Nuestra historia patria no abunda en protestas colosales. Después de los sesentas, cuando hubo una especie de quiebre histórico y los jóvenes ocuparon calles y parques con sus consignas antiimperialistas, fue en 1977 cuando el país se sacudió en una vasta repulsa popular contra el gobierno de “hambre, demagogia y represión” (así se coreaba en las manifestaciones y aparecía pintada en los muros) de Alfonso López Michelsen. Pasarían muchos años para que, en una demostración de descontento masivo, se volviera a tener un paro nacional de tan alta participación social.
No es que no haya habido antes del 21 de noviembre de 2019 otros paros. Sí, pero no en esa dimensión. El paro agrario contra Santos fue apoteósico (“el tal paro no existe”, dijo) y, desde luego, se presentaron paros regionales, resistencias universitarias y enormes marchas de estudiantes en distintos momentos. Sin embargo, el conflicto armado (negado, recordemos, por Uribe y sus ideólogos), la presencia de guerrillas y paramilitares acogotaron a obreros y campesinos.
Como nuestra memoria es frágil, mejor dicho, somos solemnes desmemoriados, es conveniente repasar momentos de 2019 y de este 2020, de pandemias, masacres y miserias sin cuento en Colombia. Recordemos, por ejemplo, la “marcha de las linternas” contra el fiscal Néstor Humberto Martínez, implicado en la corruptela de Odebrecht. Y las matanzas de indígenas del Cauca y las de líderes sociales en todo el país. El desprestigio del gobierno de Duque alcanzó en 2019 niveles de alta impopularidad.
El abucheo contra el presidente de pacotilla se presentó como respuesta de los sometidos por el gobierno a políticas neoliberales. Y, ante los atropellos, los trabajadores reaccionaron con la organización de un paro nacional, que se realizó el 21 de noviembre. La plataforma de lucha planteada por las centrales obreras, a las que se sumaron distintos sectores sociales, apuntaba a la protesta contra las reformas laboral, pensional, de educación, todas antipopulares y antidemocráticas. La inconformidad con las medidas del gobierno se transmutó en avalancha incontenible.
Noviembre había llegado no solo con la renuncia del Mindefensa Guillermo Botero por los bombardeos en el Caguán, donde murieron ocho niños, sino con las ganas inmensas de la población para participar en un paro contra la inequidad, los incumplimientos del gobierno a los acuerdos de paz, la represión, los asesinatos de líderes sociales… Había unanimidad popular en el apoyo a las reivindicaciones de los trabajadores y contra las disposiciones de Duque. Era una gesta por la dignidad. El soliviante de los humillados.
Ese paro del 21 de noviembre, contra el cual no pudieron las calumnias ni bulos de los que propalaban con malignidad que se trataba de una conspiración internacional, lo que dicen siempre: que detrás está el comunismo, el castrochavismo, el foro de San Paulo y otros macartismos, digo que fue histórico. Una movilización contra el poder, con una magnitud de alta densidad, como no se veía quizá desde el tremendo paro cívico del 77. Ah, y por lo demás el 21N introdujo modalidades inéditas en la protesta colombiana como fueron los sonoros cacerolazos.
El paro también afinó a la gente para próximas batallas. Sin embargo, en otra de las manifestaciones fue asesinado el joven Dilan Cruz, que se erigió como símbolo de la lucha popular. Y el 2020, aun con la pandemia del coronavirus, no arredró a la mayoría de colombianos, pese al incremento de masacres y al asesinato de dirigentes sociales. Porque se apreció de inmediato que el gobierno en vez de proteger a la población, de atender al pliego de peticiones de los trabajadores, de los maestros, de los agricultores, promovió la represión. El pasado 8 de septiembre, con el crimen del abogado Javier Ordóñez, la gente desató de nuevo su indignación y se enfrentó a la policía. Hubo nueve asesinados por los tiros oficiales.
Tras la crisis pandémica el gobierno, en vez de propiciar una renta básica para los ciudadanos más vulnerados por la emergencia sanitaria, propuso financiar a una empresa extranjera y favorecer a banqueros. La actitud oficial ha sido la de no dialogar, no negociar, despreciar las solicitudes obreras, de los paperos, de los maestros. Hacer el sordo y engordar la prepotencia. O fungir, como lo ha hecho el presidente, de presentador de farándula televisiva. Que la gente se joda, parece ser su actitud despectiva ante las necesidades de las mayorías.
Uno de los países más desiguales del mundo, como es Colombia, mira desde las cumbres del poder con desidia y desafecto a los pobres y a las clases medias. Les hace el ¡fo! cada que hay una justa expresión de descontento, como sucedió con la minga indígena. El paro de la semana pasada, sin las resonancias del de hace un año, se inscribe dentro de la desazón de trabajadores y estudiantes frente a un régimen despótico. En todo caso, las repulsas masivas continuarán en defensa de la paz, de la justicia social y en pro de una vida digna para las mayorías.