Sombrero de mago

¿Antioqueñidad con inopia cerebral?

Reinaldo Spitaletta
25 de julio de 2017 - 02:00 a. m.

Los regionalismos tapan la historia. La camuflan. La tornan clichés (como decir, carrieles, ruanas, machetes…). La descontextualizan. Y así, con solo la superficie, se acude a los chauvinismos, que no son otra cosa que agitar las falsas banderas del patrioterismo (regional, local, nacional) y, con los ingredientes enfermizos de la demagogia, apelar a lo fácil, con el fin de esconder la historia y sus auténticas contradicciones.

El chauvinismo, tan sonado por estos días, desdibuja los contenidos y se ampara en la apariencia, en el ingrediente deleznable de lo sentimental (o sentimentaloide). Es emotivo y, en esa dirección, desdeña lo racional. O lo reprime, lo oculta. Antioquia, la de grandes escritores que han desnudado y puesto en vilo el fenómeno denominado la “antioqueñidad”, es y ha sido un territorio diverso en lo cultural, con símbolos como el trabajo, la libertad y la recursividad.

Una de nuestras más eximias glorias literarias, Tomás Carrasquilla, el que atendió al reto de El Casino Literario de que Antioquia carecía de materia novelable, mostró en sus novelas, cuentos, homilías, crónicas y ensayos, los significados de ser antioqueño, retrató sus virtudes y defectos, y hasta su muerte, en 1940, evidenció con creces qué era esa vaina de la “antioqueñidad”.

En su literatura, Carrasquilla empelota la sociedad y muestra a los arribistas, los truhanes, los estafadores, los malandrines. También los escarceos esnobistas, las afectaciones e imposturas de ciertos círculos sociales. La mascarada. Y así, mirándolo desde otro balcón, somos una sociedad en la que se mueven los fastidiosos emergentes, los posudos, los aparentadores. Los ordinarios y los noveleros.

Da cuenta en obras como Frutos de mi tierra, Ligia Cruz, Grandeza y otras, de una sociedad de mercaderes y buhoneros, de comerciantes y rebuscadores; de aquellos que quieren conseguir fácil la fortuna y que persiguen la de otros. Se puede explorar en sus novelas el carácter y el nuevo espíritu emprendedor del paisa y, sin desechar sarcasmos, las maneras del derroche, del exhibicionismo obsceno del neorrico, de los ostentadores o, como dicen ahora, “visajosos”.

Para entender estos breñales, esta Antioquia, que en otros días quiso blanquearse y desdeñó mestizajes y otras fusiones, hay que volver a los poetas, a los escritores como Epifanio Mejía, León de Greiff, Gregorio Gutiérrez González, Fernando González, y, claro, leer hasta el infinito la obra monumental de don Carrasca. En sus letras podemos auscultar cuánto hay de fatuo, pero, a su vez, de auténtica valía en eso que han dado, con diferentes significados, en llamar “antioqueñidad”.

Carrasquilla, no sólo con la riqueza de lenguaje, sino con un talento excepcional, considera las clases sociales y las expresiones étnicas, nos introduce en los mundos del zambo, del negro, de los mulatos, de los cuarterones, de los “café con leche”, de la “gentuza” y la “guacherna”, pero también de los “mañés” (que pueden ser de cualquier estamento social), de los “linajudos” y de la “crem”. Ah, y de los que buscan tapar con dinero sus lacras y pasados tenebrosos.

En Antioquia, como en otras partes, hay, según la visión humorística y cuestionadora de León de Greiff, “gente necia, local y chata y roma”, pero, a su vez, están —y estuvieron— los trabajadores, los obreros, los que levantaron muros, los que sembraron para que otros comieran, los artesanos y los ingenieros de la Escuela de Minas, los que les cantaron a la “niña hechicera” y a aquellas muchachas , con “mirada de diosa”, en cuyos brazos se aspira a librarse de tristezas y otras melancolías.

Las 23 estrofas del Himno Antioqueño, que no todo el mundo canta ni se sabe, son una oda a la libertad, a los seres libres, a la resistencia frente a la tiranía y la esclavitud. Publicado en 1868 en la revista El Oasis por el alucinado Epifanio Mejía, que era cofrade de sirenas y espíritus acuáticos, es, hoy, una representación de identidad que trasciende lo bucólico, lo montuno.

Y entre los “chatos y romos”, están no solo aquellos que vibran con El brindis del bohemio o la vulgaridad en los privatizados festejos pueblerinos, sino los politiqueros. Los que apelan al facilongo expediente de la engañifa para ocultar las verdaderas necesidades y luchas del pueblo. Y transmutan lo popular en guacherna y borrachera. No estamos con esa Antioquia, la de Los 12 Apóstoles, la de la mafia, la de las corruptelas y las coimas, la de las motosierras, la de los gobernadores chambones, la de los tramoyistas mesiánicos (o diabólicos), cuyo objetivo es mantener embobada a la clientela. No.

Esa Antioquia de fanfarrones y agiotistas no puede ser la que sobreviva. Por eso, quizá, hay que volver a las fuentes, como Carrasquilla, como Mejía Vallejo, o como aquel poeta que alertó sobre una “total inopia en los cerebros”.

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