Cumplió cuatro años de haber visto la luz la paz en Colombia. ¿Cómo le ha ido hasta el momento? ¿En qué estado se encuentra? Estas son preguntas que con razón se hacen millones de colombianos.
Gracias a la notable investigación periodística de este diario y a un estupendo debate parlamentario protagonizado por figuras de primera línea —Barreras, Cepeda, Petro, Sanguino, en estricto orden alfabético—, sabemos que la paz sufrió desde el primer día brutales saboteos. Resultó que quienes entonces advertimos que el episodio Santrich sonaba sospechoso teníamos la razón.
Contra las declaraciones miserables, y a la vez infundadas, del presidente de la República, denunciar este entrampamiento no implica manifestación alguna de simpatía con Santrich. Este personaje en particular siempre me pareció un típico peso ligero, combinando falta de responsabilidad con agresividad gratuita. Su variedad particular de kulturkampf consistía en escribirle acrósticos a Fidel Castro: me perdonarán, pero no puedo sentir simpatía alguna por nadie que escriba, y peor aún publique, acrósticos. Pero el problema no es, ni nunca fue, Santrich. La cuestión de fondo es cuáles incentivos tienen los excombatientes para mantenerse en el proceso. Por eso, poner el episodio en términos de moral (qué malo que fue Santrich, traicionó, etc.) es totalmente inadecuado. Si a una persona que ha pasado la mitad de su vida en el monte, que posiblemente no le tenga gran confianza al Estado, le metes una trampa legal de semejante tamaño, ¿qué puedes esperar que suceda?
Lo que la experiencia ha demostrado es que no solamente los enemigos feroces de la paz, como el uribismo y su presidente Duque, sino muchos de los amigos fueron incapaces de entender este detallito. O quizá no quisieron hacerlo. Declara el expresidente Santos, una figura hacia la que definitivamente no siento animadversión, que el Acuerdo estaba pensado para los colombianos, no para las Farc. Esto revela qué tan lejos estuvo —creo que casi siempre— de comprender los alcances de la paz que él mismo presidió y que constituye su principal —aunque de hecho no el único— mérito histórico. Si la idea era que después de la entrega de armas la guerrilla desmovilizada no contaba, eso tiene un nombre: conejo. Si la idea era que gente con experiencia y entrenamiento militar tenía que aguantarse lo que sucediera, haciendo de tripas corazón para no portarse como “traidores”, entonces se estaba partiendo de supuestos totalmente inverosímiles sobre la sicología y el comportamiento humanos.
Tengo que recordar que Santos apoyó a Martínez en la operación contra Santrich, a pesar del hedor que uno y otra despedían. Estas cosas tienen implicaciones. Pero el expresidente cree que no: que nadie podría hundir la paz. Ese bienaventurado optimismo hace rato ya me da un poco de rabia. Uno podría responder observando que exactamente lo mismo se dijo del Titanic. Pero no lo haré. Prefiero acudir a nuestra historia. Hace casi 120 años, en 1902, al término de la guerra de los Mil Días, el general Uribe Uribe declaró: “Cuantos pertenecemos a esta generación infortunada podemos jactarnos de haber visto la última guerra civil de Colombia”.
Pues no: no fue la última, y la jactancia, así como el alborozo, se basaban en cuentas alegres y en supuestos fatalmente erróneos. Es que la paz —en general, y muy en particular en Colombia— hay que cuidarla. Y si no se hace, se puede recaer en el conflicto: protagonizado por parte del personal de ayer, pero apalancado en nuevos motivos y dinámicas.
Eso es precisamente lo que advierte mi libro ¿Un nuevo ciclo de la guerra en Colombia?. Siempre he separado esta columna de mi trabajo académico, pero creo que este es un asunto distinto: literalmente de vida o muerte. Y creo también que nuestra ya muy precaria paz no se defiende a través de ficciones más o menos amables, sino identificando con seriedad los tremendos peligros que enfrenta.