Aguantar o no el desorden

Mauricio Rubio
11 de julio de 2019 - 10:52 a. m.

Ser ordenada o despelotado son características personales poco estudiadas, a pesar de sus muchas implicaciones.

Limpié mi taller de carpintería porque me tocó desocupar el sitio. La acumulación de aserrín, madera, herramientas, tornillos... era aplastante. En la faena aparecieron esa pequeña pinza, la broca especial y un largo etcétera de cosas que busqué por horas. Nunca hice cuentas, pero fue mucho el tiempo gastado rastreando utensilios y la plata botada reponiendo otros refundidos que luego aparecían.

Mi esposa tiene taller de cerámica y vitrales que parece un laboratorio. Cuando viaja se instala en la casa una plácida guachafita hasta la víspera de su regreso. Mi hija adolescente, beneficiaria de esos vacíos de autoridad, es la persona más desordenada que conozco, pero no me preocupa: es algo pasajero.

Desde niño el desorden ha sido mi karma, recurrente frustración y fuente de conflictos domésticos, nunca estudiantiles ni laborales. Dos de mis hermanas son tan meticulosas que saben con mapa preciso dónde están las tijeras: mueble, cajón y coordenadas interiores. Esa minucia no pudo ser aprendida. A pesar de que nos sermoneaban a diario y por parejo con el reguero, los frutos del zumbido fueron dispares, tal vez contraproducentes.

Volviendo a mi carpintería, ninguna mujer hubiera aguantado semejante desorden. Con muchos contraejemplos cercanos, sigo pensando que ahí hay factores innatos y uno es ser hombre, sobre todo en crudo. El mayor desastre que he visto en una cocina restos de comida durante semanas, con varias capas verdosas era de un profesor soltero, léase sin amaestrar, porque el orden también se aprende. En mi taller recogí restos de unos albañiles jóvenes y despelotados que contraté años atrás. Hace poco los reencontré y ahora terminan cada jornada barriendo y organizando.

Para buscar evidencia sobre diferencias hombre-mujer en aguante del desorden se podrían comparar residencias estudiantiles, o preguntarles a empleadas domésticas si prefieren que las supervise la señora o el señor.

Desconcierta que ese rasgo crítico para las parejas, por conflictivo, despierte tan poco interés. Al ignorar diferencias congénitas, politizar lo doméstico e infantilizar mujeres en sus antiguos dominios, el feminismo renunció a entender el asunto. Como con los celos y la violencia machista, al confundir natural con justificable e inmodificable, empantana eventuales soluciones.

Entre amigas de mi mamá, cuando el empleo femenino era excepcional, el peso del oficio hogareño sobre la mujer variaba con el tamaño de la familia, el número de empleadas domésticas y hasta la personalidad de ambos cónyuges, factores que chismosas congéneres analizaban una y otra vez. Si a esa diversidad se le suman acuerdos y concesiones entre personas adultas que trabajan, como en cualquier pareja contemporánea, resulta evidente la precariedad de la explicación limitada al patriarcado. La sobrecarga femenina que persiste tercamente en la repartición de quehaceres hogareños sigue huérfana de teoría. No se entiende por qué el Síndrome de Diógenes, la absoluta incapacidad para limpiar y ordenar, afecta más a los hombres en España y a mujeres solteras en los EE. UU., ni por qué un síntoma del de “cartera desordenada” en las mujeres es el déficit de atención con hiperactividad. Una investigación con tamaño de muestra millonario encuentra que son las mujeres las que se quejan de la limpieza en los hospitales, siempre empeñados en ese objetivo. Nadie explica ese resultado.

Es probable que personas obsesivamente ordenadas o exageradamente despelotadas terminen juntas para aguantarse mutuamente. Pero, conjeturo, las mujeres jamás alcanzarán los vergonzosos extremos de dejadez masculina y pueden terminar haciéndole la tarea a un zángano inmune al caos, personaje bien distinto de un patriarca.

Intrigadas por los cambios hormonales y cerebrales que vivieron embarazadas y lactantes, varias científicas, madres y feministas, han investigado la intensa relación de las mujeres con sus hijos, una verdadera adicción que las militantes sin prole, las más radicales, sencillamente no comprenden y probablemente por eso sostienen que la maternidad es una construcción social. Garantizar la supervivencia infantil explicaría la lucha maternal contra infecciones y desnutrición con especial preocupación por la limpieza y la buena alimentación, o sea las tareas domésticas.

Datos colombianos sugieren que el trabajo en el hogar es un paquete amarrado a la responsabilidad crucial de la crianza: el que la asume hace todo. Compartir esa carga debe ser la médula de la colaboración masculina, y la inducción apropiada sería participar en el parto, cambiar pañales y aliviar el llanto del bebé controlando el reflejo masculino de huirle a esa señal. Cantaletear con las obligaciones, confundir pereza o encarte con voluntad política de dominación es tan absurdo como ineficaz.

Con enorme variabilidad y notorias excepciones, a los hombres toca domesticarnos, literalmente. Por fortuna hay una contraprestación atada a ese esfuerzo: buscando civilizar salvajes la mujer puede aprender a gozarse ciertos desórdenes. Que lo diga doña Flor con sus dos maridos.

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