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Acabar hasta con el gato

Sergio Otálora Montenegro
03 de octubre de 2020 - 03:00 a. m.

MIAMI. - Los supremacistas blancos están de fiesta: nunca un presidente republicano, en búsqueda de la reelección, les había dado un apoyo tan contundente. Y fue más allá: los puso en guardia, como perros de presa, para el momento en el que haya que actuar.

Ese momento quedó claro en el pasado debate “presidencial”, cuando Trump insistió en que habrá un “hermoso” ejercito de sus fanáticos vigilando los puestos de votación para que no haya fraude. Está claro, pues, que el dedo ya está en el gatillo listo a la orden de disparo. El presidente no cesa de decir que habrá trampa, que se robarán su triunfo, que los demócratas privarán al partido republicano, tomado por el fascismo trumpista, de cuatro años más en el poder.

El rifirrafe del pasado martes fue una perfecta síntesis de lo que ha sido el paso por la Casa Blanca del multimillonario de Manhattan endeudado hasta el cuello, según lo reveló un documentado y extenso informe del New York Times. El energúmeno más anaranjado que nunca irrespetó todas las reglas establecidas para el debate, acordadas entre las dos campañas y aceptadas por los dos contendores, y su meta fue sabotear el derecho de los ciudadanos a ver el desempeño de dos propuestas totalmente opuestas. Ante la imposibilidad de debatir con argumentos, ante el peso de su estrepitoso fracaso como mandatario de un país sitiado por la pandemia, no tuvo más opción que llevar a su nivel más bajo y decadente, lo que solía ser un feroz, apasionado, pero respetuoso enfrentamiento entre dos adversarios políticos.

Por la rotunda impotencia del moderador de contener la tromba de irrespeto y atropello de Trump, la comisión que organiza los debates decidió que debía cambiar las reglas – tal vez darle más poder al moderador para meter en cintura a tipos como el actual mandatario- pero ya el mandamás de la Casa Blanca respondió en un trino lo siguiente: “¿Por qué voy a permitir que la Comisión de Debates cambie las reglas del segundo y tercer debate, cuando gané fácilmente el primero?” Faltaba ese epílogo para cerrar con broche de oro la historia. Primero, no “ganó”; segundo, es claro, por lo tanto, que su patanería fue una estrategia bien calculada de desestabilización, con la estrambótica idea de dominar la escena, y obstruir a su contraparte, con el fin de mostrarse fuerte y contundente.

Como bien lo dijo Bob Woodward, uno de los periodistas que descubrió el escándalo de Watergate, después del circo mediático de Trump quedó en claro que hay una crisis institucional de insospechadas consecuencias. Este “líder del mundo libre” -como suelen llamar aquí al presidente- está dispuesto a acabar hasta con el gato con tal de lograr la presidencia. Lo ha intentado todo para destruir a Joe Biden, y no ha podido. Primero, durante las primarias demócratas, buscó extorsionar al presidente de Ucrania, al hacer depender la ayuda económica de Estados Unidos a ese país al inicio de una investigación de las autoridades ucranianas contra el exvicepresidente y su hijo Hunter. Ese esfuerzo terminó en un juicio político contra Trump, por abuso de poder y obstrucción al congreso, en el que al final resultó absuelto por el Senado de mayoría republicana. Después, trató al candidato oficial a la presidencia por el Partido Demócrata de corrupto, senil, mediocre, incapaz de enfrentar una discusión política, y tampoco esos ataques convencieron al electorado. En medio de las protestas por el asesinato de George Floyd a manos de la policía, Trump y sus aliados decidieron caracterizar a Biden como una marioneta de la extrema izquierda, dispuesto a seguir sus dictados de quitarles recursos económicos a los departamentos de policía e imponer en Estados Unidos, mediante la violencia, una agenda socialista, de corte “castrochavista”.

