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Amor que muere, amor que mata

Fernando Araújo Vélez
21 de diciembre de 2014 - 02:00 a. m.

Haberle dicho te amo fue su perdición, pues con aquel te amo que le salió de las entrañas, con aquel te amo que fue un desahogo momentáneo, le entregó una certeza que fue la seguridad que mató las incertidumbres que la habían hecho enamorarse de él.

Eran las incertidumbres las que la hacían desvivirse de ansiedad antes de cada cita. Eran las incertidumbres las que la hacían escudriñar en su mirada lo que había detrás de sus palabras. Ella le dijo te amo y asesinó cualquier vestigio de ansiedad y de búsqueda y le abrió la puerta a una seguridad demasiado segura, que fue certeza de amor y fue luego monotonía, y después, hastío.

Le dijo te amo y se instaló en la escena de las contradicciones, también, porque anhelaba un amor mutuo, pero la certeza de ese amor mutuo no le hizo sentir nunca más el temor a un posible rechazo, ese temor que en últimas era un ingrediente fundamental para buscar su boca o su cuerpo o su alma, pues en la búsqueda estaba el deseo; en el camino, y en un posible no, estaba el desafío. Antes del te amo, los dos eran un manojo de nervios que cuidaban el detalle, y en un beso hallaban, más que un beso, el éxtasis de haberse atrevido a llegar a ese beso y la infinita explosión de haberlo conseguido.

Antes del te amo, todo era posibilidad, andar tomados de la mano por una cornisa, temerle al final, y por lo mismo, vivir con toda la intensidad cada segundo de cada minuto de cada hora. Antes del te amo, su amor era un amor que podría matar, y por eso no moriría jamás, pero ella se apresuró con aquel te amo, él le respondió con las mismas palabras, y entre los dos se asesinaron. Entonces ingresaron en el cómodo mundo de las certezas, en el seguro espacio del yo sé que me amas y tú sabes que te amo. Sus besos perdieron camino para transformarse en meta y nada más. Sus caricias fueron una mutua e hipócrita concesión: Te toco por ti, no por mí.

Ella comprendió una noche y por fin por qué uno de los personajes de Dostoievski decía que jamás se le debería decir a nadie te amo, y le pidió que, por favor, no se tomaran tan en serio. Él cantó en voz muy baja algo de Joaquín Sabina, porque el amor, cuando no muere mata, porque amores que matan nunca mueren. Ella le habló de las certezas. Él prefirió conversar sobre las incertidumbres. Se miraron, se abrazaron, se aferraron a sí mismos y al otro. Sintieron miedo, el miedo de la ruptura, el miedo del hielo. Se besaron con un beso que era como llovizna.
 

Fernando Araújo Vélez

Por Fernando Araújo Vélez

De su paso por los diarios “La Prensa” y “El Tiempo”, El Espectador, del cual fue editor de Cultura y de El Magazín, y las revistas “Cromos” y “Calle 22”, aprendió a observar y a comprender lo que significan las letras para una sociedad y a inventar una forma distinta de difundirlas.Faraujo@elespectador.com

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