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Apuntes de una lectora

Beatriz Vanegas Athías
14 de julio de 2020 - 05:01 a. m.

Como lectora voy a la novela buscando el ramo y llego a la poesía a encontrar la rosa. Encuentro la espina en la poesía, en el verso contundente y totalizador. No he leído de la misma manera a Virginia Woolf y a Marvel Moreno que a Sor Juana Inés de la Cruz y María Mercedes Carranza. El ramo que me ofrece un mundo, el de la señora Dallowey o el de Lina con todos los matices y posibilidades que una vida total brinda. Un poema de María Mercedes Carranza y de Sor Juana Inés me sitúa en la individual universal del miedo o del desamor.

Cuando leo comparto lo leído-vivido conmigo misma o con los estudiantes y lectores que acuden a mis clases. Cuando escribo solo comparto conmigo y con los seres que creo y que sólo se conocerán cuando se liberen de mí en forma de libro.

Los poetas que más me interesan son aquellos cuyos versos van más allá de la línea melódica y rítmica convencional y me hacen vivir una melodía (que algunos llaman voz propia) que no alcanzo a identificar de dónde viene. Es lo que llamo también naturalidad, que difiere totalmente de la simpleza y de las pretensiones retóricas fácilmente identificables, como la mentira en otros tipos de texto.

Leer y escribir: Estos dos actos se parecen porque cuando leo a Proust o a Cristina Peri Rossi vivo las vidas que ellos han escrito. Y cuando escribo vivo también en el vivir de los personajes que se liberan de mí y me dicen: Aquí estoy, así voy a proceder, no es por aquí, me dirijo hacia allá. Leer es vivir muchas vidas. Escribir también.

Por lo anterior escribir y leer me convierte en una humana digna porque me presenta a la diversidad de seres en su desnudez. Escribir y leer es oficiar la dignidad.

La inmensidad del cuento, de la novela, de una pieza dramática o trágica, de un ensayo de Montaigne o de Doris Leesing, por ejemplo, radica en su amplitud, en lo inconmensurable de los mundos que funda. La inmensidad de la poesía se halla en su cortedad, en su laconismo retórico. Entre menos dice la poesía, más se escucha. Siempre que no dice, dice a gritos.

El poeta no tiene un fin, una meta. Vive como Ulises en la Ítaca de Kavafis, pensar la piedra del camino como almohada para dormir, sobrevivir a los fantasmas de la noche, vadear los ríos, soportar los extremos de la nieve y el desierto y la humedad y los mosquitos del manglar para luego convertir en verso todos los errores cometidos en los múltiples caminos andados.

Mientras el novelista emprende una maratón. El poeta aguarda como espectador en la vía. El novelista funda, el poeta deshace. Aunque el oficio de ambos tiene como esencia el pulimento, es la del poeta una labor de suma decantación, mientras la del novelista y cuentista es la de aumentar hasta abarcar un universo totalizante.

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