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Algunos legados de las Farc

Álvaro Camacho Guizado
02 de abril de 2011 - 03:00 a. m.

ENTRE LAS MUCHAS BARBARIDAdes con las que las Farc han deteriorado la vida colectiva en el país hay dos hechos centrales cuyas consecuencias han sido nefastas: me refiero a los muchos secuestros que han realizado y que las han convertido en objeto de repudio por una porción sustancial de la opinión pública nacional.

En efecto, además de haber institucionalizado el secuestro como arma financiera y política, en algunos casos no han medido las consecuencias de eliminar a sus víctimas cuando no pueden tener éxito en la operación. Me refiero en particular a los secuestros del padre de Álvaro Uribe y el de los hermanos Castaño. Deberíamos incluir el de la hermana de los Ochoa de Medellín y la creación del Mas.

Se puede pensar que si los ejecutores de esos dos secuestros y asesinatos hubieran sido conscientes de los efectos en el mediano plazo, y si tuvieran alguna capacidad de entender las consecuencias del acto en los familiares más cercanos de los asesinados, quizá no habrían realizado esos operativos. Pero no se puede esperar mucho de una organización que ha privilegiado la delincuencia y los enfrentamientos militares en desmedro de una confrontación política civil y civilizada.

Los secuestros de esos dos señores han desatado una bárbara reacción de venganza de parte de sus familiares. Contribuyeron decididamente, sin ir más lejos, a estimular el paramilitarismo de los Castaño y las políticas de orden público de Uribe. Y eso ya es suficiente para cobrarles a las Farc. Uribe y los ‘paras’ entronizaron la venganza, el odio y el fanatismo como recursos políticos. No se puede afirmar que si no se hubieran producido esos secuestros la contienda militar sería menor, o al menos más civilizada, pero sí es válido considerar que hoy no estaríamos tan metidos en semejante embrollo.

Esos secuestros también han justificado el “todo vale” en la confrontación: probablemente nos habríamos ahorrado algunos de los miles de masacres, desplazamientos campesinos, persecuciones sindicales y robos de tierras. No seríamos testigos de las desapariciones forzadas ni de los falsos positivos. No habríamos deteriorado las relaciones con los vecinos y el resto de países de América Latina. No habríamos incrementado de manera tan brutal el gasto militar que reduce fondos designados a tareas más nobles, como proteger la salud y educar a la infancia. En fin, estaríamos un poco mejor.

Pero no, la venganza y el odio se convirtieron en la razón de ser de las víctimas, con lo que lograron que se redujera la natural solidaridad que una opinión pública debe tener con quienes han sufrido esa desgracia de tener un padre asesinado por dinero. Si la política de orden público de Uribe se hubiera basado en consideraciones diferentes, con algún sentido democrático y civilista, si no hubiera dado ocasión para que se sospechara de que compartía ese odio visceral y esa sed de venganza con los paramilitares, y esa actitud de responderles a las Farc con la misma moneda que ellos utilizan para avanzar en su causa, otro sería el cantar. Una eventual victoria no sería la destrucción del enemigo y con él de miles de ciudadanos inocentes, sino un triunfo de la razón civilizada.

 

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