Nada le ha funcionado al aspirante a la reelección: sigue mal en las encuestas, sobre todo en los estados indecisos, donde se define la elección. Ni siquiera tiene buenas noticias de Florida donde, a pesar del apoyo de los cubanos en el Condado Miami-Dade, en el resto del estado tiene problemas con los blancos mayores de 60 años, los llamados millennials, las mujeres, los puertorriqueños y los afro estadounidenses.

Por último, ante el hecho de que no ha podido acabar con su contrincante, como sí lo hizo con otros, resolvió que lo mejor era destruir el sistema, crear una crisis institucional de grandes y graves proporciones, con la ayuda del sector más reaccionario y sórdido del espectro político estadounidense. Por lo tanto, la única posibilidad de parar este tren loco que se dirige al abismo es que el congreso actúe de inmediato a través de un acuerdo bipartidista que desactive por completo el intento del actual mandatario de sabotaje de las elecciones del 3 de noviembre.

Son muy bajas la probabilidades para que un acuerdo de esas características logre darse en las dos cámaras y resulte en una ley que esté blindada contra el veto presidencial. Sin embargo, varios republicanos se han desmarcado de Trump, por lo menos en su negativa a descalificar y hacer una crítica severa a la franja lunática de la extrema derecha.

Falta un mes exacto para la cita en las urnas. Los próximos días serán cruciales para saber si el partido de Trump, en definitiva, quiere rodar por el precipicio de la deslegitimación del sistema electoral, y ser coparticipe de una escalada de violencia que se hubiera podido evitar. Lo único claro e histórico es que ni demócratas ni republicanos confían plenamente en los resultados de los comicios de noviembre. Y el gran culpable de esta terrible incredulidad está sentado en frente de su escritorio, llamado Resolute, jugando a demoler la democracia desde dentro para lograr dos cosas: satisfacer su desmesurado ego (siempre ganar al costo que sea) y aplazar por otros cuatro años el implacable escrutinio de la ley. Hay una norma del Departamento de Justicia que impide que los presidentes en ejercicio sean acusados penalmente y llevados a juicio. Trump podría terminar en la cárcel, y esa es su gran pesadilla. Tiene mucho miedo y está acorralado. Sus aliados lo saben. La pregunta es si, con todo, estarían dispuestos a echarse sobre sus hombros la responsabilidad histórica de permitir la destrucción del país, con tal de seguir en el poder al lado de un estafador.

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shirley(13697)03 de octubre de 2020 - 02:10 p. m.
Un comentarista escribía"..Deberíamos reflexionar sobre cómo fue que alguien tan perturbado psíquicamente y con tan deficiente moral pudo ser presidente de EUA como el señor Trump". En este instante nadie sabe con exactitud si ese personaje está contagiado de covid o es una estrategia de una mente maquiavélica y enferma adicta al poder. Sea lo que sea, es el fiel reflejo de UN GRAN PAYASO.
Gvbnllnh. Bvc. Nm. N jn(98086)03 de octubre de 2020 - 12:24 p. m.
El resentimiento por mi fracaso me causa un dolor visceral de la envidia de ver como los demás tienen riqueza y poder y yo soy un pobre perdedor de la izquierda. La culpa la tiene Matarife
Usuario(51538)03 de octubre de 2020 - 11:50 a. m.
Tienen hasta pacto con el viejo Sata estas pichurrias. Ni a Bolsonaro ni a Uribe ni a Trump les pegó duro la covid-19, enfermedad clasista también, que se ensañó con los más pobres.
Atenas(06773)03 de octubre de 2020 - 11:07 a. m.
Sin querer ejercer defensa del rubicundo Trump, esta es la interpretación de un miembro de la Colombia humana desde Miami. ¡Mmmhhh!
Alicia(96078)04 de octubre de 2020 - 12:40 a. m.
No se puede entender que un país como Estados Unidos sea gobernado por un tipo como TRUMP, un personaje funesto no solo para su país, si no para el mundo. Lo más probable es que cumpla su cometido de robarse las elecciones del próximo noviembre y otros cuatro años harán que el mundo retroceda en democracia, medio ambiente, control de armas nucleares, y en soberanía países como el nuestro.
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