15 días

Tatiana Acevedo Guerrero
23 de febrero de 2020 - 05:00 a. m.

En un libro sobre la vida de un pueblo tomado por el paramilitarismo, el autor (un académico nacido fuera de Colombia) anota que entre los detalles que llamaron tangencialmente su atención estaba la cotidianidad de la violencia doméstica. Así, entre las descripciones de jornadas de limpieza social y ejercicios de despojo de tierras y aguas a cargo de los ejércitos privados, la referencia a los ataques cometidos dentro de las propias viviendas (de la población civil) disonaba y ameritaba quizás un libro distinto. Este último, que sería sobre la violencia de un hombre contra una mujer dentro de un hogar, se preguntaría tal vez por lo que significa ser hombre o mujer en aquel contexto particular y por los efectos de ser asignado a una de las dos categorías. Hablaría también sobre cómo en Colombia las relaciones desiguales entre mujeres y hombres se revelan en una gama de prácticas, ideas y representaciones entre las que sobresalen la desconfianza profunda en las capacidades, actitudes y decisiones de las mujeres. Y en un deseo perenne por controlar su sexualidad.

Recordé la incómoda mención a la violencia doméstica en aquel libro al revisar la prensa y oír la radio de los últimos 15 días. Pues al lado de decenas de noticias sobre el quehacer de grupos criminales, facciones del Eln y la decisión del Gobierno de incumplir sistemáticamente con los Acuerdos de Paz, estaba otra decena de reportes sobre agresiones a mujeres en la cotidianidad de la vecindad, el amor y la amistad. Leí la historia de Érika Pérez, en Calamar (Guaviare), quien denunció ante la Fiscalía el abuso sexual contra su nieta menor de edad a manos de un vecino que no fue investigado ni castigado y sigue por el barrio como si nada (Pérez, que es migrante, dice que sus denuncias no son tomadas en serio por ser venezolana).

Conocí la devastadora experiencia de Elizabeth Aguirre, quien fue agredida por su esposo durante toda la madrugada del pasado miércoles en Granada (Meta). Tras gritar y gritar, el hombre terminó rociándola con combustible y hoy tiene quemaduras de segundo y tercer grado en el 40 % del cuerpo. Ese mismo día escuché en la radio sobre el abuso sexual y asesinato de una adolescente que fue arrojada al río en Arjona (Bolívar). Y sobre el homicidio a golpes de otra adolescente a manos de su novio en Mahates (también Bolívar). Las emisoras no mencionaron sus nombres. En periódicos del Valle se habló del asesinato de Viviana Lizeth Guzmán, quien era una conocida abogada en Cartago. El principal sospechoso, que es el exnovio, habría hecho un escándalo en su casa, pues se negaba a aceptar el fin de la relación. El País de Cali informó que, “con este, va una decena de homicidios de mujeres en el Valle del Cauca en este 2020”.

Al revisar la prensa del departamento en el que nací, que es Santander, leí la historia de Hilda Abaunza en el municipio de Güepsa. Abaunza, con 59 años, comenzó a ser gritada por su marido en la madrugada y fue asesinada a golpes hacia el final de la mañana. Y leí las historias de Manuela Betancour y Angie Paola Cruz, de 21 y 22 años, que nacieron en Cimitarra pero fueron asesinadas en Bucaramanga por un amigo oriundo del mismo pueblo. El hombre, que había hecho un escándalo cuando ellas quisieron bailar con otros hombres, publicaba con éxito mensajes de odio a las mujeres en sus redes sociales. Betancour estudiaba trabajo social, y Cruz, literatura, las dos cursaban quinto semestre en la Universidad Industrial de Santander.

 

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