“Quise reconstruir los últimos pasos de mi padre en vida y visité el Museo [de la Casa del Florero]. Constaté la ausencia absoluta de señales museográficas que le dijeran al visitante el uso que le dio el Ejército de Colombia durante la toma […] Los guías no tienen permitido hablar de lo ocurrido”. En su libro Mi vida y el Palacio, Helena Urán Bidegain lucha contra una verdad oficial instalada durante 35 años. Su padre, Carlos Horacio Urán, magistrado auxiliar de la Sección Tercera del Consejo de Estado, fue desaparecido, torturado, asesinado y entregado como NN a Medicina Legal durante la toma y retoma del Palacio de Justicia.
En ese edificio reposaban 1.800 procesos contra el Ejército por violación de derechos humanos. El Consejo de Estado “condenaba al Estado de cuatro a seis veces a la semana”. El ministro de Defensa, Miguel Vega, estaba comprometido en una sentencia proferida por la Sección Tercera. “Los magistrados se convirtieron en rehenes de los militares”, asegura un testimonio del libro El Palacio de Justicia, de Ana Carrigan, cuya publicación en Colombia se demoró 24 años. Noemí Sanín, ministra de Comunicaciones, prohibió transmitir los acontecimientos. Mientras el Palacio ardía, la televisión emitía un partido de fútbol. Yamid Amat ignoró a Germán Castro Caycedo cuando le imploró que dijera al aire que todavía había rehenes vivos adentro. El ministro de Hacienda, Hugo Palacios, celebró que se hubieran “salvado las instituciones”. “En el cruce de pruebas se pudo establecer que los generales no eran ajenos a los hechos”, continúa la investigación. Belisario Betancur agradeció a los medios su forma “tranquila, ponderada y patriótica”. En 2010, Álvaro Uribe criticó públicamente una sentencia contra el coronel Luis Alfonso Plazas Vega por su responsabilidad en la desaparición de 11 personas en noviembre de 1985.
“La impunidad jurídica y política es lo que ha perpetuado la violencia”, concluye Urán. De esa forma se construye y defiende la verdad oficial.
En una audiencia de la Jurisdicción Especial para la Paz sobre el Centro Nacional de Memoria Histórica (CNMH), la politóloga María Emma Wills, exasesora de esa institución, explicó que la verdad oficial es producto de “una voz poderosa que regula, impone, silencia, censura y excluye; pone en juego el esclarecimiento; genera engranajes de impunidad y solo piensa en su reputación”.
En el fast track fracasó un proyecto que buscaba darle autonomía al CNMH, desvincularlo del gobierno de turno. Hoy, las consecuencias son evidentes: una institución que insiste en reinstalar la verdad oficial a costa de la reparación simbólica de las víctimas. Sus dos imperativos morales —con las víctimas y con la sociedad colombiana— se hunden bajo el truco del “pluralismo”.
Continúa Wills: “La pluralidad tiene límites: no significa aceptar todas las memorias”. Son inadmisibles las negacionistas y falsificadoras. Son indefendibles los relatos vengativos que impiden convivir juntos en un futuro. Es insostenible cristalizar una verdad oficial que atente contra la paz.
Hacer eco de la palabra de las víctimas es declarar vencido simbólicamente al poder armado.
El relato histórico es, pues, la presea que amerita la toma del CNMH. Su director, Darío Acevedo, con la complicidad del Gobierno, reencarna la falacia de Plazas Vega: “¡Aquí defendiendo la democracia, maestro!”.