Al país más violento de la región no le gusta la violencia

Santiago Villa
04 de diciembre de 2019 - 05:00 a. m.

En comparación con las protestas que se han dado en otros países de América Latina, las de Colombia han sido de las más pacíficas y menos disruptivas. Es una curiosa contradicción: al país que está en guerra no le gusta la violencia. Quizás sea precisamente porque sabemos el costo social de los movimientos agresivos. Puede también que seamos, a pesar del estereotipo, un pueblo manso.

El caso es que, según la encuesta del Centro Nacional de Consultoría que salió poco antes de escribir esta columna, la mayoría de los colombianos se está cansando de las disrupciones que generan unas protestas que ni siquiera llevan dos semanas. Durante el mismo lapso, Santiago de Chile ardía en muchedumbres clamando cambio y enfrentadas día tras día a la policía. Aquí no. El escenario chileno, tal cual están las cosas, es impensable. Por consiguiente, también es impensable, para bien o para mal, llegar tan lejos como lo hizo Chile en los reclamos atendidos. En Colombia no habrá una nueva constitución, Duque no se va a caer y al Esmad no lo van a desmantelar.

Lo primero es buena noticia. Crear un país en el papel, cuando ni siquiera se cumple la Constitución que tenemos, es perder el tiempo y someternos a una inestabilidad innecesaria. Logremos que se aplique bien la constitución actual, que ya sería un gran logro, y si vemos que no funciona pensemos en cambiarla. El problema de Colombia no es que las leyes estén mal diseñadas, sino que no se cumplen, y una nueva constitución no va a lograr, por arte de magia, que se acaben todas las presiones para impedir que a este país lo rijan las reglas que se consignan en sus solemnes códigos.

Lo segundo también es indeseable. Una renuncia de Duque, por presiones de manifestantes que no sabemos a qué porcentaje del pueblo representan, no solo es una patada a la constitución que queremos que se cumpla, sino que llevaría a un gobierno de Marta Lucía Ramírez. Es decir, un giro desde la derecha hacia la ultraderecha. El derrocamiento de un gobierno elegido democráticamente no conduce a un futuro más democrático, sino a inestabilidad política; y el autoritarismo es la estrategia más certera para combatir la inestabilidad, en especial si somos gobernados por el partido menos liberal y progresista de Colombia. Una renuncia de Duque en plenas protestas se vería seguida, casi de inmediato, por una presidenta Ramírez imponiendo un estado de excepción, toques de queda, militarización indefinida de las calles. Recordemos que Ramírez fue Ministra de Defensa durante la sanguinaria Operación Orión.

El desmantelamiento del Esmad es deseable, pero improbable, porque sería una concesión demasiado grande para un gobierno de derecha; que para conservar su estabilidad no solo depende de que los contradictores levanten el paro, sino que sus copartidarios y votantes no se sientan traicionados o perciban demasiada debilidad. Es probable, sin embargo, que se puedan negociar reformas al Esmad. En este punto deberían ser muy insistentes los negociadores del paro, e incluso llamar a una nueva movilización en algún momento para presionarlo.

Todo esto es un juego de equilibrio. El presidente, si entra a negociar, tendrá que mantener un equilibrio entre no perder legitimidad ante su partido y el apoyo de quienes sustentan su poder, y dar a entender que está cediendo. Igualmente, los manifestantes, con apenas un 55% aprobación, según el Centro Nacional de Consultoría, deberán sentarse cuanto antes a la mesa, porque más que fortalecerlos, el tiempo les debilita.

Las protestas funcionan porque son incómodas y quiebran el orden. Ninguna huelga de un día o manifestación que vaya por el andén logra un cambio significativo. Tiene que dolerle al gobierno, y a esa élite a quien el gobierno obedece, en especial cuando es de derechas. Sin embargo, si Colombia despertó, otra vez se está durmiendo. La gente parece querer la normalidad; y seguir incomodando, más que debilitar al gobierno, puede darle una estocada mortal al apoyo popular que tengan las protestas.

Esto no quiere decir que más adelante no sea relevante llamar a movilizaciones para presionar algún punto que se esté dialogando. Protestas por puntos específicos, concentradas, que no generen grandes desgastes, pueden ser una estrategia interesante una vez comiencen los diálogos.

Twitter: @santiagovillach

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