Al que da y quita

Tatiana Acevedo Guerrero
01 de abril de 2018 - 02:00 a. m.

Hace 51 años, durante la Semana Santa de 1967, funcionarios del gobierno de Lleras Restrepo presentaron un informe al Senado defendiéndose de las críticas hechas por los congresistas Pedro Castro Monsalvo, Raimundo Emiliani y Benjamín Burgos al Instituto Colombiano de la Reforma Agraria (Incora). Explicaron cómo para aquel entonces las unidades agrícolas familiares tenían un mejor aprovechamiento de la tierra (en cultivos familiares y permanentes) que las grandes haciendas, las cuales le dedicaban “la mayor parte de sus tierras a la ganadería extensiva a base de pastos naturales”. Informaron que las parcelas aptas para una agricultura intensiva eran muy escasas en el país, pues buena parte de las tierras de mejor calidad se encontraban localizadas en lugares fácilmente inundables o sin agua suficiente. Debido a esto, afirmaron, el Incora orientó parte principal de sus esfuerzos en las “obras de adecuación de tierras” y construcción de distritos de riego.

Los funcionarios hablaron de los 14 distritos de riego proyectados. Enumeraron el aumento considerable de la productividad en naranjas, en yuca, en papaya, en piña y en maíz. Hicieron referencia también al Proyecto Atlántico #3, financiado por el Banco Mundial, que suponía la construcción del distrito de riego del Guájaro. “La inmensa tarea de incremento de la producción agrícola de alta productividad será posible solamente a través de los distritos de riego que ya comenzó a construir el Incora y que ha empezado a inaugurar”, anunciaron. Y concluyeron que, “como el caso de las carreteras, las centrales hidroeléctricas y de los acueductos para las grandes ciudades, se requieren fuertes inversiones que deben programarse con suficiente anticipación”.

Pese a la consagración de fondos, estudios, trabajo y voluntad a lo largo de un poco más de cuatro años, con el tiempo y la desidia de los gobiernos venideros, los distritos de riego (y sus caminos llevando agua a los cultivos nuevos) fueron dejando de funcionar. Aunque en algunos casos el fin del entusiasmo reformista estuvo acompañado del accionar paramilitar y la reacción armada latifundista, en otros, como es el caso del sur del Atlántico y sus municipios Luruaco, Repelón y Manatí, tuvo que ver más con la falta de inversión sostenida y de mantenimiento adecuado. Estas comunidades ya habían visto venir el fin de sus sueños de agricultura intensiva e incluyente mucho antes de perder sus sustentos durante la ruptura del canal del Dique en 2010. Ya sabían lo que (a veces) olvidamos: que se puede ganar un derecho para luego perderlo.

Este fue el caso de barrios en el suroccidente de Barranquilla, que obtuvieron el servicio al saneamiento básico a inicios de los 90, sólo para perderlo unos años después. Durante la administración del alcalde Hoyos Montoya, el gobierno local trabajó para construir alcantarillados e invirtió en el tratamiento de las aguas residuales descargadas en las áreas del sur de la ciudad, cerca del río Magdalena. Sin embargo, la administración subsiguiente suspendió el programa. La falta de control o tratamiento en las descargas de aguas residuales llevó a una crisis ambiental que se extendió además a través del aire y afectó la salud de muchas familias.

Pese a la inercia de las obras y de las buenas intenciones, los logros de una reforma o un proceso pueden esfumarse. Incluso si se trata de una infraestructura material, que ha cambiado la tierra y las aguas, como es el caso de un distrito de riego. O el caso de un canal de drenaje. Cualquier cambio en las convicciones, los ritmos de inversión o el cuidado minucioso de una infraestructura nueva o de un proyecto que está iniciando compromete los sueños y el futuro. La desmovilización y el proceso de paz son mucho más frágiles que el cemento.

 

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