8 y 9 de junio: un perdón necesario

Adolfo León Atehortúa Cruz
09 de junio de 2017 - 02:00 a. m.

En junio de 1929, una protesta originada en la destitución del alcalde de Bogotá y en diversos atropellos cometidos por el gobierno departamental estremeció a la Hegemonía Conservadora. La protesta no fue solo de estudiantes; importantes fracciones de los partidos políticos, sectores populares urbanos y notables socios de los clubes de alta alcurnia en la ciudad exigieron la destitución del ministro de Obras, del gobernador y del jefe de la Policía Nacional, Carlos Cortés Vargas, principal responsable material de la masacre de las bananeras. Una movilización estudiantil frente al Palacio de la Carrera (actual Casa de Nariño) fue recibida con descargas de fusilería. Gonzalo Bravo Pérez, estudiante de Derecho de la Universidad Nacional, resultó víctima. Su masivo sepelio, realizado el 8 de junio, obligó al gobierno nacional a conceder las peticiones e inició la caída del régimen imperante.

La fecha se convirtió, desde entonces, en ícono del movimiento estudiantil. Cada año, manifestaciones universitarias visitaban el Cementerio Central para recordar al estudiante caído y cerraban la jornada con actividades culturales y deportivas. Sin embargo, el 8 de junio de 1954, al caer la tarde, un piquete policial intentó penetrar al campus universitario desde la calle 26 para entorpecer los actos conmemorativos, y asesinó con un disparo de fusil a Uriel Gutiérrez, estudiante de Medicina y Filosofía de la Universidad Nacional.

Al día siguiente, una multitudinaria marcha de estudiantes se dirigió al centro de la ciudad, hasta que un destacamento del ejército impidió su paso a la altura de la calle 13 entre carreras séptima y octava. La marcha pacífica, que intentó sentarse sobre el pavimento esgrimiendo pañuelos blancos, terminó convertida en un baño de sangre.

Las explicaciones sobre los hechos fueron contradictorias. Contra toda evidencia, el ministro de Gobierno, Lucio Pabón Nuñez, señaló por la Radiodifusora Nacional que “desde una casa vecina se dispararon varios tiros de revólver (…)  y resultaron dos soldados muertos y siete heridos”. En esta versión, increíblemente, no reconoció víctimas estudiantiles.

Sin poder ocultar los cadáveres, el general Alfredo Duarte Blum, entonces comandante del Ejército, acusó a conservadores laureanistas y a comunistas como responsables y autores de la matanza. Como él, varios ministros del mandatario de facto, Gustavo Rojas Pinilla, afirmaron que los disparos fueron hechos desde edificios aledaños para ultimar a los soldados. La tropa, dijo el ministro de Justicia poco después, había disparado en “elemental y legítima defensa”. 

Con base en dichos testimonios, la investigación judicial concluyó que la “causa próxima” residía en la “provocación grave y agresiva que algunos estudiantes hicieron a la policía el día 8, y al ejército el 9 de junio”, y que la “causa remota” debía buscarse en la “instigación de agentes enemigos del orden que buscan a todo instante producir el cambio brusco de las actuales instituciones”1.

Según el general Álvaro Valencia Tovar, intelectual e historiador del Ejército, la fracción militar que recibió la orden de contener la manifestación la componían soldados traídos de diferentes unidades del país: era un personal que se entrenaba para servir en Corea. La explicación suya sobre los hechos es, además, absolutamente fantástica: “A un soldado se le disparó el arma. El proyectil, al rebotar en el asfalto, hirió al sargento reemplazante de la sección, que cayó a tierra. La tropa se sintió atacada y el fuego se desencadenó sin orden2.

No obstante, el relato que la Embajada Americana despachó al Departamento de Estado y que el autor de la presente columna consultó en el Archivo Nacional de Estados Unidos, parece contundente: señaló a los soldados de “disparar contra los estudiantes indefensos que se replegaron y se dispersaron. Entre ellos había mujeres y, de acuerdo con varios observadores, estaban desarmados”3.

De ello no cabe la menor duda.  Las fotografías, tomadas por Julio Flórez Ángel y entregadas el mismo día de los hechos a El Espectador, son elocuentes: reflejan la angustia de una masa inerme y aterrorizada, tendida y afligida sobre la calle, mientras los uniformados apuntan con sus fusiles. Como balance final, según algunos medios, 17 muertos y más de 50 heridos. Uno de ellos, incluso, perseguido y asesinado dos cuadras al norte de acuerdo con lo narrado por algunos testigos. No hubo sindicados por los hechos, no hubo detenidos ni condenas; reinó la impunidad.

El Ejército Nacional de Colombia debe una excusa a los estudiantes; una súplica de perdón. En la nueva perspectiva de país en posacuerdo, esta debe ofrecerse. El general Alberto José Mejía Ferrero, comandante del Ejército, con la nobleza del soldado que vela hoy por la seguridad de quien ayer fuera su enemigo, con la obligación de obrar siempre en forma recta e irreprochable como el honor militar demanda, podría abrir esta puerta para que nunca más, en la historia de Colombia, se dispare contra los estudiantes; para que nunca más un campus universitario sea mancillado y anegado en sangre. La “Doctrina Damasco”, que invoca hoy la conversión, el despertar y la transformación del Ejército Nacional, tendría así una expresión concreta. Nuestro país necesita gestos como este. 

* Rector Universidad Pedagógica Nacional.

1. Pedro Luis Belmonte. Antecedentes históricos del 8 y 9 de junio. Bogotá: Imprenta Nacional, 1954.

2. El Tiempo, junio 25 de 2004.

3.  Despacho de junio 10 de 1954. Archivo Nacional de Estados Unidos. 721.00 (W)/6-1054, RG 59.

 

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