Aldeas rusas

Pascual Gaviria
04 de julio de 2018 - 02:00 a. m.

Hace algo más de 60 años García Márquez escribió para Cromos una serie de reportajes sobre sus 90 días tras la Cortina de Hierro, que él describió como una “barrera de palo pintada de rojo y blanco como los anuncios de las peluquerías”, y que por entonces dividía al mundo y marcaba terrores y esperanzas para Occidente. Luego se publicaron reunidos bajo el título De viaje por los países socialistas. En ese momento eran mundos de signos opuestos, realidades escondidas tras la propaganda negra y los alegatos ideológicos. Todo sorprendía al periodista colombiano, todo se veía distinto tras esa frontera. Pero hay una singularidad que García Márquez describe con gracia en varias puntos de sus reportajes: la avidez de los soviéticos, de los moscovitas principalmente, por conocer gente del “otro mundo”, por llevarse un botón de su camisa, por regalarles una flor, por soltarles un discurso ininteligible: “La gente tenía deseos de ver, de tocar un extranjero para saber que estaba hecho de carne y hueso. Nosotros encontramos muchos soviéticos que no habían visto un extranjero en su vida”.

Pues en algo no ha cambiado Rusia en los últimos 60 años. Los extranjeros siguen siendo especímenes, Rusia es todavía un país como la URSS que decía García Márquez llevaba 40 años aislada del mundo. En el primer restaurante al que entramos en Moscú, donde los peruanos coreaban su sonsonete, fuimos recibidos por un administrador tan solícito que rayaba en la demencia. Supo que éramos colombianos y comenzó su ritual de atenciones. Soltaba unos largos parlamentos en ruso y cuando notaba que no entendíamos nada intentaba hablar en otra lengua, sin conocerla, con el simple esfuerzo, y terminaba rojo, atorado en un pequeño acceso de tos. Le acercábamos el teléfono con el traductor del ruso al español y su excitación lograba bloquearlo. Salía corriendo a la cocina, volvía y nos jalaba hasta las peceras donde estaban algunos peces que se ofrecían en la carta. De pronto soltaba una pequeña carcajada que un minuto más tarde opacaba una mueca de impotencia. Al final optó por el lenguaje universal y nos regaló dos jarras de cerveza como muestra de buena voluntad ante la cara atónita de meseros y comensales.

Pero no fue el único, en los buses nos miraban con sonrisas mal disimuladas, los niños nos señalaban, señalaban nuestros crespos, se soltaban de sus padres para llegar hasta nuestras rodillas. En el Metro un joven se quitó sus audífonos y se concentró en nuestra conversación durante 20 minutos, nos grababa con sus ojos bien abiertos, al final se acercó y como pudo nos dijo que admiraba nuestra forma de gesticular, de hablar como si hiciéramos “mímica”, mientras ellos solo lo hacían con su cara de palo. Cuando topamos con un grupo de seis jóvenes bien bebidos a la entrada a un restaurante, bastó mencionar la palabra Colombia para tener una botella de champaña en una mano y una de vodka en la otra. Nos instaban a beber y no podíamos hacerles el desplante. En San Petersburgo, cuando llegamos a un bar con señales literarias en su puerta, Bar Bukowski, apareció un joven barman quien dijo ser amigo imaginario y discípulo de Julio Cortázar. Bastó que supiera que hablábamos español para que se abalanzara sobre nosotros. No sé en qué idioma me habló de Borges y sus poemas y me repitió su amor por el español que desconocía. Tenía un aliento digno del patrono de su bar y sirvió dos jarras por su cuenta. Al final nos pagaron el taxi hasta la casa antes de que se levantaran los puentes y tuviéramos que soportar toda la “noche blanca” en su grata compañía.

En ese candor, atónito y amable, de muchos de sus habitantes, Moscú sigue siendo la aldea que describió García Márquez, “una nación de locos que inclusive para el entusiasmo y la generosidad habían perdido el sentido de las proporciones”.

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