Arte que dura minutos

Juan Carlos Botero
14 de junio de 2019 - 05:00 a. m.

La Bienal de Venecia concluyó hace poco, y el resultado de las obras galardonadas dice mucho sobre el estado actual de las artes plásticas en el mundo. Pero lo que dice, por desgracia, no es alentador.

Las obras premiadas recibieron una recepción entusiasta de la crítica. La primera, Sol y mar (Marina), de los lituanos Lina Lapelyte, Vaiva Grainyte y Rugile Barzdziukaite, es una ópera que toma lugar sobre una playa artificial, y mientras los actores reposan sobre una toalla o se aplican la crema bronceadora, empiezan a cantar sobre desastres ecológicos y los efectos del calentamiento global. Y la segunda, El álbum blanco, del afroamericano Arthur Jafa, es una película sobre el racismo. Jafa también expuso sus llantas de camión amarradas en cadenas, mientras que la española, Itziar Okariz, presentó el video en donde ella se ve, en diferentes lugares del mundo, orinando en público.

Todas estas obras, nos gusten o no, tienen esto en común: nadie se las puede llevar a su casa y existen para ser vistas una sola vez. Quizás, con suerte, dos. Y eso es diciente, como digo, sobre el estado actual del arte.

Porque durante siglos, y a pesar de las incontables diferencias de ideas, culturas y estilos entre los grandes maestros del pasado, las obras existían para que la gente conviviera con el arte. Éste no era efímero, sino que aspiraba a perdurar, e incluso a sobrevivir como objeto, a pesar de su delicadezca y fragilidad, con técnicas que buscaban sortear el paso del tiempo. El arte se hacía para educar, enriquecer o inspirar al creyente, o a los ciudadanos de Grecia y Roma, o a los miembros de la nobleza, o a los habitantes de Florencia y otras ciudades europeas, o al público que admiraba las piezas en los mejores museos del mundo. Hasta obras tan magníficas y siniestras como las Pinturas negras de Goya, que adornaban el hogar del maestro, existían para que él las apreciara a diario. Se convivía con el arte, ya fuera por la belleza que ofrecía, por la gesta que celebraba, por la figura retratada o porque ofrecía un alimento espiritual tan valioso para la existencia como el alimento físico que consumimos a diario.

Hoy eso casi no existe. El arte se hace para producir un impacto fugaz, para recibir el aplauso en la feria o bienal, o para llevar al famoso shock del público. Y no se vuelve a apreciar más. Sin embargo, ya tenemos una actividad que cumple esa misma función, que atrae una vez y se descarta en aras de la siguiente distracción. Se llama entretenimiento.

A esto se ha reducido el arte actual: un quehacer que no aspira a la convivencia ni a perdurar, sino que busca un asombro transitorio, e incluso está hecho con materiales efímeros, como el tiburón de Damien Hirst que se desintegró en su tanque verdoso de metanal.

Lo dijo Borges: “Si el fin del poema fuera el asombro, su tiempo no se mediría por siglos, sino por días y por horas y tal vez por minutos”. Y eso pasa ahora: este arte quizá repudia o resplandece, pero el hecho es que sólo existe por unas horas. Ya no dura siglos ni pretende hacerlo. Su vigencia es cosa de minutos y es, ante todo, otro tipo de entretenimiento. Y esto es bueno saberlo, para que al menos haya honestidad sobre su intención y alcance. Lo grave es que, hoy en día, las demás formas de entretenimiento son mucho mejores.

 

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