Aletas de tiburón

Catalina Ruiz-Navarro
07 de noviembre de 2019 - 05:00 a. m.

La sopa de aleta de tiburón ha sido preparada en China (principalmente, pero también en otros países asiáticos) desde hace al menos 1.000 años. Para hacerla se hierve la aleta de tiburón y se le raspa toda la carne hasta que solo quedan las fibras del cartílago que se cocinan hasta quedar blandas, como si fueran fideos. Para ese entonces ya no saben a nada ni tienen valor nutricional y normalmente toca echar caldo de pollo para que tengan sabor. ¿Entonces cuál es su gracia? ¿Qué tiene esa sopa que justifica matar unos 10 millones de tiburones a nivel mundial?

Lo que tiene es que es un símbolo de estatus que se puede rastrear hasta la dinastía Song (que según el calendario occidental estuvo en el poder entre los años 960 y 1279). Durante siglos era un plato al que solo tenían acceso los megarricos, y por eso también se asociaba con la prosperidad, lo que la hizo popular en el Año Nuevo chino. El problema es que, en el capitalismo tardío, cada vez más personas en Asia tienen suficiente capital para tomarse la preciada sopa y esto resulta en un problema ecológico, porque ahora resulta que hay más ricos que tiburones.

En Colombia la historia es muy diferente, más que un manjar, es parte de la alimentación diaria de muchas comunidades que viven de la pesca artesanal y prohibir la pesca de tiburón en su totalidad puede atentar contra su seguridad alimentaria. Además, es imposible garantizar que no habrá pesca incidental, como suele pasar con los tiburones que por error quedan atrapados en las atarrayas. La prohibición tampoco es que garantice mucho, porque la experiencia en otros lugares, como el Reino Unido, es que la pesca de tiburón pasa al mercado negro y eso genera que haya aún menos control.

La solución es la regulación de cuotas para la pesca artesanal, y es lo que más o menos se ha venido haciendo desde hace varios años en Colombia. Más o menos porque en el país nunca ha habido ni un sistema serio de monitoreo, ni suficientes inspectores de pesca para todos los puertos. El nuevo decreto tiene cambios que parecen pequeños, pero son muy preocupantes: para empezar, la resolución permite la pesca de especies en peligro de extinción, y por otro lado las cuotas son muy altas, según dijo a El Tiempo el biólogo Felipe Ladino de la fundación Malpelo: “Para obtener 2,1 toneladas, se tendrían que matar casi 110.000 tiburones”. Aunque el Gobierno ha dicho que esto solo aplica para la pesca artesanal, pues la industrial está prohibida, son demasiados tiburones como para pensar que todos van a ser capturados de forma incidental. Y si bien está prohibido el “aleteo” (la práctica de mutilar tiburones para tomar su aleta y luego devolverlos al mar en donde mueren asfixiados por no poder nadar), las cuotas establecidas no tienen en mente la cantidad de tiburones que hay en nuestros ecosistemas (no hay cifras), ni el tiempo que necesitan las especies para renovar la población. Y, además, está la codiciada sopa, que se puede vender en unos 150-200 dólares, lo cual es un inmenso incentivo para la pesca de tiburón, aunque es más que evidente que quienes se van a enriquecer con su venta no son los pescadores colombianos.

Duque cree que puede salir de todos sus entuertos diciéndole a la prensa que “eso también pasaba en el gobierno Santos”, pero no es excusa suficiente, pues entre un gobierno y otro la discusión internacional sobre el problema de la pesca de tiburón y el impacto que tendría la extinción de una o varias especies en los ecosistemas marinos ha cambiado. Quizás esto pasaba antes, pero es mucho peor que pase ahora, cuando tenemos más información disponible para entender las consecuencias que la depredación del medio ambiente tendrá en nuestra seguridad alimentaria. Y esto es lo más grave, la resolución ejemplifica una política económica que sistemáticamente vende barato nuestros recursos naturales sin detenerse a pensar en su conservación.

 

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