Adoptar el populismo

Héctor Abad Faciolince
06 de enero de 2019 - 05:00 a. m.

Tal vez el gran fenómeno político de este siglo sea el populismo entendido como un enfrentamiento del pueblo sin voz contra las élites que gobiernan, contra el establishment, la ciencia mainstream y los grandes medios de comunicación. Los populistas suponen que hay una sabiduría del pueblo que está por encima de la opinión de los estudiosos o los expertos, y que el pueblo, al padecer las decisiones del mal gobierno, sabe exactamente qué es lo que más le conviene. El pueblo distingue cuáles noticias son verdaderas o falsas, cuáles vacunas sirven o son dañinas, cuál es el tipo de relaciones sexuales o el tipo de matrimonio válidos y legítimos, o perversos y dañinos.

El populismo promueve todo aquello que sea marginal y alternativo: una nueva religión no corrupta que se oponga a la de los jerarcas pederastas (pequeñas sectas cristianas contra católicos); la medicina alternativa que se aleja de la ciencia tradicional (homeopatía, reiki); los escritores desconocidos que se apartan del canon dictado por la vieja élite blanca y masculina; los valores nacionales, supuestamente auténticos y valiosos, contra toda corrupción foránea o influencia extranjera. Lo autóctono contra la inmigración; la hamburguesa de Trump contra el menú francés.

La irrupción del populismo ha sido muy favorecida por las redes sociales y el acceso a la web de amplios sectores de la población. Los periódicos tradicionales (como este en el que escribo) sufren la competencia de millones de blogueros, tuiteros, comunicadores que se sienten (con o sin razón) con derecho a informar, opinar, insultar o difundir todo tipo de noticias, y que además lo hacen gratis. Si se les pide que digan la verdad, hay una respuesta fácil, copiada de Poncio Pilatos: ¿Y qué es la verdad? Y aquí también hay un terreno que dejó abonado la retórica posmoderna: no hay verdades, solo puntos de vista y narrativas sobre los hechos. Toda opinión es válida y casi sagrada. La muletilla defensiva es: “eso es lo que yo opino”.

La premisa democrática en sentido laxo, “las mayorías deciden”, se ha vuelto en contra de la democracia: hoy es posible decidir —por mayoría— que en adelante las decisiones las tomará un caudillo, el cual, por la mitad más uno, es declarado infalible. Si las mayorías deciden que las decisiones judiciales se toman según lo que diga el Corán (o lo que el líder diga que dice el Corán), o según lo que opine el tirano iluminado, así se hará, con apelación a los infiernos. El pueblo puede decidir, por mayoría, que el sistema mayoritario debe derogarse.

El método científico, que es muy difícil de aplicar a cualquier decisión de gobierno, se discute incluso dentro de la ciencia: no es el consenso médico, sino el parlamento europeo el que define si las vacunas son o no obligatorias. No sería imposible en este ambiente populista que la validez de un teorema matemático se sometiera, no a la correcta demostración revisada por los matemáticos, sino al dictamen de una mayoría que a duras penas sabe sumar.

Lo que hace más difícil la discusión es que lo que el populismo sostiene no es falso per se: es verdad que un periódico tradicional puede equivocarse o mentir; es cierto que el consenso médico mainstream puede estar equivocado frente a un outsider; sin duda la élite cultural puede desconocer el gran aporte literario de una gran poeta negra marginal. Todo esto ha ocurrido. Lo que hay que decir es que no basta con ser marginal, discriminado, minoritario, para que lo que se proponga desde allí sea verdadero o válido. También es cierto que en lo que es dudoso y carece de consenso científico no hay más alternativa que adoptar decisiones mayoritarias.

El populismo sabe perfectamente cómo hacerle trampa a la democracia liberal. Creo, en consecuencia, que la democracia liberal debería adoptar estrategias populistas. ¿Cuáles? Yo empezaría por decir, de un modo populista, que no hay nada más marginal, secreto y desconocido que el método científico.

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