¿Ajuste general de cuentas?

Eduardo Barajas Sandoval
02 de abril de 2019 - 06:00 a. m.

En la lógica del presidente de México, el mundo debería entrar en un periodo, confuso e interminable, de ajuste de cuentas por incidentes de hace varios siglos. De ser acogida su idea, formulada en castellano, de exigir a España y a la Iglesia católica que pidan perdón por los hechos violentos de la conquista de América, serían muchos los que tendrían que responder por las aventuras de conquista que protagonizaron sus antepasados. Solamente quedarían fuera del juego aquellos lugares en los cuales el mapa no muestre huellas de acciones conquistadoras, y donde el mestizaje, biológico o cultural, no se haya hecho presente.

El devenir de la humanidad ha estado lleno de conquistas y mestizajes, de los cuales la mejor muestra es el magma cultural de nuestros días. Gracias al cual un estudiante de cualquier parte del mundo puede pasar inadvertido en una fiesta de “squatters” en el centro de Ámsterdam. O puede salir a la calle con los muchachos de San Petersburgo una de las noches blancas de junio a celebrar el paso de barcos con velas rojas por el río Neva, al ritmo desaforado de “música universal”, sin que a nadie le importe que en otra época el desfile hubiera sido una de esas tradiciones soviéticas que ahora son vistas por los jóvenes rusos como fantasmas del pasado.

Si se extendiera la iniciativa del mexicano, todos los pueblos comprendidos en el espacio de más de 30 millones de kilómetros, desde Corea hasta el Danubio, China e Irán incluidos, deberían pedir que los mongoles, como descendientes de Genghis Khan, acepten hacer cuentas y pidan perdón por las depredaciones causadas por su imperio. Otro tanto tendrían que hacer quienes se consideren víctimas de Tamerlán, que alcanzó a conquistar Nueva Delhi y que, en otros parajes, se dice que mandó levantar 120 pirámides con las cabezas de 90.000 turcos. Los persas, por haber quemado los templos de las deidades de la Grecia clásica. Los descendientes del Imperio Mogol deberían responder por las ejecutorias de sus antepasados cuando dominaron la India. Los turcos deberían excusarse por haber tomado por la fuerza Constantinopla para acabar con lo que quedaba del Imperio Romano de Oriente. También ellos mismos, por su dominación de los Balcanes y el Medio Oriente. Los descendientes de los godos, y los visigodos, y los celtas, por sus correspondientes inmersiones en Europa. Otras potencias colonizadoras, como Portugal, Francia, Inglaterra, Holanda y Bélgica, por la explosión de sus conquistas y el exterminio de pueblos enteros en la era de su expansión desaforada. Para no mencionar sus aventuras del siglo XX. Lo mismo que los descendientes de los incas, los mayas y los aztecas, que obraron como imperios.

El entramado universal de conquistas, exterminio, experimentos coloniales y guerras libertadoras presenta un panorama del que prácticamente muy pocos pueden escapar. Quien lo logre no ha formado parte del proceso tremendo de la formación del mundo contemporáneo. Pero las cosas resultan aún más complicadas, pues no se puede ocultar, ni desconocer, que dicho entramado conlleva caudales apreciables de influencias mutuas. Cada grupo humano sobreviviente de episodios de conquista, y aún más de procesos coloniales, del lado que sea, termina por llevar puesta para siempre una marca que no es ya estrictamente la de ninguna de las dos partes, así no tenga plena conciencia de ello. Escuchen la música, bailen o prueben la comida. O mírense en el espejo.

Algunos consideran que el fenómeno anterior ha contribuido a enriquecer el acervo cultural de los pueblos; otros, que esa es una desgracia irremediable. Cada quien lo califica según como se sienta. El problema se vuelve más complejo, y prácticamente irremediable, cuando las relaciones entre conquistadores y conquistados van más allá de las maniobras guerreras o las influencias culturales y se abre paso el mestizaje resultante de la fusión de sangre, que produce una ostensible nueva realidad. Como sucedió en la América hispana, cuya fusión de razas ha resultado ser uno de los fenómenos más extraordinarios de la historia humana. Nadie puede negar que lo sea, pues en ningún otro paraje del mundo surgió jamás una realidad mestiza tan extraordinaria como aquella que, con los aportes de indígenas americanos, invasores europeos y africanos forzados a venir al territorio, ha dado como resultado, a pesar de la existencia de desastres sangrientos, parecidos a los de otros continentes, una realidad que se extiende desde el sur de Chile hasta el norte de México, y que poco a poco ha penetrado y tiende a crecer en los Estados Unidos.

Claro que siempre habrá gritos desaforados, desde posiciones contradictorias, y contraevidentes, que reclaman o propician actos simbólicos, aunque no puedan ocultar los hechos. Tal es el caso de la campaña de un aborigen norteamericano, de nombre británico, Mitch O’Farrell, que concluyó por ahora con la remoción de una estatua de Colón en un parque de Los Ángeles. Nombre de ciudad que, en esa lógica, debería también ser cambiado, como los de Santa Mónica, San Diego y cualquiera de las fundaciones hispánicas en el occidente de los Estados Unidos. Y el de Florida. Y el de O’Farrell…

El poeta Enrique Márquez, jefe de la diplomacia cultural mexicana, otro de los inventos del nuevo presidente, seguramente tiene razón cuando afirma que “es mejor una polémica que el olvido”. Pero esa polémica debería tal vez centrarse en momentos más cercanos, y en realidades apremiantes y manejables, como la del destino actual de los pueblos indígenas en la América Latina, al lado de una mayoría mestiza que no se puede deshacer de su herencia mixta.

Mientras le llueven respuestas al presidente mexicano, se debería dar una mirada a los infortunios de los aborígenes de nuestra América a lo largo de los 200 años de la llamada era republicana. Ahí se harán evidentes responsabilidades que, entre otras cosas, no se pueden adjudicar a los gobiernos de turno, cuya obligación es obrar con diligencia para corregir, lo más pronto posible, los defectos de repúblicas con unos ciudadanos menos iguales que otros.

Entretanto, de pronto el pobre Marco Polo se puede ver obligado, como transgresor, a pedirles excusas a los chinos por haber traído a Italia los espaguetis. O el presidente Xi, llamado a responder por los perjuicios de la pólvora. Y el rey de Suecia, por los daños de la dinamita.

 

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