Accabadora

Valentina Coccia
10 de agosto de 2018 - 05:00 a. m.

En la noche que transcurría entre el sábado y el domingo Marie Humbert, en medio de las escuálidas paredes de una clínica de Érveaux, Francia, dio su último respiro, despidiendo con su hálito las incansables luchas que emprendió a lo largo de su vida. Ya agonizante, con las gotas de sudor que corrían de su frente a sus mejillas, seguramente dedicó sus últimos pensamientos a Vincent, su hijo, que quince años antes había fallecido piadosamente con la ayuda de su madre. Marie Humbert no dio tregua para darle una muerte digna a Vincent, que en el año 2000, después de un catastrófico accidente, queda tetrapléjico, mudo y con una visión muy limitada. Vincent, a pesar de su juventud, no quería vivir, y su madre Marie hizo todo lo posible por conducirlo amablemente hacia la muerte, prometiéndole que lucharía para que la ley francesa caminara hacia la aceptación de la eutanasia. El cuerpo de Marie, sus manos cálidas, estuvieron ahí para alumbrar a Vincent y, a la vez, para ayudarlo a morir. La misma madre que lo trajo a la vida se encargó de que la tierra lo reabsorbiera, ayudándole a cumplir con su ciclo natural y a dejar este mundo sintiendo la caricia amorosa de las manos maternas.

El fallecimiento de Marie Humbert me ha recordado la historia de un libro pequeño que llegó a mis manos hace unos cuantos años. Se trata de Accabadora de la autora italiana Michela Murgia. A lo largo de sus páginas, Murgia rescata la figura mítica de la accabadora, aquella mujer que en las tradiciones ancestrales de la isla de Cerdeña (Italia) visitaba las casas de los moribundos y los ayudaba gentilmente a cruzar el río que los separaba de la orilla de la muerte. Tradicionalmente representada como una mujer vestida de negro que cubría su cabeza con una gran capucha, la accabadora despertaba los miedos de los más supersticiosos, pero a la hora de la verdad era un ángel misericordioso. Frente a las fauces del moribundo la mujer abría una pequeña cajita que contenía un vapor mágico que ayudaba a adormecer a su viajero, y después de que la persona se sumía en el delirio del sueño, acababa con su vida con la ayuda de un cojín o de un enorme martillo.

Michela Murgia, en su pequeño libro, saca a la figura de la accabadora de los mitos ancestrales y la revive en la Italia de los años 50-60. Trayendo esta imagen a días más cercanos a los nuestros, la autora italiana busca encontrarle cabida en nuestra aceptación, impulsándonos a creer en su imagen salvadora y no en el discurso terrorífico que la rodea. En el libro de Murgia la accabadora se llama Bonaria Urrai, una mujer que de día trabaja como sastre, y en la noche visita la casa de los moribundos para ayudarlos a partir. Es un personaje amado y respetado en todo el pueblo de Soreni, y Murgia se encarga de normalizarla para sacarla de su ámbito mitológico y hacerla más cercana a nuestra vida cotidiana. Bonaria va al mercado, se encarga de las labores de la casa y de su negocio de sastrería mientras cría a María Listru, su hija adoptiva. María representa nuestra joven generación; una generación teñida de una moralidad decrépita, que ve en la eutanasia la crueldad de un asesinato y no la piedad que todo moribundo merece. El punto álgido de la historia se desata cuando María descubre cuáles son las labores secretas de su madre Bonaria.

Cuando madre e hija se encuentran en la crisis que desencadena este descubrimiento, Bonaria trata de explicarle sus labores a María. En medio de una enorme discusión la accabadora tiñe los recuerdos de su hija de un eco que resonará por siempre: “La última. Yo soy la última madre que algunos tuvieron” y “Nunca digas de esta agua yo no beberé”. En estas frases se resumen los postulados de la validación de la eutanasia: el legítimo paso asistido las orillas de la muerte es realmente un acto piadoso semejante al del amor de una madre, y además de esto, nunca conoceremos realmente la necesidad de morir sino hasta cuando estemos postrados en la misma condición del moribundo o hasta que estemos en los zapatos de sus familiares, que solo anhelan ansiosos que terminen los sufrimientos de su ser querido.

Marie Humbert, con quien hemos comenzado el artículo de hoy, ha asumido las vestiduras de esa accabadora: una madre que ha recibido en sus brazos la vida de su hijo, y que a la vez le ha abierto las puertas de la muerte. Por más que queramos a nuestros seres amados su vida no es nuestra posesión, y debemos lentamente abrir nuestra mano para aceptar su partida. Si no los ayudamos a pasar del otro lado con resignación y amabilidad, probablemente en su cuerpo se lleven impresa la memoria de nuestro egoísmo, pero si gentilmente los ayudamos a dar un paso hacia la tierra que reabsorbe, es probable que la memoria de sus vidas se tiña de un hálito de amor.

@valentinacocci4 

valentinacoccia.elespectador@gmail.com

Temas recomendados:

 

Sin comentarios aún. Suscribete e inicia la conversación
Este portal es propiedad de Comunican S.A. y utiliza cookies. Si continúas navegando, consideramos que aceptas su uso, de acuerdo con esta política.
Aceptar