Activismo y memoria histórica

Mauricio Rubio
07 de marzo de 2019 - 05:00 a. m.

El reverso del negacionismo en la historia sería el activismo: sobrevalorar algunas cuestiones para alinearse con grupos políticamente influyentes.

¡Basta Ya!, informe final del Grupo de Memoria Histórica (GMH) publicado en 2013, es un ejemplo de trabajo empañado por clichés y carencia de rigor en ciertos temas. Unas fallas son tan palpables que sobra mayor análisis. En la supuesta visión global del conflicto, la palabra prostitución aparece solo tres veces, siempre calificada como “forzada”, un requisito del abolicionismo. La sigla LGBT, por el contrario, alcanza nueve menciones. A diferencia de cualquier guerra en la historia, con ejércitos preocupados por suministrar prostitutas a la tropa casi tanto como por los abastecimientos, en Colombia se consideró que la memoria correcta debería destacar la orientación sexual diversa.

Mayor detenimiento requiere el guion, importado de conflictos étnicos y civiles, de la violencia sexual como “arma de guerra”, versión extrema del planteamiento feminista de que las violaciones no son asunto sexual sino político.

Gonzalo Queipo de Llano, general franquista durante la guerra civil española, anunciaba públicamente ataques a las prisioneras. Desde Radio Sevilla echaba unas peroratas misóginas que avergonzaron incluso a sus copartidarios. “Nuestros valientes legionarios han enseñado a los cobardes rojos lo que significa ser hombre. Y de paso, también a sus mujeres. Estas comunistas y anarquistas se lo merecen, ¿no han estado jugando al amor libre? Ahora por lo menos sabrán lo que son hombres de verdad y no milicianos maricas. No se van a librar por mucho que forcejeen y pataleen”.

Un funcionario judicial colombiano, entrevistado en 2009, hizo malabares discursivos con las violaciones paramilitares: “Una política tácita… ellos no daban una orden directa, ‘violen a las mujeres’, pero el comportamiento que asumían los comandantes, la forma que trataban a las mujeres hacía que los otros (dijeran) ‘Ah… yo también hago lo mismo’”.

Para el GMH, los monstruos de la violencia sexual habrían sido los paras, cuando tales ataques también fueron usuales entre narcos, cuyo papel en el informe es secundario. Se sabe que sicarios de Escobar mantenían jóvenes cautivas a su servicio. Las violaciones como arma de guerra no encajan con estas organizaciones: el enemigo era el Estado, no las víctimas ni sus familiares. La mezcla de derecho de pernada con prostitución velada promovida por el Patrón fue más sexo impulsivo y atávico que estrategia militar. Una banda, Los Señuelos, le conseguía “cuanta muchacha virgen” hubiera entre 14 y 17 años. Algunas adolescentes se entregaban “por una platica”. Si se lucían, podían recibir hasta un carro. Hubo manifestaciones espeluznantes de violencia, pero los testimonios de violaciones son más escasos. Para el “acceso carnal”, la zanahoria primó sobre el garrote y funcionó hasta en estratos altos. Ante un fajo de billetes las muchachas, a veces sus familias, “perdían la brújula”. Existen testimonios semejantes sobre paramilitares, pero no sobre la guerrilla que engañaba o raptaba jóvenes y contrataba, incluso reclutaba, prostitutas.

La responsabilidad de los comandantes en las agresiones sexuales de subordinados es incierta. Los acogidos a Justicia y Paz no admitieron su participación en tales ataques. Asesinos reincidentes que reconocieron varios crímenes atroces negaron las violaciones como estrategia sistemática de su organización. Las reinsertadas de la Corporación Rosa Blanca han sido implacables denunciando reclutamiento forzado y violaciones, pero dentro de la guerrilla.

El GMH sostiene que sí hubo esa política, aunque la evidencia que ofrece sea precaria. Nada comparable a los testimonios de conflictos étnicos, ni a las arengas de Queipo de Llano. No se habló de una secuela común de esos ataques: incremento súbito de abortos. Hay hasta indicios en contra: según una mujer violada, “nos decían que si le contábamos al comandante nos mataban”. O sea que algunos paras atacaban a escondidas de sus jefes, no aupados por ellos. Como hizo el funcionario judicial, el postulado exige maromas mentales del GMH: “La violación sexual estratégica no siempre se configura por ser explícitamente ordenada por la comandancia, pero sí se ejecuta como parte inherente de repertorios de dominio”.

Es difícil que una tesis tan vaporosa consuele a las víctimas, o sirva en procesos judiciales. Paradójicamente, sí ayudaría a entender la dinámica de alguna violencia sexual en el conflicto opacada por el activismo. Los datos muestran que la presencia de actores armados en una región envalentonaba a los abusadores y violadores locales, incluso conocidos por las víctimas que, a su vez, denunciaban menos los ataques. Una encuesta realizada en zonas afectadas corrobora que la gran mayoría de mujeres consideran que la presencia de grupos armados incrementó la violencia sexual en general, no solo de los guerreros. El posconflicto requerirá intervenciones más elaboradas que las del libreto simplista de ejércitos irregulares que violaron masivamente. Tocará borrar las huellas del machismo exacerbado sobre unas relaciones de pareja manipuladas por matones millonarios, como bien han mostrado las series de TV.

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