y con ese control remoto con el que siempre manejó la vida de la casa, y es cuando puedo volver a mirar sus bellos ojos cafés; y es cuando puedo decirle: ma, no dejes que me muera sin volver a verte.

Por Erick C. Duncan

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