Asepsia gestual

Jaime Arocha
14 de abril de 2020 - 05:00 a. m.

En su artículo Aprendiendo del virus, el filósofo Paul Preciado usa la noción de prisión blanda para caracterizar al encierro de hoy. Como para otros, para ese analista la cuarentena y sus efectos serán duraderos. Mientras imaginaba ese futuro de limitaciones, me encontré con un artículo de The New York Times sobre la transmisión en vivo de velorios y entierros. En 2003 las funerarias comenzaron a ofrecer esa opción como servicio adicional, pero hoy en día se impone para obstaculizar la contaminación, restringiendo la participación a un par de allegados. En el escrito figura la profesora Candida Rifkind, residente en Manitoba, Canadá, quien se conectó al oficio mortuorio por una tía que falleció en Los Ángeles. Parece que las palabras del rabino oficiante la hicieron llorar, por lo cual reflexionó sobre la ironía involucrada: mientras que la ceremonia por Internet la estremecía, en los últimos funerales a los cuales había asistido se había abstenido de expresar dolor.

Esa narración incluía contrasentidos que quizás tengan implicaciones sobre nuestro porvenir como especie. El llanto de la profesora Rifkind se cimentaba sobre al menos el millón y medio de años que ha tomado el proceso no solo de perfeccionar y complejizar nuestro sistema muscular —en especial el de la cara—, sino de afinar su coordinación mediante circuitos nerviosos que lo interconectan con cerebro y cerebelo. Así, es posible que a las lágrimas de la doliente las hayan realzado otras manifestaciones que aquí catalogo de gestuales, como el rictus de sus labios, el entrecorte de palabras que en esas circunstancias salen chillonas, así como el tremor corporal. Señales vitales cuyo propósito original consistía en expresarles a los afligidos que también sufríamos y por lo tanto nos solidarizábamos con ellos. Restringida al ámbito de la prisión blanda, la expresión del dolor de la profesora Rifkind carecía de ese sentido social, para convertirse máximo en sanación individual.

Esta asepsia gestual también implica otros ámbitos. Las robotas de Waze no cambian la entonación de sus voces cuando deben corregirnos porque nos hemos equivocado al seguir sus instrucciones, y carece de sentido el grito que les pegamos porque sentimos que su guía es ambigua, y desde antes del coronavirus comenzó a ser aconsejable abstenerse tanto de un guiño de coquetería para evitar acusaciones de acoso sexual, como de un ademán de cortesía no fuera a ser que a quien lo practicara lo catalogaran de discriminador de género dizque por dar muestras de condescendencia. Sin embargo, ahora es más profundo el retraimiento: el tapabocas salva a la cajera del supermercado de la mueca de rabia que hace su clienta por la mala atención recibida, aunque —por fortuna— el enrojecimiento de la cara iracunda todavía tiene potencial de transmitir disgusto. A ese enrojecimiento o su contrario, el palidecimiento, en general los acompañan tonos de voz exaltados o atenuados, brazos que se agitan, o dedos que tiemblan aún dando así fe de nuestro estado emocional. El que esos complejos gestuales queden cada vez más circunscritos a la intimidad de la prisión blanda plantea la horrible posibilidad de que la asepsia emocional nos asimile con la inteligencia artificial de las orientadoras de Waze. Para Preciado son urgentes soluciones de resistencia colectiva como silenciar la Internet o apagar el celular. Empero, están por someterse a consenso y, de ahí, llevarse a cabo en la cotidianidad.

* Profesor de antropología, Universidad Externado de Colombia.

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